Roma

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El Imperio romano fue una organización política que heredera directa de la República romana por medio de las reformas de Octaviano, el cual creó el Principado en el año 27 a.C., extendió su gobierno y cultura por todos los pueblos ribereños del Mediterráneo, por los Balcanes, Anatolia, Oriente Próximo, la Galia, Hispania , el interior del continente europeo y Britania, principalmente. Como tal entidad perduró hasta el año 476 d.C., fecha en la que el emperador Rómulo Augústulo fue depuesto por el rey de los hérulos, Odoacro.

El Imperio y sus instituciones

Gran parte del éxito de la reforma se debe a que el gobierno de Augusto duró casi medio siglo, casi dos generaciones, y hubo tiempo de modificar esencialmente los papeles y cometidos del Senado, de las magistraturas, del ejército y de las provincias.

El Senado

La transformación del Senado vino favorecida por las propias circunstancias. La oligarquía había sido la lógica víctima de las guerras civiles y las familias nobles apenas podían cubrir las vacantes senatoriales. El nuevo Senado era ahora más grande y, en las tres revisiones que Augusto llevó a cabo, sus 600 miembros se reclutaron entre las grandes familias, entre los partidarios del Principado y entre miembros destacados de las oligarquías italianas y provinciales. Además, se reguló el acceso a la dignidad (el llamado ?orden senatorial?) y se hizo hereditaria, de modo que sólo los hijos de senadores eran elegibles para suceder a sus padres. El Senado siguió constituyendo el órgano consultorio del Príncipe y, con el tiempo, sustituyó a la asamblea popular en la elección de los magistrados. Como se ha dicho antes, el ideal constitucional de muchos emperadores habría sido un gobierno compartido con el Senado, que debía ratificar las decisiones imperiales, pero la autocracia creciente hacía difícil distinguir las críticas de la oposición y los senadores eran conscientes de que, en última instancia, sus vidas, sus fortunas y sus familias estaban en manos del príncipe. En consecuencia, el Senado perdió su anterior papel para convertirse en una mero títere en manos del emperador por su excesiva complacencia y servilismo.

Las magistraturas

Las magistraturas republicanas no se modificaron y, al menos en teoría, continuaron siendo agentes y detentadores de la soberanía popular. En la práctica, el control imperial sobre los comicios populares primero y luego sobre el Senado les restaba independencia política y convirtió a los magistrados en meros administradores imperiales.

El paradigma de la transformación lo ofrece el consulado, la cúspide de la autoridad republicana, que se banalizó hasta el extremo de que una medida de urgencia como era la sustitución del cónsul ordinario por un suplente en caso de incapacidad o inhabilitación del primero, se convirtió durante el Imperio en práctica habitual. Cada año se elegía la pareja ordinaria de cónsules, que luego dimitían para ser sustituidos por otros sufectos, que renunciaban a los pocos días para que el proceso se repitiese cuantas veces fuera preciso. El sistema beneficiaba a todos: el Estado ganaba administradores de la más alta experiencia y cualificación y los nobles podían acceder más fácilmente a los honores máximos.

Los ecuestres

La imperiosa necesidad de administradores fue la causa de que se constituyese un segundo estamento u orden, el ecuestre o de los caballeros, en quienes el Príncipe delegó primero la gestión de su patrimonio y luego la de algunas de las funciones públicas que él no podía desempeñar en persona. A diferencia de los cargos senatoriales, los ecuestres no tuvieron nunca apariencia de función política sino sólo administrativa y por ello recibían un salario. De este modo los procuradores, así se designaban estos puestos, pasaron de asalariados del emperador a funcionarios públicos, regulándose estrictamente su carrera y estableciendo una preparación previa en el ejército.

El ejército

Augusto era consciente de que su imperium podía haber sido ratificado por el pueblo y el Senado pero que, en última instancia, procedía de la lealtad del ejército. El idóneo manejo de los cuerpos armados se convirtió, pues, en la máxima preocupación de sus sucesores, que eran conscientes de estar en manos de sus legionarios, como se demostró por primera vez en el caso de Claudio y luego con creciente fuerza cada vez que se cambiaba de emperador.

El ejército imperial siguió el modelo ?profesional? y sólo en épocas de singular emergencia se recurrió a la leva obligatoria. La carrera militar, que duraba entre 20 y 30 años, estaba abierta a todos los habitantes libres del Imperio, con la salvedad de que sólo los ciudadanos romanos podían acceder a las legiones y cohortes pretorianas, la guardia imperial, y urbanas, la policía de Roma y otras ciudades importantes.

Las tropas auxiliares, formadas por cohortes de infantería y alae montadas, estaban abiertas a quienes carecían de la ciudadanía, aunque fue habitual que ésta se concediese tras la terminación del servicio. En un nivel inferior estuvo la marina, con dos grandes flotas en el Mediterráneo y diversas flotillas regionales.

Como media, el ejército contó con unos 300.000 hombres, repartidos desigualmente a lo largo y ancho del Imperio: había provincias desmilitarizadas, la Narbonense, Asia, la Bética; y otras situadas en la periferia que eran propiamente distritos militares: Germania, Siria, Moesia, etc.

Además de su papel político ya mencionado, las misiones del ejército en época imperial fueron fundamentalmente defensivas. Una vez que se alcanzaron los límites naturales del Imperio, y esto vino a suceder a fines del siglo I, la misión básica del ejército fue la de fortificar y salvaguardar los límites del Imperio. La cristalización de esta política llevó primero a la creación de guarniciones permanentes, donde las unidades fueron adquiriendo idiosincrasia propia, en ocasiones en íntima relación con la provincia de destino; y luego a la construcción de fronteras fortificadas en aquellos lugares donde la situación militar y el terreno lo permitían. Con frecuencia, el emperador empleó los soldados para ejecutar sus munificencias y muchas ciudades y provincias se vieron favorecidas por carreteras y otras obras públicas ejecutadas por mano de obra militar.

Las provincias

Otra pieza básica del nuevo orden fueron las provincias. Durante la República, las relaciones de Roma con su periferia eran, lisa y llanamente, de explotación. Aunque esta situación hubo de cambiar por fuerza cuando los itálicos recibieron plenos derechos civiles y los ciudadanos romanos empezaron a propagarse por las provincias, no es de extrañar que estos dos grupos se convirtieran en apoyos fundamentales del Príncipe con la esperanza de que la nueva situación repartiera de forma más equitativa los respectivos derechos y deberes.

El especial vínculo del emperador y las provincias se reforzó por el masivo plan de colonización puesto en práctica por Augusto, que inicialmente pretendía desmovilizar del mejor modo posible las tropas empleadas en la guerra civil y asegurar su lealtad. A este fin, Augusto, de su propio peculio, repartió tierras en todas las provincias, levantó ciudades y les otorgó subsidios para que se dotasen de las amenidades urbanas que las hacían atractivas a sus habitantes y aseguraban su éxito y pervivencia. A la larga, la colonización aseguró la existencia en cada territorio del Imperio de núcleos fieramente partidarios de Roma, que podían servir de reserva militar y de difusores de los modos de vida de la metrópoli (véase romanización).

Durante el Imperio, Italia, dividida en 11 regiones a efectos administrativos, conservó la autonomía municipal, se mantuvo bajo la dependencia del Senado y el emperador siempre tuvo especial cuidado del bienestar económico y social de la región, encargando a senadores la curatela de los caminos y nombrando magistrados extraordinarios cuando las necesidades así lo requerían.

Su gobierno

Ya se ha dicho que, en el 27 a.C., el retorno al Senado de algunas provincias fue parte del arreglo constitucional. A partir de ese momento, hubo dos clases de provincias: las senatoriales y las imperiales. La diferencia entre ambas estaba en la presencia o no de fuerzas militares permanentes: en las primeras, desguarnecidas, el Senado designaba a los gobernadores, que sólo conservaban de la época republicana los nombres de procónsules y propretores; en las otras, con fuertes contingentes militares en su suelo, el imperio correspondía al Príncipe que las gobernaba mediante lugartenientes (legati Augusti propraetore provinciarum).

El organigrama era el mismo para las dos clases. El gobernador ya no tenía los poderes absolutos, la autonomía o el fuero de los promagistrados republicanos, sino que habían sido limitados en lo administrativo y en lo jurisdiccional. Cada territorio tenía siempre algún consejo o asamblea, en ocasiones de tipo religioso o festivo, que permitía al gobernador disponer de un órgano consultivo y representativo de la provincia. Finalmente, según los casos, había procuradores que se encargaban por cuenta del emperador de la percepción de determinados impuestos o de la administración de recursos de especial importancia (minas, fundiciones, almacenaje de granos y aceite, etc.).

Las ciudades, sobre todo si eran de ciudadanos romanos, disponían de una amplia autonomía. La especial relación del emperador con sus súbditos autorizaba que éstas, las provincias o un particular pudieran apelar directamente al emperador, cuyas decisiones, expresadas normalmente en forma de carta (epistulae) a los apelantes, eran ley.

 

Variedad entre las provincias

La historia del Imperio debe de ser esencialmente la de sus provincias, lo que resulta una tarea difícil para los historiadores modernos, dado el extenso ámbito geográfico y la larga duración cronológica. Además, las fuentes clásicas se preocuparon fundamentalmente de lo que pasaba en el cerrado y corto ambiente cortesano, olvidando lo que sucedía en las provincias, salvo que se tratase de algún suceso especialmente sangriento o afectase directamente al emperador y sus adláteres. La impresión resultante es la de un mundo uniformemente aburrido, donde nada sucedía o, si se quiere poner en los términos de Emerson, pueblos felices por carecer de Historia.

La realidad de las provincias estuvo lejos de ser uniforme, pero a la ausencia de datos significativos se une también la dificultad de matizar algunos tópicos: estamos acostumbrados, por ejemplo, a imaginar un mundo unido por una lengua común o a lo sumo dos, latín en Occidente y griego en Oriente, cuando en la práctica esos dos idiomas eran empleados por razones administrativas y como lingua franca de lo que en realidad era una babel lingüística.

Economía

La propia estructura económica del Imperio parece contradictoria: se calcula que un 90% de los quizá 50 millones de habitantes que pudo haber tenido eran agricultores, lo que plantea cómo pudo mantener un numerosísimo ejército y haber permitido que sus dirigentes construyeran ciudades, palacios y obras públicas que son famosas por el lujo y la grandiosidad con que se llevaron a cabo. La explicación hemos de buscarla, por un lado, en la sociedad esclavista que había en el imperio y, por otro, en la diferente economía y producción que tenía cada provincia.

Sólo desde un punto de vista muy general y esquemático se puede distinguir lo que podía llamarse el núcleo central del Imperio, integrado por las comarcas ribereñas del Mediterráneo (las costas del Oriente helenístico, Alejandría de Egipto, el litoral Africano, la Bética, las costas levantinas españolas y de la Narbonense e Italia), de las partes explotadas hasta la saciedad por sus recursos naturales y, finalmente, de aquellas otras regiones donde exigencias distintas a las económicas obligaban a considerables dispendios, como sucedía en el caso de las provincias fronterizas.

Las ciudades

La riqueza y la fama de las provincias dependían del agregado de ciudades que las componían: cada una era autónoma y sus ciudadanos, es decir, los individuos libres y nacidos en el lugar de padres libres elegían anualmente a magistrados con poderes capitales en el ámbito de su jurisdicción. La ciudad, constituida por uno o varios núcleos urbanos y un territorio más o menos grande sobre el que tenía jurisdicción y que le proporcionaba, al menos en teoría, la autosuficiencia económica, era el centro de la vida social, representaba el ideal de prosperidad, comodidad y diversión y, con las lógicas variantes y limitaciones, tendió a modelarse a ejemplo de Roma, donde el cuidado imperial garantizaba el abastecimiento, el recreo en lujosos edificios y los espectáculos gratis.

Las fronteras

Como se ve, pues, las reformas iniciadas por Augusto tuvieron profundas consecuencias. Pero los problemas internos no podían hacer olvidar las relaciones de Roma con sus vecinos por dos razones: porque había cuestiones previas sin resolver y porque, en Roma, las cosas de casa se resolvían en ocasiones a muchos kilómetros de distancia. Así, una campaña contra enemigos externos o, mucho mejor, un sonado y brillante triunfo hacían olvidar dificultades y suavizaban las oposiciones.

Tras trece años de guerra civil, el ansia mayor de la sociedad romana era la paz, por lo que el nuevo régimen hizo amplio alarde de su consecución y de la implantación universal del dominio romano. Sin embargo, ello era más un lema de propaganda que una realidad (véase Pax romana).

La frontera oriental

La amenaza más complicada y peligrosa era la oriental, donde el reino parto equiparaba en extensión, recursos y fuerza a Roma. Debe recordarse que la venganza contra Partia por la derrota de Craso (53 a.C.) era un deber que Roma no había podido llevar a cabo por sus dificultades internas, pero que César puso en su lista de prioridades y Augusto heredó. A la hora de la verdad, el conflicto se disputó sin enfrentamientos directos entre ambos contendientes porque Partia era un enemigo de consideración cuya situación periférica le restaba peligro. Los romanos emplearon en cambio a los pequeños estados vecinos de la frontera oriental como colchón frente a los partos y sólo en Armenia, cuya situación geográfica la colocaba en medio del conflicto, hubo disputas cruentas que concluyeron otorgando a Roma la soberanía sobre parte del territorio.

Esta complicada situación aumentó la importancia estratégica de la provincia de Siria; allí se estacionaron cuatro legiones y el gobierno de la región era un puesto delicado que Augusto y sus sucesores siempre confiaron a personajes de la mayor confianza, pues no sólo tenían que estar preparados frente a la amenaza partia, sino vigilar, controlar y dirigir la situación de los estados vecinos que, como en el caso de Judea, podía ser tortuosa y amenazante.

La frontera africana

Distinta por completo es la situación de las fronteras africanas y europeas. En África, la inexistencia de poderes organizados y la barrera del desierto permitieron que el aseguramiento se realizase pasivamente mediante el despliegue de sendas legiones, una en Egipto y otra en lo que hoy es el Magreb, y un amplio reparto de tierras entre colonos.

 

La frontera europea

 

En Europa no había ningún enemigo poderoso y compacto como Partia pero sí multitud de pequeños peligros que amenazaban directamente a Italia. El interés por asegurarla firmemente justifica las campañas en las regiones alpinas occidentales, las regiones hoy fronterizas entre Italia, Francia y Suiza; y en Raecia y el Nórico (Alemania del Sur y Austria, respectivamente). El mismo principio, la limpieza de los riesgos que amenazaban otras provincias, explica la extensión de las fronteras romanas hasta el Danubio, lo que libró a Macedonia del peligro tracio; la conquista de Dalmacia aseguró la tranquilidad de la franja litoral iliria, controlada por Roma desde época republicana, y en la Península Ibérica, las Guerras Cántabras resolvieron la seguridad de la región aurífera vecina de algunas tribus no sometidas.

Germania: el mayor problema

El mayor esfuerzo en energías y en tiempo, sin embargo, lo consumió la inestable Germania, que amenazaba por igual a las Galias y a Italia. La búsqueda de una frontera segura se intentó en un principio (12-9 a.C.) limpiando militarmente el territorio hasta el Elba, pero la muerte del general encargado de la tarea, Druso, puso fin a lo que quizá era un plan coherente de actuación.

En años posteriores, las ambiguas relaciones entre Augusto y Tiberio repercutieron en la vacilante disposición romana: primero, acuerdos diplomáticos con las tribus situadas entre el Rin y el Elba; luego, otra etapa de expansión a la fuerza casi consiguió el sometimiento total de esas regiones, que se vio truncado por el gran desastre del bosque de Teotoburgo, donde todo un ejército consular fue masacrado en una emboscada en el año 8 a.C.. Ante la magnitud de las pérdidas, Augusto decidió retirarse a la línea del Rin, que terminó convertida en la frontera definitiva del Imperio

El problema de la sucesión imperial

La nueva constitución impuesta por Augusto era una autocracia disfrazada con los ropajes institucionales de la vieja República. La medida podía haber sido prudente políticamente y resultar adecuada para las circunstancias del momento, pero sus términos resultaban ambiguos, ya que los poderes del emperador eran una cesión vitalicia de la soberanía popular que sancionaba el Senado y, a la muerte del emperador, éstos debían retornar a sus legítimos detentadores antes de ser conferidos de nuevo. Esta ambigüedad, nunca resuelta definitivamente, convirtió la sucesión imperial en un problema recurrente y delicado, al que los romanos fueron dando soluciones de compromiso.

A partir del 14, durante los cincuenta años siguientes, el carisma de Augusto fue suficiente para que sólo sus descendientes directos pudieran ser considerados dignos del trono y los miembros de la dinastía julio-claudia (Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón) se fueron sucediendo unos a otros invocando su parentesco. El principio aguantó bien el golpe de estado contra Calígula pero se hundió estrepitosamente con Nerón y, durante casi dos años, el Imperio estuvo en manos del general que controlaba mayor número de soldados.

La normalidad se restableció con Vespasiano (69), aunque en realidad lo conquistó por derecho de vencedor; sin embargo, el Senado se avino a cooperar con él cediéndole formalmente la soberanía del pueblo romano. Vespasiano aseguró la transmisión dinástica del trono a sus dos hijos, Tito y Domiciano, pero la inquina del Senado hacia este último acabó en un nuevo golpe de estado en el 96 y los senadores eligieron entre ellos a un nuevo emperador, Nerva, que inauguró un largo período en el que la sucesión se llevaba a cabo tras un largo y complejo proceso selectivo en el que participaban Príncipe y Senado. Una vez alcanzado el consenso, el candidato pasaba a formar parte de la familia imperial por matrimonio o adopción y era hecho partícipe de los poderes de su ficticio padre imperial.

El sistema funcionó bien durante más de un siglo debido a la longevidad de los emperadores (Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio), a su calidad humana y a que Roma estaba entonces recibiendo los réditos de la fortísima inversión hecha en épocas anteriores, no sólo en términos económicos, sino también humanos: los cuatro príncipes nombrados eran descendientes de colonos establecidos en la Bética y en la Narbonense y de esos mismos lugares procedían la mayor parte de los senadores que formaban el círculo de amigos y consejeros imperiales.

La época que siempre se ha tenido como el momento dorado del Imperio terminó a partir de Marco Aurelio, cuando las circunstancias favorables empezaron a remitir: la situación económica se deterioró, la población del Imperio fue afectada seriamente por un ciclo de epidemias y se incrementó la presión externa sobre las fronteras, tanto en Europa como en Oriente y África. Marco Aurelio, rompiendo la regla de sus predecesores, transmitió el poder a su hijo Cómodo, que no supo reconducir la situación y fue víctima de su propia locura, del descontento generalizado y de una conjura de cortesanos y familiares, que le mataron y proclamaron emperador a Pertinax, el cual a su vez también fue asesinado. Tras el asesinato de Pertinax el ejército proclamó emperador a Didio Juliano.

Tras unos años de guerra civil, se proclamó emperador Septimio Severo (193), quien había sabido ganarse al mayor número de legiones. Por este motivo, el nuevo Príncipe no se hacía ilusiones sobre el fundamento de su legitimidad: estaba en el trono por la fuerza del ejército y mimar esa relación fue el único consejo que dio al morir a sus hijos. La preocupación creciente por la situación militar y por tener contento a los soldados explica que la mayor parte de las energías del Imperio se consumiesen durante el siglo III en los campos de batalla y que mientras cuatro emperadores se repartiesen la centuria previa, en esta otra, el período medio de reinado apenas supere los cinco años, siendo corrientes las usurpaciones y los territorios que se proclamaron independientes del poder central.

Calígula

Calígula (37-41) fue investido emperador gracias a la fidelidad de la guardia imperial que forzó la sanción del Senado. La mala fama de Tiberio envolvió su primer año de gobierno en un aura de esperanza y renovación que desapareció cuando Calígula, quizá por una enfermedad mental, empezó a mostrar actitudes despóticas. En este ambiente, cortesanos, familiares y senadores fueron obligados a un abyecto servilismo bajo pena de muerte y el emperador no tuvo reparos en autodeificarse, modificando profundamente las bases del culto imperial establecido en época de Augusto.

Preocupado por sí mismo, Calígula prestó escasa atención a lo que sucedía fuera de la corte. Los sucesos de Oriente (autonomía de Comagene) y de Germania (campaña del 39) apenas tienen interés, aunque merecen destacarse sus planes de conquistar Britania y la rebelión de los judíos cuando se les obligó a dar culto al emperador. El despotismo imperial lógicamente despertó reacciones: una primera conjura cortesana acabó en el 39 con una masacre de los sospechosos y sus familias, pero dos años más tarde, un complot aún más amplio logró el propósito de asesinar al emperador.

Claudio

Aunque Calígula murió sin sucesor, la República era ya una opción inviable y la aclamación de Claudio (41-54) por los pretorianos decidió el curso del Senado. Claudio era hermano del padre de Calígula y subió al trono con 52 años. Hasta entonces había vivido en palacio ignorado de todos, dedicado a sus aficiones eruditas y con fama de imbécil. Su falta de experiencia fue posiblemente una de las causas por las que los pretorianos lo eligieron, pues pensaron que estaría por completo en sus manos. Claudio se enfrentó honradamente con la tarea imperial y a él se le debe la consolidación de la soberanía del príncipe y de su papel como cabeza del ejército y de la administración y protector del Imperio.

Claudio centralizó la administración estatal, librándola del poder senatorial y estableciendo una estructura jerárquica con varios departamentos a cuyo frente puso a personas de toda su confianza, sus libertos. Esto, unido al hecho de que el ejercicio era ya plenamente consciente de las prerrogativas monárquicas, alienó la lealtad del Senado, que se sentía postergado. En la política exterior, Claudio conquistó e incorporó Britania al Imperio, así como otros reinos-clientes hasta entonces nominalmente autónomos: Mauritania (véanse Mauritania Cesariense y Mauritania Tingitana), Licia, Tracia y Judea. En Oriente, mantuvo la práctica consagrada de desunir la corte parta por medios diplomáticos; pero la subida al trono de un rey enérgico, Voloseges I, supuso el fracaso de esos esfuerzos y la pérdida del control romano en la vital Armenia. Claudio murió en circunstancias oscuras y como consecuencia de las intrigas de su entorno íntimo, protagonizadas por sus sucesivas esposas y por sus todopoderosos libertos. En el momento de su muerte había adoptado al hijo de su última mujer, Nerón, y le había nombrado tutor de su único descendiente, Británico, nacido de un matrimonio anterior.

Nerón

Como en el caso de Claudio, Nerón (54-68) subió al trono aclamado primero por los pretorianos y luego reconocido por el Senado. A diferencia de su padre adoptivo, sólo tenía diecisiete años y cada soldado de la guardia recibió en gratitud un copioso donativo. Durante los primeros años de gobierno, bajo la influencia de Séneca y del prefecto del pretorio Burro, Nerón se atuvo escrupulosamente a la tradición augústea de respetar la autonomía senatorial y no entremeterse en ella como había hecho Claudio.

Sin embargo, el principado caminaba ya hacia el absolutismo y el control de la influencia sobre el monarca se disputaba entre diversas facciones: primero, fue su madre y sus partidarios quienes fueron alejados de Palacio; luego, en el 57, la idea de colaboración entre emperador y Senado se vino abajo cuando en éste empezó a surgir una fuerte corriente de oposición. Finalmente, en el 59, Popea se convirtió en amante de Nerón y poco a poco le convenció de que se desembarazase de intermediarios y desplegase directamente su poder. Las víctimas fueron primero Agripina, en la que Popea encontró una opositora, y, más tarde, la propia emperatriz Octavia y sus antiguos tutores, Séneca y Burro.

Ese fue el comienzo del ?neronismo?, una mezcla de ideología práctica y política cultural diseñada por el propio emperador y encaminada a hacerle un monarca helenístico con los atributos del héroe homérico. Los principales problemas externos estuvieron en Britania, donde las arbitrariedades romanas provocaron una sublevación general; en Judea, donde las tensiones sociales, religiosas y nacionalistas provocaron una violentísima sublevación que Nerón encargó a un experimentado general, Vespasiano, reducir. Pero la mayor actividad estuvo en Armenia, donde se optó por dar una respuesta militar a la influencia parta: tras un primer asalto a favor de los romanos, los partos contraatacaron, vencieron e impusieron a Roma el reconocimiento del pretendiente parto al trono armenio.

La caída de Nerón fue propiciada por el desinterés imperial en los asuntos de la frontera y de los ejércitos encargados de custodiarla. Comenzó con la rebelión de un gobernador de la Galia, Vindex, que convenció al de Hispania, Galba, de que se proclamase emperador. Cuando Nerón intentó actuar contra ellos, se encontró abandonado por la guardia y se suicidó el 9 de junio del 68.

Período de los cuatro emperadores

A la muerte de Nerón siguió un año (68-69) que es conocido como el de los cuatro emperadores, porque, efectivamente, ese fue el número de los que ocuparon el trono.

 

Galba

Primero fue Galba (junio 68-enero 69) que, junto a su prestigio personal, contaba con la legitimidad de ser medio descendiente de Augusto; sin embargo, sus apoyos se vieron disminuidos al no conceder a los pretorianos el donativo instituido por Nerón y al perseguir duramente a los servidores y partidarios de éste. Además a esto se sumó la sublevación protagonizada por las legiones del Rin, que proclamaron emperador a su general Vitelio, y el rencor de algunos de sus partidarios cuando Galba relegó del trono a su lugarteniente Otón en favor de un candidato senatorial.

Otón

Despechado, Otón (enero-abril 69) asesinó a Galba con la connivencia de la guardia y consiguió la sanción senatorial, mientras Vitelio se declaró en rebeldía y envió hacia Italia el potente ejército del Rin. Otón, sin aguardar la llegada de las legiones de Oriente, se enfrentó a Vitelio, salió derrotado y se suicidó.

Vitelio

Vitelio (abril-diciembre 69) se apoderó de Italia como si se tratase de un país enemigo y se proclamó emperador tras asaltar Roma. Pero su parcialidad hacia los soldados del Rin, a quienes debía la victoria, provocó el pronunciamiento de Vespasiano, al que se le sumó el ejército del Danubio. Estas tropas marcharon sobre Italia, vencieron a las de Vitelio y se unieron en Roma a los sublevados por los agentes de Vespasiano. Vitelio fue asesinado y Vespasiano solemnemente proclamado emperador.

La dinastía flavia

Vespasiano

Los tres emperadores anteriores subieron al trono apoyándose en intereses o apoyos particulares. Vespasiano (69-79), por el contrario, era miembro de una familia itálica y pronto concitó a su alrededor el apoyo de la nueva clase dirigente que había prosperado al servicio del Principado. Esto supuso el triunfo definitivo de la reforma de Augusto.

Una de las primeras medidas del nuevo emperador fue tratar de definir con claridad el poder absoluto y eliminar la ambigüedad de la apariencia republicana. El instrumento fue la llamada lex de Imperio Vespasiani Augusti, mediante la cual se traspasaba la soberanía del pueblo al emperador. Además, para resolver el difícil problema de la sucesión, Vespasiano declaró herederos del trono a sus dos hijos, Tito y Domiciano, aplicando explícitamente el principio dinástico.

La guerra civil ofreció a Vespasiano la posibilidad de reconstruir y renovar el Senado y asegurar la benevolencia de sus miembros; igualmente, se convirtió el orden ecuestre en la base de la administración del Imperio y se inauguró la práctica de que el emperador podía, a voluntad, premiar los servicios de los mejores administradores acelerando su carrera en determinados momentos.

Vespasiano prestó especial interés a las provincias, porque no podía olvidar que el ejército estaba lleno de provinciales, a los que debía su subida al trono, y porque algunas de ellas eran, en definitiva, el ámbito de trabajo de las tropas. A los habitantes de Hispania se les concedió la ciudadanía romana en determinadas circunstancias y África, Britania y las Galias también se beneficiaron de las larguezas imperiales en forma de colonias y obras públicas.

En las provincias fronterizas, la política consistió en la pacificación y aseguramiento de los límites, aunque ello supusiera el aumento de los territorios conquistados, como sucedió en Britania, donde se llegó hasta Escocia. En Germania y las provincias danubianas se procedió al fortalecimiento de las líneas fronterizas y a nuevos despliegues de tropas. Finalmente, las dificultades del reino parto provocaron un decrecimiento de la tensión en el frente oriental; la mayor actividad bélica se dio en Judea a principios del reinado y acabó con el saqueo de Jerusalén y la deportación de gran parte de la población.

Tito

A la muerte de Vespasiano, le sucedió su hijo Tito (79-81), quien había colaborado estrechamente con su padre y participado de algunos de sus poderes. Su corto reinado apenas supuso alteración de lo anterior y lo más destacable es el vasto programa de urbanización y obras públicas en Roma

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