Proyecto Salón Hogar                                                    Clasicos de la Literatura

Discurso del metodo
René Descartes

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Quinta parte

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Mucho me agradaría proseguir y exponer aquí el encadenamiento de las otras verdades que deduje de esas primeras; pero, como para ello sería necesario que hablase ahora de varias cuestiones que controvierten los doctos, con quienes no deseo indisponerme, creo que mejor será que me abstenga y me limite a decir en general cuáles son, para dejar que otros más sabios juzguen si sería útil o no que el público recibiese más amplia y detenida información. Siempre he permanecido firme en la resolución que tomé de no suponer ningún otro principio que el que me ha servido para demostrar la existencia de Dios y del alma, y de no recibir cosa alguna por verdadera, que no me pareciese más clara y más cierta que las demostraciones de los geómetras; y, sin embargo, me atrevo a decir que no sólo he encontrado la manera de satisfacerme en poco tiempo, en punto a las principales dificultades que suelen tratarse en la filosofía, sino que también he notado ciertas leyes que Dios ha establecido en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas de tal suerte, que si reflexionamos sobre ellas con bastante detenimiento, no podremos dudar de que se cumplen exactamente en todo cuanto hay o se hace en el mundo. Considerando luego la serie de esas leyes, me parece que he descubierto varias verdades más útiles y más importantes que todo lo que anteriormente había aprendido o incluso esperado aprender.

Mas habiendo procurado explicar las principales de entre ellas en un tratado que, por algunas consideraciones, no puedo publicar, lo mejor será, para darlas a conocer, que diga aquí sumariamente lo que ese tratado contiene. Propúseme poner en él todo cuando yo creía saber, antes de escribirlo, acerca de la naturaleza de las cosas materiales. Pero así como los pintores, no pudiendo representar igualmente bien, en un cuadro liso, todas las diferentes caras de un objeto sólido, eligen una de las principales, que vuelven hacia la luz, y representan las demás en la sombra, es decir, tales como pueden verse cuando se mira a la principal, así también, temiendo yo no poder poner en mi discurso todo lo que había en mi pensamiento, hube de limitarme a explicar muy ampliamente mi concepción de la luz; luego, con esta ocasión, añadí algo acerca del sol y de las estrellas fijas, porque casi toda la luz viene de esos cuerpos; de los cielos, que la transmiten; de los planetas, de los cometas y de la tierra, que la reflejan; y en particular, de todos los cuerpos que hay sobre la tierra, que son o coloreados, o transparentes o luminosos; y, por último, del hombre, que es el espectador. Y para dar un poco de sombra a todas esas cosas y poder declarar con más libertad mis juicios, sin la obligación de seguir o de refutar las opiniones recibidas entre los doctos, resolví abandonar este mundo nuestro a sus disputas y hablar sólo de lo que ocurriría en otro mundo nuevo, si Dios crease ahora en los espacios imaginarios bastante materia para componerlo y, agitando diversamente y sin orden las varias partes de esa materia, fórmase un caos tan confuso como puedan fingirlo los poetas, sin hacer luego otra cosa que prestar su ordinario concurso a la naturaleza, dejándola obrar, según las leyes por él establecidas. Así, primeramente describí esa materia y traté de representarla, de tal suerte que no hay, a mi parecer, nada más claro e inteligible, excepto lo que antes hemos dicho de Dios y del alma; pues hasta supuse expresamente que no hay en ella ninguna de esas formas o cualidades de que disputan las escuelas, ni en general ninguna otra cosa cuyo conocimiento no sea tan natural a nuestras almas, que no se pueda ni siquiera fingir que se ignora. Hice ver, además, cuales eran las leyes de la naturaleza; y sin fundar mis razones en ningún otro principio que las infinitas perfecciones de Dios, traté de demostrar todas aquéllas sobre las que pudiera haber alguna duda, y procuré probar que son tales que, aun cuando Dios hubiese creado varios mundos, no podría haber uno en donde no se observaran cumplidamente. Después de esto, mostré cómo la mayor parte de la materia de ese caos debía, a consecuencia de esas leyes, disponerse y arreglarse de cierta manera que la hacía semejante a nuestros cielos; cómo, entretanto, algunas de sus partes habían de componer una tierra, y algunas otras, planetas y cometas, y algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y aquí, extendiéndome sobre el tema de la luz, expliqué por lo menudo cuál era la que debía haber en el sol y en las estrellas y cómo desde allí atravesaba en un instante los espacios inmensos de los cielos y cómo se reflejaba desde los planetas y los cometas hacia la tierra. Añadí también algunas cosas acerca de la sustancia, la situación, los movimientos y todas las varias cualidades de esos cielos y esos astros, de suerte que pensaba haber dicho lo bastante para que se conociera que nada se observa, en los de este mundo, que no deba o, al menos, no pueda parecer en un todo semejante a los de ese otro mundo que yo describía. De ahí pasé a hablar particularmente de la tierra; expliqué cómo, aun habiendo supuesto expresamente que el Creador no dio ningún peso a la materia, de que está compuesta, no por eso dejaban todas sus partes de dirigirse exactamente hacia su centro; cómo, habiendo agua y aire en su superficie, la disposición de los cielos y de los astros, principalmente de la luna, debía causar un flujo y reflujo semejante en todas sus circunstancias al que se observa en nuestros mares, y además una cierta corriente, tanto del agua como del aire, que va de Levante a Poniente, como la que se observa también entre los trópicos; cómo las montañas, los mares, las fuentes y los ríos podían formarse naturalmente, y los metales producirse en las minas, y las plantas crecer en los campos, y, en general, engendrarse todos esos cuerpos llamados mezclas o compuestos. Y entre otras cosas, no conociendo yo, después de los astros, nada en el mundo que produzca luz, sino el fuego, me esforcé por dar claramente a entender cuanto a la naturaleza de éste pertenece, cómo se produce, cómo se alimenta, cómo a veces da calor sin luz y otras luz sin calor; cómo puede prestar varios colores a varios cuerpos y varias otras cualidades; cómo funde unos y endurece otros; cómo puede consumirlos casi todos o convertirlos en cenizas y humo; y, por último, cómo de esas cenizas, por sólo la violencia de su acción, forma vidrio; pues esta transmutación de las cenizas en vidrio, pareciéndome tan admirable como ninguna otra de las que ocurren en la naturaleza, tuve especial agrado en describirla.

Sin embargo, de todas esas cosas no quería yo inferir que este mundo nuestro haya sido creado de la manera que yo explicaba, porque es mucho más verosímil que, desde el comienzo, Dios lo puso tal y como debía ser. Pero es cierto -y esta opinión es comúnmente admitida entre los teólogos- que la acción por la cual Dios lo conserva es la misma que la acción por la cual lo ha creado; de suerte que, aun cuando no le hubiese dado en un principio otra forma que la del caos, con haber establecido las leyes de la naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar como ella acostumbra, puede creerse, sin menoscabo del milagro de la creación, que todas las cosas, que son puramente materiales, habrían podido, con el tiempo, llegar a ser como ahora las vemos; y su naturaleza es mucho más fácil de concebir cuando se ven nacer poco a poco de esa manera, que cuando se consideran ya hechas del todo.

De la descripción de los cuerpos inanimados y de las plantas, pasé a la de los animales y particularmente a la de los hombres. Mas no teniendo aún bastante conocimiento para hablar de ellos con el mismo estilo que de los demás seres, es decir, demostrando los efectos por las causas y haciendo ver de qué semillas y en qué manera debe producirlos la naturaleza, me limité a suponer que Dios formó el cuerpo de un hombre enteramente igual a uno de los nuestros, tanto en la figura exterior de sus miembros como en la interior conformación de sus órganos, sin componerlo de otra materia que la que yo había descrito anteriormente y sin darle al principio alma alguna razonable, ni otra cosa que sirviera de alma vegetativa o sensitiva, sino excitando en su corazón uno de esos fuegos sin luz, ya explicados por mí y que yo concebía de igual naturaleza que el que calienta el heno encerrado antes de estar seco o el que hace que los vinos nuevos hiervan cuando se dejan fermentar con su hollejo; pues examinando las funciones que, a consecuencia de ello, podía haber en ese cuerpo, hallaba que eran exactamente las mismas que pueden realizarse en nosotros, sin que pensemos en ellas y, por consiguiente, sin que contribuya en nada nuestra alma, es decir, esa parte distinta del cuerpo, de la que se ha dicho anteriormente que su naturaleza es sólo pensar; y siendo esas funciones las mismas todas, puede decirse que los animales desprovistos de razón son semejantes a nosotros; pero en cambio no se puede encontrar en ese cuerpo ninguna de las que dependen del pensamiento que son, por tanto, las únicas que nos pertenecen en cuanto hombres; pero ésas las encontraba yo luego, suponiendo que Dios creó un alma razonable y la añadió al cuerpo, de cierta manera que yo describía.

Pero para que pueda verse el modo como estaba tratada esta materia, voy a poner aquí la explicación del movimiento del corazón y de las arterias que, siendo el primero y más general que se observa en los animales, servirá para que se juzgue luego fácilmente lo que deba pensarse de todos los demás. Y para que sea más fácil de comprender lo que voy a decir, desearía que los que no están versados en anatomía, se tomen el trabajo, antes de leer esto, de mandar cortar en su presencia el corazón de algún animal grande, que tenga pulmones, pues en un todo se parece bastante al del hombre, y que vean las dos cámaras o concavidades que hay en él; primero, la que está en el lado derecho, a la que van a parar dos tubos muy anchos, a saber: la vena cava, que es el principal receptáculo de la sangre y como el tronco del árbol, cuyas ramas son las demás venas del cuerpo, y la vena arteriosa, cuyo nombre está mal puesto, porque es, en realidad, una arteria que sale del corazón y se divide luego en varias ramas que van a repartirse por los pulmones en todos los sentidos; segundo, la que está en el lado izquierdo, a la que van a parar del mismo modo dos tubos tan anchos o más que los anteriores, a saber: la arteria venosa, cuyo nombre está también mal puesto, porque no es sino una vena que viene de los pulmones, en donde está dividida en varias ramas entremezcladas con las de la vena arteriosa y con las del conducto llamado caño del pulmón, por donde entra el aire de la respiración; y la gran arteria, que sale del corazón y distribuye sus ramas por todo el cuerpo. También quisiera yo que vieran con mucho cuidado los once pellejillos que, como otras tantas puertecitas, abren y cierran los cuatro orificios que hay en esas dos concavidades, a saber: tres a la entrada de la vena cava, en donde están tan bien dispuestos que no pueden en manera alguna impedir que la sangre entre en la concavidad derecha del corazón y, sin embargo, impiden muy exactamente que pueda salir; tres a la entrada de la vena arteriosa, los cuales están dispuestos en modo contrario y permiten que la sangre que hay en esta concavidad pase a los pulmones, pero no que la que está en los pulmones vuelva a entrar en esa concavidad; dos a la entrada de la arteria venosa, los cuales dejan correr la sangre desde los pulmones hasta la concavidad izquierda del corazón, pero se oponen a que vaya en sentido contrario; y tres a la entrada de la gran arteria, que permiten que la sangre salga del corazón, pero le impiden que vuelva a entrar. Y del número de estos pellejos no hay que buscar otra razón sino que el orificio de la arteria venosa, siendo ovalado, a causa del sitio en donde se halla, puede cerrarse cómodamente con dos, mientras que los otros, siendo circulares, pueden cerrarse mejor con tres. Quisiera yo, además, que considerasen que la gran arteria y la vena arteriosa están hechas de una composición mucho más dura y más firme que la arteria venosa y la vena cava, y que estas dos últimas se ensanchan antes de entrar en el corazón, formando como dos bolsas, llamadas orejas del corazón, compuestas de una carne semejante a la de éste; y que siempre hay más calor en el corazón que en ningún otro sitio del cuerpo; y, por último, que este calor es capaz de hacer que si entran algunas gotas de sangre en sus concavidades, se inflen muy luego y se dilaten, como ocurre generalmente a todos los líquidos, cuando caen gota a gota en algún vaso muy caldeado.

Dicho esto, basta añadir, para explicar el movimiento del corazón, que cuando las concavidades no están llenas de sangre, entra necesariamente sangre de la vena cava en la de la derecha, y de la arteria venosa en la de la izquierda, tanto más cuanto que estos dos vasos están siempre llenos, y sus orificios, que miran hacia el corazón, no pueden por entonces estar tapados; pero tan pronto como de ese modo han entrado dos gotas de sangre, una en cada concavidad, estas gotas, que por fuerza son muy gruesas, porque los orificios por donde entran son muy anchos y los vasos de donde vienen están muy llenos de sangre, se expanden y dilatan a causa del calor en que caen; por donde sucede que hinchan todo el corazón y empujan y cierran las cinco puertecillas que están a la entrada de los dos vasos de donde vienen, impidiendo que baje más sangre al corazón; y continúan dilatándose cada vez más, con lo que empujan y abren las otras seis puertecillas, que están a la entrada de los otros dos vasos, por los cuales salen entonces, produciendo así una hinchazón en todas las ramas de la vena arteriosa y de la gran arteria, casi al mismo tiempo que en el corazón; éste se desinfla muy luego, como asimismo sus arterias, porque la sangre que ha entrado en ellas se enfría; y las seis puertecillas vuelven a cerrarse, y las cinco de la vena cava y de la arteria venosa vuelven a abrirse, dando paso a otras dos gotas de sangre, que, a su vez, hinchan el corazón y las arterias como anteriormente. Y porque la sangre, antes de entrar en el corazón, pasa por esas dos bolsas, llamadas orejas, de ahí viene que el movimiento de éstas sea contrario al de aquél, y que éstas se desinflen cuando aquél se infla. Por lo demás, para que los que no conocen la fuerza de las demostraciones matemáticas y no tienen costumbre de distinguir las razones verdaderas de las verosímiles, no se aventuren a negar esto que digo, sin examinarlo, he de advertirles que el movimiento que acabo de explicar se sigue necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista en el corazón y del calor que, con los dedos, puede sentirse en esta víscera y de la naturaleza de la sangre que, por experiencia, puede conocerse, como el movimiento de un reloj se sigue de la fuerza, de la situación y de la figura de sus contrapesos y de sus ruedas.

Pero si se pregunta cómo la sangre de las venas no se acaba, al entrar así continuamente en el corazón, y cómo las arterias no se llenan demasiadamente, puesto que toda la que pasa por el corazón viene a ellas, no necesito contestar otra cosa que lo que ya ha escrito un médico de Inglaterra, a quien hay que reconocer el mérito de haber abierto brecha en este punto y de ser el primero que ha enseñado que hay en las extremidades de las arterias varios pequeños corredores, por donde la sangre que llega del corazón pasa a las ramillas extremas de las venas y de aquí vuelve luego al corazón; de suerte que el curso de la sangre es una circulación perpetua. Y esto lo prueba muy bien por medio de la experiencia ordinaria de los cirujanos, quienes, habiendo atado el brazo con mediana fuerza por encima del sitio en donde abren la vena, hacen que la sangre salga más abundante que si no hubiesen atado el brazo; y ocurriría todo lo contrario si lo ataran más abajo, entre la mano y la herida, o si lo ataran con mucha fuerza por encima. Porque es claro que la atadura hecha con mediana fuerza puede impedir que la sangre que hay en el brazo vuelva al corazón por las venas, pero no que acuda nueva sangre por las arterias, porque éstas van por debajo de las venas, y siendo sus pellejos más duros, son menos fáciles de oprimir; y también porque la sangre que viene del corazón tiende con más fuerza a pasar por las arterias hacia la mano, que no a volver de la mano hacia el corazón por las venas; y puesto que la sangre sale del brazo, por el corte que se ha hecho en una de las venas, es necesario que haya algunos pasos por la parte debajo de la atadura, es decir, hacia las extremidades del brazo, por donde la sangre pueda venir de las arterias. También prueba muy satisfactoriamente lo que dice del curso de la sangre, por la existencia de ciertos pellejos que están de tal modo dispuestos en diferentes lugares, a lo largo de las venas, que no permiten que la sangre vaya desde el centro del cuerpo a las extremidades y sí sólo que vuelva de las extremidades al centro; y además, la experiencia demuestra que toda la sangre que hay en el cuerpo puede salir en poco tiempo por una sola arteria que se haya cortado, aun cuando, habiéndose atado la arteria muy cerca del corazón, se haya hecho el corte entre éste y la atadura, de tal suerte que no haya ocasión de imaginar que la sangre vertida pueda venir de otra parte.

Pero hay otras muchas cosas que dan fe de que la verdadera causa de ese movimiento de la sangre es la que he dicho, como son primeramente la diferencia que se nota entre la que sale de las venas y la que sale de las arterias, diferencia que no puede venir sino de que, habiéndose rarificado y como destilado la sangre, al pasar por el corazón, es más sutil y más viva y más caliente en saliendo de este, es decir, estando en las arterias, que no poco antes de entrar, o sea estando en las venas. Y si bien se mira, se verá que esa diferencia no aparece del todo sino cerca del corazón y no tanto en los lugares más lejanos; además, la dureza del pellejo de que están hechas la vena arteriosa y la gran arteria, es buena prueba de que la sangre las golpea con más fuerza que a las venas. Y ¿cómo explicar que la concavidad izquierda del corazón y la gran arteria sean más amplias y anchas que la concavidad derecha y la vena arteriosa, sino porque la sangre de la arteria venosa, que antes de pasar por el corazón no ha estado más que en los pulmones, es más sutil y se expande mejor y más fácilmente que la que viene inmediatamente de la vena cava? ¿Y qué es lo que los médicos pueden averiguar, al tomar el pulso, si no es que, según que la sangre cambie de naturaleza, puede el calor del corazón distenderla con más o menos fuerza y más o menos velocidad? Y si inquirimos cómo este calor se comunica a los demás miembros, habremos de convenir en que es por medio de la sangre, que, al pasar por el corazón, se calienta y se reparte luego por todo el cuerpo, de donde sucede que, si quitamos sangre de una parte, quitámosle asimismo el calor; y aun cuando el corazón estuviese ardiendo, como un hierro candente, no bastaría a calentar los pies y las manos, como lo hace, si no les enviase de continuo sangre nueva. También por esto se conoce que el uso verdadero de la respiración es introducir en el pulmón aire fresco bastante a conseguir que la sangre, que viene de la concavidad derecha del corazón, en donde ha sido dilatada y como cambiada en vapores, se espese y se convierta de nuevo en sangre, antes de volver a la concavidad izquierda, sin lo cual no pudiera ser apta a servir de alimento al fuego que hay en la dicha concavidad; y una confirmación de esto es que vemos que los animales que no tienen pulmones, poseen una sola concavidad en el corazón, y que los niños que estando en el seno materno no pueden usar de los pulmones, tienen un orificio por donde pasa sangre de la vena cava a la concavidad izquierda del corazón, y un conducto por donde va de la vena arteriosa a la gran arteria, sin pasar por el pulmón. Además, ¿cómo podría hacerse la cocción de los alimentos en el estómago, si el corazón no enviase calor a esta víscera por medio de las arterias, añadiéndole algunas de las más suaves partes de la sangre, que ayudan a disolver las viandas? Y la acción que convierte en sangre el jugo de esas viandas, ¿no es fácil de conocer, si se considera que, al pasar una y otra vez por el corazón, se destila quizá más de cien o doscientas veces cada día? Y para explicar la nutrición y la producción de los varios humores que hay en el cuerpo, ¿qué necesidad hay de otra cosa, sino decir que la fuerza con que la sangre, al dilatarse, pasa del corazón a las extremidades de las arterias, es causa de que algunas de sus partes se detienen entre las partes de los miembros en donde se hallan, tomando el lugar de otras que expulsan, y que, según la situación o la figura o la pequeñez de los poros que encuentran, van unas a alojarse en ciertos lugares y otras en ciertos otros, del mismo modo como hacen las cribas que, por estar agujereadas de diferente modo, sirven para separar unos de otros los granos de varios tamaños. Y, por último, lo que hay de más notable en todo esto, es la generación de los espíritus animales, que son como un sutilísimo viento, o más bien como una purísima y vivísima llama, la cual asciende de continuo muy abundante desde el corazón al cerebro y se corre luego por los nervios a los músculos y pone en movimiento todos los miembros; y para explicar cómo las partes de la sangre más agitadas y penetrantes van hacia el cerebro, más bien que a otro lugar cualquiera, no es necesario imaginar otra causa sino que las arterias que las conducen son las que salen del corazón en línea más recta, y, según las reglas mecánicas, que son las mismas que las de la naturaleza, cuando varias cosas tienden juntas a moverse hacia un mismo lado, sin que haya espacio bastante para recibirlas todas, como ocurre a las partes de la sangre que salen de la concavidad izquierda del corazón y tienden todas hacia el cerebro, las más fuertes deben dar de lado a las más endebles y menos agitadas y, por lo tanto, ser las únicas que lleguen.

Había yo explicado, con bastante detenimiento, todas estas cosas en el tratado que tuve el propósito de publicar. Y después había mostrado cuál debe ser la fábrica de los nervios y de los músculos del cuerpo humano, para conseguir que los espíritus animales, estando dentro, tengan fuerza bastante a mover los miembros, como vemos que las cabezas, poco después de cortadas, aun se mueven y muerden la tierra, sin embargo de que ya no están animadas; cuáles cambios deben verificarse en el cerebro para causar la vigilia, el sueño y los ensueños; cómo la luz, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y demás cualidades de los objetos exteriores pueden imprimir en el cerebro varias ideas, por medio de los sentidos; cómo también pueden enviar allí las suyas el hambre, la sed y otras pasiones interiores; qué deba entenderse por el sentido común, en el cual son recibidas esas ideas; qué por la memoria, que las conserva y qué por la fantasía, que puede cambiarlas diversamente y componer otras nuevas y también puede, por idéntica manera, distribuir los espíritus animales en los músculos y poner en movimiento los miembros del cuerpo, acomodándolos a los objetos que se presentan a los sentidos y a las pasiones interiores, en tantos varios modos cuantos movimientos puede hacer nuestro cuerpo sin que la voluntad los guíe; lo cual no parecerá de ninguna manera extraño a los que, sabiendo cuántos autómatas o máquinas semovientes puede construir la industria humana, sin emplear sino poquísimas piezas, en comparación de la gran muchedumbre de huesos, músculos, nervios, arterias, venas y demás partes que hay en el cuerpo de un animal, consideren este cuerpo como una máquina que, por ser hecha de manos de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más admirables que ninguna otra de las que puedan inventar los hombres. Y aquí me extendí particularmente, haciendo ver que si hubiese máquinas tales que tuviesen los órganos y figura exterior de un mono o de otro cualquiera animal, desprovisto de razón, no habría medio alguno que nos permitiera conocer que no son en todo de igual naturaleza que esos animales; mientras que si las hubiera que semejasen a nuestros cuerpos e imitasen nuestras acciones, cuanto fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios muy ciertos para reconocer que no por eso son hombres verdaderos; y es el primero, que nunca podrían hacer uso de palabras ni otros signos, componiéndolos, como hacemos nosotros, para declarar nuestros pensamientos a los demás, pues si bien se puede concebir que una máquina esté de tal modo hecha, que profiera palabras, y hasta que las profiera a propósito de acciones corporales que causen alguna alteración en sus órganos, como, verbi gratia, si se la toca en una parte, que pregunte lo que se quiere decirle, y si en otra, que grite que se le hace daño, y otras cosas por el mismo estilo, sin embargo, no se concibe que ordene en varios modos las palabras para contestar al sentido de todo lo que en su presencia se diga, como pueden hacerlo aun los más estúpidos de entre los hombres; y es el segundo que, aun cuando hicieran varias cosas tan bien y acaso mejor que ninguno de nosotros, no dejarían de fallar en otras, por donde se descubriría que no obran por conocimiento, sino sólo por la disposición de sus órganos, pues mientras que la razón es un instrumento universal, que puede servir en todas las coyunturas, esos órganos, en cambio, necesitan una particular disposición para cada acción particular; por donde sucede que es moralmente imposible que haya tantas y tan varias disposiciones en una máquina, que puedan hacerla obrar en todas las ocurrencias de la vida de la manera como la razón nos hace obrar a nosotros. Ahora bien: por esos dos medios puede conocerse también la diferencia que hay entre los hombres y los brutos, pues es cosa muy de notar que no hay hombre, por estúpido y embobado que esté, sin exceptuar los locos, que no sea capaz de arreglar un conjunto de varias palabras y componer un discurso que dé a entender sus pensamientos; y, por el contrario, no hay animal, por perfecto y felizmente dotado que sea, que pueda hacer otro tanto. Lo cual no sucede porque a los animales les falten órganos, pues vemos que las urracas y los loros pueden proferir, como nosotros, palabras, y, sin embargo, no pueden, como nosotros, hablar, es decir, dar fe de que piensan lo que dicen; en cambio los hombres que, habiendo nacido sordos y mudos, están privados de los órganos, que a los otros sirven para hablar, suelen inventar por sí mismos unos signos, por donde se declaran a los que, viviendo con ellos, han conseguido aprender su lengua. Y esto no sólo prueba que las bestias tienen menos razón que los hombres, sino que no tienen ninguna; pues ya se ve que basta muy poca para saber hablar; y supuesto que se advierten desigualdades entre los animales de una misma especie, como entre los hombres, siendo unos más fáciles de adiestrar que otros, no es de creer que un mono o un loro, que fuese de los más perfectos en su especie, no igualara a un niño de los más estúpidos, o, por lo menos, a un niño cuyo cerebro estuviera turbado, si no fuera que su alma es de naturaleza totalmente diferente de la nuestra. Y no deben confundirse las palabras con los movimientos naturales que delatan las pasiones, los cuales pueden ser imitados por las máquinas tan bien como por los animales, ni debe pensarse, como pensaron algunos antiguos, que las bestias hablan, aunque nosotros no comprendemos su lengua; pues si eso fuera verdad, puesto que poseen varios órganos parecidos a los nuestros, podrían darse a entender de nosotros como de sus semejantes. Es también muy notable cosa que, aun cuando hay varios animales que demuestran más industria que nosotros en algunas de sus acciones, sin embargo, vemos que esos mismos no demuestran ninguna en muchas otras; de suerte que eso que hacen mejor que nosotros no prueba que tengan ingenio, pues, en ese caso, tendrían más que ninguno de nosotros y harían mejor que nosotros todas las demás cosas, sino más bien prueba que no tienen ninguno y que es la naturaleza la que en ellos obra, por la disposición de sus órganos, como vemos que un reloj, compuesto sólo de ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el tiempo más exactamente que nosotros con toda nuestra prudencia.

Después de todo esto, había yo descrito el alma razonable y mostrado que en manera alguna puede seguirse de la potencia de la materia, como las otras cosas de que he hablado, sino que ha de ser expresamente creada; y no basta que esté alojada en el cuerpo humano, como un piloto en su navío, a no ser acaso para mover sus miembros, sino que es necesario que esté junta y unida al cuerpo más estrechamente, para tener sentimientos y apetitos semejantes a los nuestros y componer así un hombre verdadero. Por lo demás, me he extendido aquí un tanto sobre el tema del alma, porque es de los más importantes; que, después del error de los que niegan a Dios, error que pienso haber refutado bastantemente en lo que precede, no hay nada que más aparte a los espíritus endebles del recto camino de la virtud, que el imaginar que el alma de los animales es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por consiguiente, nada hemos de temer ni esperar tras esta vida, como nada temen ni esperan las moscas y las hormigas; mientras que si sabemos cuán diferentes somos de los animales, entenderemos mucho mejor las razones que prueban que nuestra alma es de naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y, por consiguiente, que no está atenida a morir con él; y puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar que es inmortal.

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Sexta parte

Hace ya tres años que llegué al término del tratado en donde están todas esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo a la imprenta, cuando supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis pensamientos, habían reprobado una opinión de física, publicada poco antes por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que nada había notado en ella, antes de verla así censurada, que me pareciese perjudicial ni para la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me hubiese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón. Esto me hizo temer no fuera a haber alguna también entre las mías, en la que me hubiese engañado, no obstante el muy gran cuidado que siempre he tenido de no admitir en mi creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que pudiere venir en menoscabo de alguien. Y esto fue bastante a mudar la resolución que había tomado de publicar aquel tratado; pues aun cuando las razones que me empujaron a tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embargo, mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar el oficio de hacer libros, me proporcionó en seguida otras para excusarme. Y tales son esas razones, de una y de otra parte, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí, sino que acaso también interese al público conocerlas.

Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu; y mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar la solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas, o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las razones que ese método me enseñaba, no me he creído obligado a escribir nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada uno abunda en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores como hay hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha establecido soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia y el celo suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a modificarlas en algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de mi gusto, he creído que los demás tendrían otras también, que acaso les gustaran más. Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones generales de la física y comenzado a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares, notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y cuán diferentes son de los principios que se han usado hasta ahora, creí que conservarlas ocultas era grandísimo pecado, que infringía la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también principalmente por la conservación de la salud, que es, sin duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida, porque el espíritu mismo depende tanto del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo, que, si es posible encontrar algún medio para hacer que los hombres sean comúnmente más sabios y más hábiles que han sido hasta aquí, creo que es en la medicina en donde hay que buscarlo. Verdad es que la que ahora se usa contiene pocas cosas de tan notable utilidad; pero, sin que esto sea querer despreciarla, tengo por cierto que no hay nadie, ni aun los que han hecho de ella su profesión, que no confiese que cuanto se sabe, en esa ciencia, no es casi nada comparado con lo que queda por averiguar y que podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá de la debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios, de que la naturaleza nos ha provisto. Y como yo había concebido el designio de emplear mi vida entera en la investigación de tan necesaria ciencia, y como había encontrado un camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe infaliblemente dar con ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o la falta de experiencias, juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos obstáculos, sino comunicar fielmente al público lo poco que hubiera encontrado e invitar a los buenos ingenios a que traten de seguir adelante, contribuyendo cada cual, según su inclinación y sus fuerzas, a las experiencias que habría que hacer, y comunicando asimismo al público todo cuanto averiguaran, con el fin de que, empezando los últimos por donde hayan terminado sus predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos de varios, llegásemos todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno en particular.

Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al principio es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que buscar otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más raras nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras más comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas. Pero el orden que he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he procurado hallar, en general, los principios o primeras causas de todo lo que en el mundo es o puede ser, sin considerar para este efecto nada más que Dios solo, que lo ha creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas semillas de verdades, que están naturalmente en nuestras almas; después he examinado cuáles sean los primeros y más ordinarios efectos que de esas causas pueden derivarse, y me parece que por tales medios he encontrado unos cielos, unos astros, una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y otras cosas que, siendo las más comunes de todas y las más simples, son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise descender a las más particulares, presentáronseme tantas y tan varias, que no he creído que fuese posible al espíritu humano distinguir las formas o especies de cuerpos, que están en la tierra, de muchísimas otras que pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios hubiere sido ponerlas, y, por consiguiente, que no es posible tampoco referirlas a nuestro servicio, a no ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y hagamos uso de varias experiencias particulares. En consecuencia, hube de repasar en mi espíritu todos los objetos que se habían presentado ya a mis sentidos, y no vacilo en afirmar que nada vi en ellos que no pueda explicarse, con bastante comodidad, por medio de los principios hallados por mí. Pero debo asimismo confesar que es tan amplia y tan vasta la potencia de la naturaleza y son tan simples y tan generales esos principios, que no observo casi ningún efecto particular, sin en seguida conocer que puede derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi mayor dificultad es, por lo común, encontrar por cuál de esas maneras depende de aquellos principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el buscar algunas experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo modo el efecto, si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra. Además, a tal punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el rodeo que hay que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que pueden servir para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales, que ni mis manos ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que tengo, bastarían a todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad para hacer más o menos, así también adelantaré más o menos en el conocimiento de la naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el tratado que había escrito, mostrando tan claramente la utilidad que el público puede obtener, que obligase a cuantos desean en general el bien de los hombres, es decir, a cuantos son virtuosos efectivamente y no por apariencia falsa y mera opinión, a comunicarme las experiencias que ellos hubieran hecho y a ayudarme en la investigación de las que aun me quedan por hacer.

Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han hecho cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo cuantas cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir, no sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas bien, pues sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que otros han de examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que me han parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también para no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto capaz de ello, y porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean más conveniente los que los posean después de mi muerte; pero pensé que no debía en manera alguna consentir que fueran publicados, mientras yo viviera, para que ni las oposiciones y controversias que acaso suscitaran, ni aun la reputación, fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar, me dieran ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme. Pues si bien es cierto que todo hombre está obligado a procurar el bien de los demás, en cuanto puede, y que propiamente no vale nada quien a nadie sirve, sin embargo, también es cierto que nuestros cuidados han de sobrepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de ciertas cosas, que quizá fueran de algún provecho para los que ahora viven, cuando es para hacer otras que han de ser más útiles aun a nuestros nietos. Y, en efecto, es bueno que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es casi nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío de poder aprender; que a los que van descubriendo poco a poco la verdad, en las ciencias, les acontece casi lo mismo que a los que empiezan a enriquecerse, que les cuesta menos trabajo, siendo ya algo ricos, hacer grandes adquisiciones, que antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas ganancias. También pueden compararse con los jefes de ejército, que crecen en fuerzas conforme ganan batallas, y necesitan más atención y esfuerzo para mantenerse después de una derrota, que para tomar ciudades y conquistar provincias después de una victoria; que verdaderamente es como dar batallas el tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos impiden llegar al conocimiento de la verdad y es como perder una el admitir opiniones falsas acerca de alguna materia un tanto general e importante; y hace falta después mucha más destreza para volver a ponerse en el mismo estado en que se estaba, que para hacer grandes progresos, cuando se poseen ya principios bien asegurados. En lo que a mí respecta, si he logrado hallar algunas verdades en las ciencias (y confío que lo que va en este volumen demostrará que algunas he encontrado), puedo decir que no son sino consecuencias y dependencias de cinco o seis principales dificultades que he resuelto y que considero como otras tantas batallas, en donde he tenido la fortuna de mi lado; y hasta me atreveré a decir que pienso que no necesito ganar sino otras dos o tres como esas, para llegar al término de mis propósitos, y que no es tanta mi edad que no pueda, según el curso ordinario de la naturaleza, disponer aún del tiempo necesario para ese efecto. Pero por eso mismo, tanto más obligado me creo a ahorrar el tiempo que me queda, cuantas mayores esperanzas tengo de poderlo emplear bien; y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de perderlo si publicase los fundamentos de mi física; pues aun cuando son tan evidentes todos, que basta entenderlos para creerlos, y no hay uno solo del que no pueda dar demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden con todas las varias opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.

Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones serían útiles, no sólo porque me darían a conocer mis propias faltas, sino también porque, de haber en mí algo bueno, los demás hombres adquirirían por ese medio una mejor inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más que uno solo, si comenzaren desde luego a hacer uso de mis principios, me ayudarían también con sus invenciones. Pero aun cuando me conozco como muy expuesto a errar, hasta el punto de no fiarme casi nunca de los primeros pensamientos que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de las objeciones que pueden hacerme, me quita la esperanza de obtener de ellas algún provecho; pues ya muchas veces he podido examinar los juicios ajenos, tanto los pronunciados por quienes he considerado como amigos míos, como los emitidos por otros, a quienes yo pensaba ser indiferente, y hasta los de algunos, cuya malignidad y envidia sabía yo que habían de procurar descubrir lo que el afecto de mis amigos no hubiera conseguido ver; pero rara vez ha sucedido que me hayan objetado algo enteramente imprevisto por mí, a no ser alguna cosa muy alejada de mi asunto; de suerte que casi nunca he encontrado un censor de mis opiniones que no me pareciese o menos severo o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco he notado nunca que las disputas que suelen practicarse en las escuelas sirvan para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzándose cada cual por vencer a su adversario, más se ejercita en abonar la verosimilitud que en pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido durante largo tiempo buenos abogados, no por eso son luego mejores jueces.

En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la comunicación de mis pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que aun no los he desenvuelto hasta tal punto, que no sea preciso añadirles mucho, antes de ponerlos en práctica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si alguien hay capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cualquiera, y no porque no pueda haber en el mundo otros ingenios mejores que el mío, sin comparación, sino porque el que aprende de otro una cosa, no es posible que la conciba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa. Y tan cierto es ello en esta materia, que habiendo yo explicado muchas veces algunas opiniones mías a personas de muy buen ingenio, parecían entenderlas muy distintamente, mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando luego las han repetido, he notado que casi siempre las han alterado de tal suerte que ya no podía yo reconocerlas por mías. Aprovecho esta ocasión para rogar a nuestros descendientes que no crean nunca que proceden de mí las cosas que les digan otros, si no es que yo mismo las haya divulgado; y no me asombro en modo alguno de esas extravagancias que se atribuyen a los antiguos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni juzgo por ellas que hayan sido sus pensamientos tan desatinados, puesto que aquellos hombres fueron los mejores ingenios de su tiempo; sólo pienso que sus opiniones han sido mal referidas. Asimismo vemos que casi nunca ha ocurrido que uno de los que siguieron las doctrinas de esos grandes ingenios haya superado al maestro; y tengo por seguro que los que con mayor ahínco siguen hoy a Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer tanto conocimiento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio saber. Son como la yedra, que no puede subir más alto que los árboles en que se enreda y muchas veces desciende, después de haber llegado hasta la copa; pues me parece que también los que siguen una doctrina ajena descienden, es decir, se tornan en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar; los tales, no contentos con saber todo lo que su autor explica inteligiblemente, quieren además encontrar en él la solución de varias dificultades, de las cuales no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo, es comodísima esa manera de filosofar, para quienes poseen ingenios muy medianos, pues la oscuridad de las distinciones y principios de que usan, les permite hablar de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles, sin que haya medio de convencerles; en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para pelear sin desventaja contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna profunda y oscurísima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en que yo no publique los principios de mi filosofía, pues siendo, como son, muy sencillos y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a esa cueva adonde han ido a pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han de tener ocasión de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente contentándose con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos los asuntos, que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco en algunas materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros temas, nos obliga a confesar francamente que los ignoramos. Pero si estiman que una verdad pequeña es preferible a la vanidad de parecer saberlo todo, como, sin duda, es efectivamente preferible, y si lo que quieren es proseguir un intento semejante al mío, no necesitan para ello que yo les diga más de lo que en este discurso llevo dicho; pues si son capaces de continuar mi obra, tanto más lo serán de encontrar por sí mismos todo cuanto pienso yo que he encontrado, sin contar con que, habiendo yo seguido siempre mis investigaciones ordenadamente, es seguro que lo que me queda por descubrir es de suyo más difícil y oculto que lo que he podido anteriormente encontrar y, por tanto, mucho menos gusto hallarían en saberlo por mí, que en indagarlo solos; y además, la costumbre que adquirirán buscando primero cosas fáciles y pasando poco a poco a otras más difíciles, les servirá mucho mejor que todas mis instrucciones. Yo mismo estoy persuadido de que si, en mi mocedad, me hubiesen enseñado todas las verdades cuyas demostraciones he buscado luego y no me hubiese costado trabajo alguno el aprenderlas, quizá no supiera hoy ninguna otra cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la costumbre y facilidad que creo tener de encontrar otras nuevas, conforme me aplico a buscarlas. Y, en suma, si hay en el mundo una labor que no pueda nadie rematar tan bien como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.

Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que pueden servir para ese trabajo, no basta un hombre solo a hacerlas todas; pero tampoco ese hombre podrá emplear con utilidad ajenas manos, como no sean las de artesanos u otras gentes, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una buena paga, que es eficacísimo medio, hará que esos operarios cumplan exactamente sus prescripciones. Los que voluntariamente, por curiosidad o deseo de aprender, se ofrecieran a ayudarle, además de que suelen, por lo común, ser más prontos en prometer que en cumplir y no hacen sino bellas proposiciones, nunca realizadas, querrían infaliblemente recibir, en cambio, algunas explicaciones de ciertas dificultades, o por lo menos obtener halagos y conversaciones inútiles, las cuales, por corto que fuera el tiempo empleado en ellas, representarían, al fin y al cabo, una positiva pérdida. Y en cuanto a las experiencias que hayan hecho ya los demás, aun cuando se las quisieren comunicar -cosa que no harán nunca quienes les dan el nombre de secretos-, son las más de entre ellas compuestas de tantas circunstancias o ingredientes superfluos, que le costaría no pequeño trabajo descifrar lo que haya en ellas de verdadero; y, además, las hallaría casi todas tan mal explicadas e incluso tan falsas, debido a que sus autores han procurado que parezcan conformes con sus principios, que, de haber algunas que pudieran servir, no valdrían desde luego el tiempo que tendría que gastar en seleccionarlas. De suerte que si en el mundo hubiese un hombre de quien se supiera con seguridad que es capaz de encontrar las mayores cosas y las más útiles para el público y, por este motivo, los demás hombres se esforzasen por todas las maneras en ayudarle a realizar sus designios, no veo que pudiesen hacer por él nada más sino contribuir a sufragar los gastos de las experiencias, que fueren precisas, y, por lo demás, impedir que vinieran importunos a estorbar sus ocios laboriosos. Mas sin contar con que no soy yo tan presumido que vaya a prometer cosas extraordinarias, ni tan repleto de vanidosos pensamientos que vaya a figurarme que el público ha de interesarse mucho por mis propósitos, no tengo tampoco tan rebajada el alma, como para aceptar de nadie un favor que pudiera creerse que no he merecido.

Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que no quise, hace tres años, divulgar el tratado que tenía entre manos, y aun resolví no publicar durante mi vida ningún otro de índole tan general, que por él pudieran entenderse los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá han venido otras dos razones a obligarme a poner en este libro algunos ensayos particulares y a dar alguna cuenta al público de mis acciones y de mis designios; y es la primera que, de no hacerlo, algunos que han sabido que tuve la intención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso figurarse que los motivos, por los cuales me he abstenido, son de índole que menoscaba mi persona; pues, aun cuando no siento un excesivo amor por la gloria y hasta me atrevo a decir que la odio, en cuanto que la juzgo contraria a la quietud, que es lo que más aprecio, sin embargo, tampoco he hecho nunca nada por ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he tomado muchas precauciones para permanecer desconocido, no sólo porque creyera de ese modo dañarme a mí mismo, sino también porque ello habría provocado en mí cierta especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar la perfecta tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo siempre permanecido indiferente entre el cuidado de ser conocido y el de no serlo, no he podido impedir cierta especie de reputación que he adquirido, por lo cual he pensado que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para evitar al menos que esa fama sea mala. La segunda razón, que me ha obligado a escribir esto, es que veo cada día cómo se retrasa más y más el propósito que he concebido de instruirme, a causa de una infinidad de experiencias que me son precisas y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y aunque no me precio de valer tanto como para esperar que el público tome mucha parte en mis intereses, sin embargo, tampoco quiero faltar a lo que me debo a mí mismo, dando ocasión a que los que me sobrevivan puedan algún día hacerme el cargo de que hubiera podido dejar acabadas muchas mejores cosas, si no hubiese prescindido demasiado de darles a entender cómo y en qué podían ellos contribuir. a mis designios.

Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que, sin provocar grandes controversias, ni obligarme a declarar mis principios más detenidamente de lo que deseo, no dejaran de mostrar con bastante claridad lo que soy o no soy capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo decir si he tenido buen éxito, pues no quiero salir al encuentro de los juicios de nadie, hablando yo mismo de mis escritos; pero me agradaría mucho que fuesen examinados y, para dar más amplia ocasión de hacerlo, ruego a quienes tengan objeciones que formular, que se tomen la molestia de enviarlas a mi librero, quien me las transmitirá, y procuraré dar respuesta que pueda publicarse con las objeciones; de este modo, los lectores, viendo juntas unas y otras, juzgarán más cómodamente acerca de la verdad, pues prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré a confesar mis faltas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas, diré sencillamente lo que crea necesario para la defensa de mis escritos, sin añadir la explicación de ningún asunto nuevo, a fin de no involucrar indefinidamente uno en otro.

Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptrica y de los Meteoros producen extrañeza, porque las llamo suposiciones y no parezco dispuesto a probarlas, téngase la paciencia de leerlo todo atentamente, y confío en que se hallará satisfacción; pues me parece que las razones se enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últimas están demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras a su vez lo están por las últimas, que son sus efectos. Y no se imagine que en esto cometo la falta que los lógicos llaman círculo, pues como la experiencia muestra que son muy ciertos la mayor parte de esos efectos, las causas de donde los deduzco sirven más que para probarlos, para explicarlos, y, en cambio, esas causas quedan probadas por estos efectos. Y si las he llamado suposiciones, es para que se sepa que pienso poder deducirlas de las primeras verdades que he explicado en este discurso; pero he querido expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios, que con solo oír dos o tres palabras se imaginan que saben en un día lo que otro ha estado veinte años pensando, y que son tanto más propensos a errar e incapaces de averiguar la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles, no aprovechen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía sobre los que creyeren ser mis principios, y luego se me atribuya a mí la culpa; que por lo que toca a las opiniones enteramente mías, no las excuso por nuevas, pues si se consideran bien las razones que las abonan, estoy seguro de que parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido común, que serán tenidas por menos extraordinarias y extrañas que cualesquiera otras que puedan sustentarse acerca de los mismos asuntos; y no me precio tampoco de ser el primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente de no haberlas admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran, sino sólo porque la razón me convenció de su verdad.

Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el invento que explico en la Dióptrica, no creo que pueda decirse por eso que es malo; pues, como se requiere mucha destreza y costumbre para hacer y encajar las máquinas que he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan extraño sería que diesen con ello a la primera vez, como si alguien consiguiese aprender en un día a tocar el laúd, de modo excelente, con solo haber estudiado un buen papel pautado. Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado por mis preceptores, es porque espero que los que hagan uso de su pura razón natural, juzgarán mejor mis opiniones que los que sólo creen en los libros antiguos; y en cuanto a los que unen el buen sentido con el estudio, únicos que deseo sean mis jueces, no serán seguramente tan parciales en favor del latín, que se nieguen a oír mis razones, por ir explicadas en lengua vulgar.

Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de los progresos que espero realizar más adelante en las ciencias ni comprometerme con el público, prometiéndole cosas que no esté seguro de cumplir; pero diré tan sólo que he resuelto emplear el tiempo que me queda de vida en procurar adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal, que se puedan derivar para la medicina reglas más seguras que las hasta hoy usadas, y que mi inclinación me aparta con tanta fuerza de cualesquiera otros designios, sobre todo de los que no pueden servir a unos, sin dañar a otros, que si algunas circunstancias me constriñesen a entrar en ellos, creo que no sería capaz de llevarlos a buen término. Esta declaración que aquí hago bien sé que no ha de servir a hacerme considerable en el mundo; mas no tengo ninguna gana de serlo y siempre me consideraré más obligado con los que me hagan la merced de ayudarme a gozar de mis ocios, sin tropiezo, que con los que me ofrezcan los más honrosos empleos del mundo.

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Fundación Educativa  Héctor A. García