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Iberos

[Historia] Los iberos y la cultura ibérica.

El término de Iberia aludiendo a un territorio, y de iberos para sus habitantes, procede del apelativo otorgado por los escritores y geógrafos griegos en sus relatos sobre la Península. El nombre aparece ya en obras como las de Heródoto a mediados del s. V a.C., o en la Ora Marítima de Avieno que, aunque tardía, recoge fuentes que pueden remontarse al s. VI a.C. La extensión del área peninsular comprendida en el término de Iberia probablemente cambió con el tiempo; en momentos antiguos designaba a una zona reducida, que para García Bellido estaría en el área de Huelva. Sin embargo, pronto se empleó para toda la vertiente mediterránea, como sucede en los escritos de Polibio. La conquista romana, al conseguir finalmente el dominio de toda la Península, extendió el nombre a toda su geografía, acepción que finalmente se sustituirá por la de Hispania.

En el ámbito de los estudios sobre cultura ibérica se aplica el apelativo general de iberos a una gran diversidad de pueblos que ocupaban la zona oriental de la Península, en un arco que discurre desde el sureste de Francia hasta el centro de Andalucía. Limitan al oeste en esta zona sur con los turdetanos, herederos del antiguo pueblo tartésico (Véase Tartesos), y al interior con los numerosos pueblos celtibéricos. Dentro del amplio territorio ibérico se pueden individualizar también áreas como la costera andaluza, ocupada en gran parte por las poblaciones bástulo-fenicias, herederas de la antigua colonización semita y en relación con el mundo púnico. Por último, ciertos enclaves también costeros actuaron como puertos coloniales dependientes de otros centros mediterráneos. Así sucedió con Villaricos, en Almería, relacionado con el mundo cartaginés (Véase Cartago) , o con Ampurias en Gerona, una colonia griega vinculada a Marsella y a su vez con su población de origen: Focea, en Asia Menor.

El resto de la geografía ibérica estaba parcelada en distintas unidades étnicas, cuyos nombres conocemos gracias a los antiguos escritores greco-latinos. Pueblos como los indiketes, laietanos, lacetanos, ilergetes, ilercaones, ausetanos o cessetanos se situaban en el área catalana, mientras que gran parte del territorio valenciano lo ocupaban los edetanos, y los contestanos se situaban aproximadamente sobre el área de Alicante. Por su parte, los bastetanos llegaban desde el litoral de Murcia hasta Andalucía Oriental y parte de Albacete; más al norte se localizaban los oretanos, a uno y otro lado de Sierra Morena, en tierras de Jaén y Ciudad Real.

Estos grupos responden a lo que Renfrew, recogiendo la definición de Dragadze, considera como ?etnias?, es decir, gentes históricamente asentadas en un territorio, con unas particularidades estables de lengua y cultura común, que se autorreconocen como diferentes de otras formaciones similares y que se autodenominan con un apelativo o ?etnónimo". En el caso ibérico, la denominación de cada grupo aludía también a su territorio, e incluso a su propia capital, como sucede en Oretania, Edetania o Bastetania, cuyos centros eran Oretum (Calzada de Calatrava, en Ciudad Real), Edeta (Lliria, en Valencia) o Basti (Baza, en Granada). Incluso algunos personajes de relevancia pudieron asumir el etnónimo para su propio nombre, como el caudillo edetano Edecón.

 

A través de los escasos documentos escritos propiamente ibéricos sabemos que esta diversidad de pueblos se reflejaba también en una diversidad de lenguas y de sistemas de escritura. El gran conjunto de lenguas propiamente ?ibéricas? que ocupan la extensión de esta cultura, puede a su vez subdividirse en el grupo sudoriental, documentado sobre todo en Jaén y Albacete, y el grupo ?levantino?, situado en la franja mediterránea hacia el norte. Su sistema gráfico es un semisilabario que presenta signos alfabéticos y silabogramas, cuyas influencias parecen remontarse a la colonización fenicia (Véase fenicio). Los textos pueden aparecer también escritos en otros sistemas gráficos, como el griego jonio, lo que sucede en áreas del sureste, o incluso el alfabeto latino en épocas tardías.

Los textos ibéricos aparecen sobre numerosos soportes. En las monedas, indicando el nombre de las ciudades emisoras o el de personajes de importancia; en la cerámica pueden acompañar a las escenas representadas con nombres pintados junto a ellas, o grabarse las marcas de los alfareros, comerciantes, contenidos o poseedores de las mismas. Algunas estelas funerarias incorporan en fecha tardía inscripciones que, como en el caso de las lápidas romanas, se refieren al tratamiento del difunto. Sin embargo, los textos más conocidos son los que se realizan mediante incisión en láminas de plomo, habituales en todo el litoral mediterráneo, y que pudieran consistir en documentos de carácter comercial o religioso. Aunque han existido numerosos intentos de descifrar esta lengua, esto aún no se ha llevado a cabo de forma satisfactoria. Los estudios, que pueden remontarse al s. XVI, culminaron con el gran aporte realizado por Gómez Moreno en 1922, quien consiguió una transcripción correcta. Sin embargo, aún carecemos de textos bilingües con el griego o el latín que nos permitan traducirlo adecuadamente.

El conocimiento que puede tenerse sobre los iberos a través de las fuentes escritas es muy limitado, ya que se trata siempre de textos redactados o recopilados por autores griegos o latinos que, o bien desconocen directa y adecuadamente la realidad ibérica, o escriben en un momento tardío, dentro ya de la plena época romana. De esta forma, las informaciones que obtenemos de ellas, aunque valiosas, son restringidas y no siempre pueden ser asumidas sin una revisión crítica. La colección Fontes Hispaniae Antiquae, iniciada en 1922, recopila la mayor parte de estos textos, entre los que pueden destacarse la Ora Marítima de Avieno, que, aunque escrita en el s. IV d.C., recoge fuentes mucho más antiguas; en ella se describe la costa peninsular desde Tartessos a Marsella. Otra fuente muy utilizada es la Geografía de Estrabón, cuyo libro III dedica a la Península. Es, sin embargo, otro caso de recopilación de fuentes anteriores, ya que Estrabón no visitó personalmente esta zona. Autores como Pomponio Mela, Diodoro de Sicilia, Dión Casio o Tito Livio hablan de la importancia de Iberia en relación con la historia romana. También la Historia Natural de Plinio fue un importante documento que recogió datos de gran importancia sobre el territorio peninsular, tanto humanos como relativos a los rasgos físicos y económicos.
(Véase Imperio romano y Grecia2)

La principal documentación que poseemos sobre los iberos procede, sin embargo, del campo de la Arqueología, que desde hace tiempo es el pilar en el que se asienta el conocimiento sobre estos antiguos pueblos peninsulares. La tradición arqueológica es además antigua, ya que se remonta al menos a la primera mitad del s. XIX, cuando se descubrió uno de los yacimientos más sorprendentes: el santuario ibérico del Cerro de los Santos, en Albacete. Su aparición y las primeras excavaciones desarrolladas a partir de 1870 dieron a conocer este monumento en el que se exhumaron cientos de esculturas de piedra que representaban a personas y animales que acudían a pedir el favor de la divinidad. Tras un periodo en el que su estudio y asignación cronológica y cultural estuvo en duda, por fin estas piezas abrieron la puerta al estudio de esta cultura y de sus manifestaciones artísticas.

El segundo hito que supone una llamada de atención sobre las antigüedades ibéricas es el hallazgo en 1897 de la Dama de Elche, cuya autenticidad se ha cuestionado infundadamente. Su salida hacia el Museo del Louvre sirvió además para sensibilizar a la opinión pública sobre la valoración del Patrimonio arqueológico español, lo que desembocó en la nueva ley de excavaciones de 1911, que protegía adecuadamente los hallazgos arqueológicos. Todo ello proporcionó un adecuado marco de estudio para un primer reconocimiento y definición de la cultura ibérica, basado principalmente en sus manifestaciones artísticas. Fruto de ello es el magnífico libro de Pierre Paris Essai sur l´Art et l´Industrie de l´Espagne Primitive que constituye el primer compendio documental sobre las diversas expresiones artesanales y artísticas de los iberos.

Faltaba, sin embargo, una sólida base arqueológica que permitiera establecer una secuencia cronológica fiable en la que situar las diferentes etapas de esta cultura. Esto no se produciría hasta mediados del s. XX, con el desarrollo del método estratigráfico, gracias al que se pudieron obtener elementos para datar los distintos niveles reconocidos en los yacimientos, así como los objetos en ellos descubiertos. Gracias a las continuas y cada vez más detalladas excavaciones se han podido llegar a determinar distintas fases, que van del Ibérico Antiguo (600-450 a.C.) al Ibérico Pleno (450-300 a.C.), y finalmente, el Ibérico Tardío (300-50 a.C.). En la primera de ellas se desarrolla un proceso de formación, que surge de la anterior tradición de la etapa orientalizante-tartésica, pero que ya supone la individualización de los rasgos principales que caracterizarán al mundo ibérico. Durante la fase plena los pueblos ibéricos alcanzaron una fuerte personalidad y reforzaron sus contactos con otras áreas del Mediterráneo, incluyéndose así en una dinámica comercial y económica a gran escala que desembocó en la fase final con la presencia directa en la Península de las confrontaciones entre cartagineses y romanos. Esto supondrá la desaparición progresiva de los grupos ibéricos y su transformación en un área de dominio dentro de la esfera de Roma

Los sistemas de poblamiento

La organización de la sociedad ibérica está en relación con el diseño de sus asentamientos y con la ocupación practicada sobre los territorios dominados por cada grupo étnico. Las diferentes etapas muestran cambios significativos que parecen indicar un marcado proceso hacia la complejidad social, económica y organizativa. En una primera etapa el modelo social está próximo a los patrones del mundo orientalizante, en el que un número muy limitado de personas se distancia considerablemente del resto de la sociedad, asumiendo poderes políticos y económicos que a su vez son refrendados en la esfera de lo religioso. En esto consistiría la monarquía sacra, un tipo de organización que transforma las jerarquías indígenas del Bronce Final conforme a fórmulas introducidas a partir de la fuerte influencia fenicia que se produce en la Península desde el s. VIII a.C.

Sin embargo, pronto apreciaremos cambios debidos tanto a la propia evolución de la sociedad ibérica como a la diversidad de influjos que van a presentarse tras la caída del monopolio comercial fenicio y la entrada en escena de las colonias y factorías griegas, con base en Marsella -la antigua Massalia, fundada en el año 600 a.C.- y que se extienden por el noreste peninsular con enclaves como Rhode (Rosas) y sobre todo Emporion (Ampurias). El mundo indígena, influido por los modos fenicios, y en contacto ahora con el comercio griego, se transformará con rapidez, rompiendo con la sencilla estructura orientalizante y pasando a conformar una sociedad más compleja, organizada a través de grupos gentilicios de carácter guerrero.

La diversidad territorial del mundo ibérico favorece que entren en juego diferentes tradiciones, formas políticas y entornos geográficos que hacen inevitable la adopción de distintos modelos de asentamientos y de ocupación del paisaje. No existe, por tanto, un tipo único de poblado ibérico, pero sí hay una serie de elementos importantes que suelen estar presentes en esta época y que resultan innovadores frente a las etapas anteriores. En general, el nacimiento de los rasgos que podemos considerar como típicamente ibéricos, van ligados al abandono progresivo del hábitat disperso y no organizado, propio de las cabañas del Bronce Final. En estos momentos, la transformación social y económica y los contactos con el mundo colonial costero van a provocar la adopción de un modelo basado en el poblamiento concentrado y en el uso de viviendas de planta rectangular, subdivisibles en varios compartimentos, y con la que se pueden generar previsiones de diseños urbanísticos de poblado.

Fruto de esta organización planificada será la presencia de áreas abiertas y de edificios de carácter público, como plazas o templos; todo el conjunto se cierra al exterior con grandes murallas que delimitan y dan cohesión a la población. Las casas varían mucho debido a la propia morfología del poblado, a su importancia y funcionalidad en el territorio, y a la relevancia de la familia que la habita. En general se emplean siempre los mismos materiales constructivos, a base de zócalos o muros de piedra con un alzado de adobe o tapial y una estructura combinada de maderas, ramas, paja y barro para las paredes y el techo. La construcción en dos plantas es habitual en los asentamientos construidos en laderas con fuerte pendiente, y el tránsito se realiza por medio de calles principales, así como callejones y escaleras. El interior se subdivide según las actividades, destacan la zona de trabajo y la de almacén, situada casi siempre al fondo, en el área más protegida y fresca de la casa.

El cambio que supone este modelo respecto a las fases anteriores se aprecia muy bien en el área de Andalucía oriental, donde en una primera etapa a partir del s. VII a. C. se van a abandonar los típicos poblados de grandes cabañas circulares, en favor de la aparición del modelo cuadrangular. En un segundo momento se va a tender a una concentración progresiva del hábitat, que llevará a la desaparición de algunos núcleos rurales como las Calañas de Marmolejo, e incluso de pequeños reductos defensivos situados en altos cerros, como el de Cazalilla, ambos en Jaén. Todo ello lleva a la definición del tipo de población más característico del área meridional: el oppidum o poblado en alto, defendido por murallas y con un carácter autónomo en el territorio circundante.

Un ejemplo representativo es el del asentamiento de P. Tablas, junto a la ciudad de Jaén. Es éste un oppidum de 6 ha que aprovecha un cerro amesetado, en el que se distribuye el hábitat conforme a un urbanismo regular, consistente en 7 calles paralelas cruzadas por dos transversales. Esto permite llevar a cabo una distribución rítmica de las viviendas, unidas por un muro trasero medianero, y abiertas por sus lados opuestos a cada una de las calles. A pesar de este modelo regular, existen diferencias en la importancia de las casas, que no siempre tienen el mismo tamaño ni la misma complejidad interna. Así, entre las unidades excavadas, tenemos algunas de unos 70 m2, mientras que otras alcanzan casi los 90 m2, sin contar con la probable presencia de una segunda planta al menos en parte de la superficie construida. No todo su interior estaba cerrado. Una zona importante estaba constituida por patios abiertos o semicubiertos, donde se desarrollaban gran número de actividades domésticas y de organización de las labores agrícolas. En otras áreas del poblado debieron existir viviendas aún más importantes, que en su conjunto reflejaban los distintos niveles de población que se albergaban en estos hábitats.

Un aspecto representativo de los oppida son sus defensas, consistentes en lienzos de muralla de piedra jalonados con grandes torres y contrafuertes. El alzado se remataba con un alzado de adobes y su exterior se recubría con un revoco de yeso pintado de rojo. En ocasiones estas murallas se construían sólo en las laderas más accesibles de los poblados, dejando libres las partes en las que el carácter abrupto del terreno era la mejor defensa. Las puertas, como puntos más frágiles, generaban dispositivos especiales, como dobles recintos, accesos acodados, torres laterales, etc. La concentración de la población en estos grandes centros implicó casi siempre la presencia de estos elementos defensivos, que en ciertas épocas se complementaron con líneas de fortificaciones pequeñas emplazadas en puntos estratégicos de vigilancia y control de los territorios y de las rutas de comunicación.

Existieron, sin embargo, centros más importantes que actuaron como auténticas capitales y sedes de las principales jerarquías ibéricas. Uno de estos fue Cástulo, próximo a Linares, una población que encierra dentro de su recinto más de 40 ha, y en cuyo entorno se localizaron importantes necrópolis y santuarios. Se trataba, como en época histórica, de un importante centro minero, lo que le proporciona una boyante posición económica en su territorio de influencia. En época ibérica tardía emitió moneda, y cuando los cartagineses penetraron en el territorio peninsular prefirieron establecer pactos con sus pobladores antes que intentar un dominio por la fuerza. Es conocido el episodio en el que el general cartaginés Aníbal tomó como esposa a Imilce, hija de un personaje principal de esta ciudad, así pudo utilizar los lazos de parentesco para introducirse en las clases aristocráticas ibéricas y favorecer su apoyo a la causa anti-romana durante Segunda Guerra Púnica.
(Véase Guerras Púnicas)

La ocupación del territorio se completaba con otros pequeños enclaves que se situaban en puntos de enlace o hitos estratégicos en las vías de comunicación a larga distancia. Este puede ser el caso de un poblado como el de Los Castellones de Céal, en Hinojares (Jaén), que favorecía el paso entre el Alto Guadalquivir y las altiplanicies granadinas, aprovechando la ruta, difícil pero relativamente breve, que abre el río Guadiana Menor. De esta manera, un gran centro como Toya, la antigua Tugia, tenía su propio sistema de comunicación con el nordeste de Granada, alcanzando desde allí la zona costera murciana, a través de la cual llegaban numerosos materiales de importación. A pesar de su sencillez y su pequeño tamaño (1, 2 ha), las sepulturas de los habitantes ibéricos de Los Castellones incorporan ricos ajuares funerarios con numerosas cerámicas importadas de Grecia, fruto evidente del acceso a esta importante corriente comercial.

 

Fundación Educativa Héctor A. García