L a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 


Clásicos de la literartura

 

 

M a r i a n e l a

Benito Pérez Galdós

 

 

Proyecto Salón Hogar


 

 

- XII -

El doctor Celipín

                                                                                                                                                                  Página 1 [Entrar]

     El señor Centeno, después de recrear su espíritu en las borrosas columnas del Diario, y la Señana, después de gustar el más embriagador deleite sopesando lo contenido en el calcetín, se acostaron. Habían marchado también los hijos a reposar sobre sus respectivos colchones. Oyose en la sala una retahíla que parecía oración o romance de ciego; oyéronse bostezos, sobre los cuales trazaba cruces el perezoso dedo... La familia de piedra dormía.

     Cuando la casa fue el mismo Limbo, oyose en la cocina rumorcillo como de alimañas que salen de sus agujeros para buscarse la vida. Las cestas se abrieron y Celipín oyó estas palabras:

     -Celipín, esta noche sí que te traigo un buen regalo; mira.

     Celipín no podía distinguir nada; pero alargando su mano tomó de la de María dos duros como dos soles, de cuya autenticidad se cercioró por el tacto, ya que por la vista difícilmente podía hacerlo, quedándose pasmado y mudo.

     -Me los dio D. Teodoro -añadió la Nela- para que me comprara unos zapatos. Como yo para nada necesito zapatos, te los doy, y así pronto juntarás aquello.

     -¡Córcholis!, ¡que eres más buena que María Santísima!... Ya poco me falta, Nela, y en cuanto apande media docena de reales... ya verán quién es Celipín.

     -Mira, hijito, el que me ha dado ese dinero andaba por las calles pidiendo limosna cuando era niño, y después...

     -¡Córcholis! ¡Quién lo había de decir!... D. Teodoro... ¡Y ahora tiene más dinero!... Dicen que lo que tiene no lo cargan seis mulas.

     -Y dormía en las calles y servía de criado y no tenía calzones... en fin, que era más pobre que las ratas. Su hermano D. Carlos vivía en una casa de trapo viejo.

     -¡Jesús! ¡Córcholis! Y qué cosas se ven por esas tierras... Yo también me buscaré una casa de trapo viejo.

     -Y después tuvo que ser barbero para ganarse la vida y poder estudiar.

     -Miá tú... yo tengo pensado irme derecho a una barbería... Yo me pinto solo para rapar... ¡Pues soy yo poco listo en gracia de Dios! Desde que yo llegue a Madrid, por un lado rapando y por otro estudiando, he de aprender en dos meses toda la ciencia. Miá tú, ahora se me ha ocurrido que debo tirar para médico... Sí, médico, que echando una mano a este pulso, otra mano al otro, se llena de dinero el bolsillo.

     -D. Teodoro -dijo la Nela- tenía menos que tú, porque tú vas a tener cinco duros, y con cinco duros parece que todo se ha de venir a la mano. Aquí de los hombres guapos. Don Teodoro y D. Carlos eran como los pájaros que andan solos por el mundo. Ellos con su buen gobierno se volvieron sabios. D. Teodoro leía en los muertos y D. Carlos leía en las piedras, y así los dos aprendieron el modo de hacerse personas cabales. Por eso es D. Teodoro tan amigo de los pobres. Celipín, si me hubieras visto esta tarde cuando me llevaba al hombro... Después me dio un vaso de leche y me echaba unas miradas (11) como las que se echan a las señoras.

     -Todos los hombres listos somos de ese modo -observó Celipín con petulancia-. Verás tú qué fino y galán voy a ser yo cuando  me ponga mi levita y mi sombrero de una tercia de alto. Y también me calzaré las manos con eso que llaman guantes, que no pienso quitarme nunca como no sea sino para tomar el pulso... Tendré un bastón con una porra dorada y me vestiré... eso sí, en mis carnes no se pone sino paño fino... ¡Córcholis! Te vas a reír cuando me veas.

     -No pienses todavía en esas cosas de remontarte mucho, que eres más pelado que un huevo -le dijo ella-. Vete poquito a poquito; hoy me aprendo esto, mañana lo otro. Yo te aconsejo que antes de aprender eso de curar a los enfermos, debes aprender a escribir para que pongas una carta a tu madre pidiéndole perdón y diciéndole que te has ido de tu casa para afinarte, hacerte como D. Teodoro y ser un médico muy cabal.

     -Calla, mujer... ¿Pues qué creías que la escritura no es lo primero?... Deja tú que yo coja una pluma en la mano y verás qué rasgueos de letras y qué perfiles finos para arriba y para abajo, como la firma de D. Francisco Penáguilas... ¡Escribir!, a mí con esas... a los cuatro días verás qué cartas pongo... Ya las oirás leer y verás qué concéitos los míos y qué modo aquel de echar retólicas que os dejen bobos a todos. ¡Córcholis! Nela, tú no sabes que yo tengo mucho talento. Lo siento aquí dentro de mi cabeza, haciéndome burumbum, burumbum, como el agua de la caldera de vapor... Como que no me deja dormir, y pienso que es que todas las ciencias se me entran aquí, y andan dentro volando a tientas como los murciélagos y diciéndome que las estudie. Todas, todas las ciencias las he de aprender, y ni una sola se me ha de quedar... Verás tú...

     -Pues debe de haber muchas. Pablo Penáguilas que las sabe todas, me ha dicho que son muchas y que la vida entera de un hombre no basta para una sola.

     -Ríete tú de eso... Ya me verás a mí...

     -Y la más bonita de todas es la de D. Carlos... Porque mira tú que eso de coger una piedra y hacer con ella latón. Otros dicen que hacen plata y también oro. Aplícate a eso, Celipillo.

     -Desengáñate, no hay saber como ese de cogerle a uno la muñeca y mirarle la lengua, y decir al momento en qué hueco del cuerpo tiene aposentado el maleficio... Dicen que don Teodoro le saca un ojo a un hombre y le pone otro nuevo, con el cual ve como si fuera ojo nacido... Miá tú que eso de ver un hombre que se está muriendo, y con mandarle tomar, pongo el caso, media docena de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella que se llame Juana, dejarle bueno y sano, es mucho aquel... Ya verás, ya verás cómo se porta D. Celipín el de Socartes. Te digo que se ha de hablar de mí hasta en la Habana.

     -Bien, bien -dijo la Nela con alegría-: pero mira que has de ser buen hijo, pues si tus padres no quieren enseñarte es porque ellos no tienen talento, y pues tú lo tienes, pídele por ellos a la Santísima Virgen y no dejes de mandarles algo de lo mucho que vas a ganar.

     -Eso sí lo haré. Miá tú, aunque me voy de la casa, no es que quiera mal a mis padres, y ya verás como dentro de poco tiempo ves venir un mozo de la estación cargado que se revienta con unos grandes paquetes; y ¿qué será? Pues refajos para mi madre y mis hermanas y un sombrero alto para mi padre. A ti puede que te mande también un par de pendientes.

     -Muy pronto regalas -dijo la Nela sofocando la risa-. ¡Pendientes para mí!...

     -Pero ahora se me está ocurriendo una cosa. ¿Quieres que te la diga? Pues es que tú debías venir conmigo, y siendo dos, nos ayudaríamos a ganar y a aprender. Tú también tienes talento, que eso del pesquis a mí no se me escapa, y bien podías llegar a ser señora, como yo caballero. ¡Qué me había de reír si te viera tocando el piano como doña Sofía!

     -¡Qué bobo eres! Yo no sirvo para nada. Si fuera contigo sería un estorbo para ti.

     -Ahora dicen que van a dar vista a don Pablo, y cuando él tenga vista nada tienes tú que hacer en Socartes. ¿Qué te parece mi idea?... ¿No respondes?

     Pasó algún tiempo sin que la Nela contestara nada. Preguntó de nuevo Celipín, sin obtener respuesta.

     -Duérmete, Celipín -dijo al fin la de las cestas-. Yo tengo mucho sueño.

     -Como mi talento me deje dormir, a la buena de Dios.

     Un minuto después se veía a sí mismo en figura semejante a la de D. Teodoro Golfín, poniendo ojos nuevos en órbitas viejas, claveteando piernas rotas y arrancando criaturas a la muerte, mediante copiosas tomas de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella. Viose cubierto de riquísimos paños, con las manos aprisionadas en guantes olorosos y arrastrado en coche, del cual tiraban cisnes, que no caballos, y llamado por reyes o solicitado de reinas, por honestas damas requerido, alabado de magnates y llevado en triunfo por los pueblos todos de la tierra.
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- XIII -

Entre dos cestas

     La Nela cerró sus conchas para estar más sola. Sigámosla; penetremos en su pensamiento. Pero antes conviene hacer algo de historia.

     Habiendo carecido absolutamente de instrucción en su edad primera; habiendo carecido también de las sugestiones cariñosas que enderezan el espíritu de un modo seguro al conocimiento de ciertas verdades, habíase formado Marianela en su imaginación poderosa un orden de ideas muy singular, una teogonía extravagante y un modo rarísimo de apreciar las causas y los efectos de las cosas. La idea de Teodoro Golfín era exacta al comparar el espíritu de Nela con los pueblos primitivos. Como en éstos, dominaba en ella el sentimiento y la fascinación de lo maravilloso; creía en poderes sobrenaturales, distintos del único y grandioso Dios, y veía en los objetos de la Naturaleza personalidades vagas que no carecían de modos de comunicación con los hombres.

     A pesar de esto, la Nela no ignoraba completamente el Evangelio. Jamás le fue bien enseñado; pero había oído hablar de él. Veía que la gente iba a una ceremonia que llamaban misa, tenía idea de un sacrificio sublime; mas sus nociones no pasaban de aquí. Habíase acostumbrado a respetar, en virtud de un sentimentalismo contagioso, al Dios crucificado; sabía que aquello debía besarse; sabía además algunas oraciones aprendidas de rutina; sabía que todo aquello que no se poseía debía pedirse a Dios; pero nada más. El horrible abandono en que había estado su inteligencia hasta el tiempo de su amistad con el señorito de Penáguilas era causa de esto. Y la amistad con aquel ser extraordinario, que desde su oscuridad exploraba con el valiente ojo de su pensamiento infatigable los problemas de la vida, había llegado tarde. En el espíritu de la Nela estaba ya petrificado lo que podremos llamar su filosofía, hechura de ella misma, un no sé qué de paganismo y de sentimentalismo, mezclados y confundidos. Debemos añadir que María, a pesar de vivir tan fuera del elemento común en que todos vivimos, mostraba casi siempre buen sentido y sabía apreciar sesudamente las cosas de la vida, como se ha visto en los consejos que daba a Celipín. La grandísima valía de su alma explica esto.

     La más notable tendencia de su espíritu era la que la impulsaba con secreta pasión a amar la hermosura física, donde quiera que se encontrase. No hay nada más natural, tratándose de un ser criado en soledad profunda bajo el punto de vista de la sociedad y de la ciencia, y en comunicación abierta y constante, en trato familiar, digámoslo así, con la Naturaleza, poblada de bellezas imponentes o graciosas, llena de luz y colores, de murmullos elocuentes y de formas diversas. Pero Marianela había mezclado con su admiración el culto, y siguiendo una ley, propia también del estado primitivo, había personificado todas las bellezas que adoraba en una sola, ideal y con forma humana. Esta belleza era la Virgen María, adquisición hecha por ella en los dominios del Evangelio, que tan imperfectamente poseía. La Virgen María no habría sido para ella el ideal más querido, si a sus perfecciones morales no reuniera todas las hermosuras, guapezas y donaires del orden físico, si no tuviera una cara noblemente hechicera y seductora, un semblante humano y divino al mismo tiempo, que a ella le parecía resumen y cifra de toda la luz del mundo, de toda la melancolía y paz sabrosa de la noche, de la música de los arroyos, de la gracia y elegancia de todas las flores, de la frescura del rocío, de los suaves quejidos del viento, de la inmaculada nieve de las montañas, del cariñoso mirar de las estrellas y de la pomposa majestad de las nubes cuando gravemente discurren por la inmensidad del cielo.

     La persona de Dios representábasele terrible y ceñuda, más propia para infundir respeto que cariño. Todo lo bueno venía de la Virgen María, y a la Virgen debía pedirse todo lo que han menester las criaturas. Dios reñía y ella sonreía. Dios castigaba y ella perdonaba. No es esta última idea tan rara para que llame la atención. Casi rige en absoluto a las clases menesterosas y rurales de nuestro país.

     También es común en éstas, cuando se junta un gran abandono a una gran fantasía, la fusión que hacía la Nela entre las bellezas de la Naturaleza y aquella figura encantadora que resume en sí casi todos los elementos estéticos de la idea cristiana. Si a la soledad en que vivía la Nela hubieran llegado menos nociones cristianas de las que llegaron; si su apartamiento del foco de ideas hubiera sido absoluto, su paganismo habría sido entonces completo habría adorado la Luna, los bosques, el fuego, los arroyos, el sol.

     Esta era la Nela que se crió en Socartes, y así llegó a los quince años. Desde esta fecha su amistad con Pablo y sus frecuentes coloquios con quien poseía tantas y tan buenas nociones, modificaron algo su modo de pensar; pero la base de sus ideas no sufrió alteración. Continuaba dando a la hermosura física cierta soberanía augusta; seguía llena de supersticiones y adorando en la Santísima Virgen como un compendio de todas las bellezas naturales; haciendo de esta persona la ley moral, y rematando su sistema con las más extrañas ideas respecto a la muerte y la vida futura.

     Encerrándose en sus conchas, Marianela habló así:

     -Madre de Dios y mía, ¿por qué no me hiciste hermosa? ¿Por qué cuando mi madre me tuvo no me miraste desde arriba?... Mientras más me miro más fea me encuentro. ¿Para qué estoy yo en el mundo?, ¿para qué sirvo?, ¿a quién puedo interesar?, a uno solo, Señora y madre mía, a uno solo que me quiere porque no me ve. ¿Qué será de mí cuando me vea y deje de quererme?... porque ¿cómo es posible que me quiera viendo este cuerpo chico, esta figurilla de pájaro, esta tez pecosa, esta boca sin gracia, esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona mía que no sirve sino para que todo el mundo le dé con el pie. ¿Quién es la Nela? Nadie. La Nela sólo es algo para el ciego. Si sus ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me ve, caigo muerta... Él es el único para quien la Nela no es menos que los gatos y los perros. Me quiere como quieren los novios a sus novias, como Dios manda que se quieran las personas... Señora madre mía, ya que vas a hacer el milagro de darle vista, hazme hermosa a mí o mátame, porque para nada estoy en el mundo. Yo no soy nada ni nadie más que para uno solo... ¿Siento yo que recobre la vista? No, eso no, eso no. Yo quiero que vea. Daré mis ojos porque él vea con los suyos; daré mi vida toda. Yo quiero que D. Teodoro haga el milagro que dicen. ¡Benditos sean los hombres sabios! Lo que no quiero es que mi amo me vea, no. Antes que consentir que me vea, ¡Madre mía!, me enterraré viva; me arrojaré al río... Sí, sí; que se trague la tierra mi fealdad. Yo no debía haber nacido...

     Y luego, dando una vuelta en la cesta, proseguía:

     -Mi corazón es todo para él. Este cieguito que ha tenido el antojo de quererme mucho, es para mí lo primero del mundo después de la Virgen María. ¡Oh! ¡Si yo fuese grande y hermosa; si tuviera el talle, la cara y el tamaño... sobre todo el tamaño de otras mujeres; si yo pudiese llegar a ser señora y componerme!... ¡Ay!, entonces mi mayor delicia sería que sus ojos se recrearan en mí... Si yo fuera como las demás, siquiera como Mariuca... ¡qué pronto buscaría el modo de instruirme, de afinarme, de ser una señora!... ¡Oh! ¡Madre y reina mía, lo único que tengo me lo vas a quitar!... ¿Para qué permitiste que le quisiera yo y que él me quisiera a mí? Esto no debió ser así:

     Y derramando lágrimas y cruzando los brazos, añadió medio vencida por el sueño:

     -¡Ay! ¡Cuánto te quiero, niño de mi alma! Quiéreme mucho, a la Nela, a la pobre Nela que no es nada... Quiéreme mucho... Déjame darte un beso en tu preciosísima cabeza... pero no abras los ojos, no me mires... ciérralos, así, así.
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- XIV -

De cómo la Virgen María se apareció a la Nela

     Los pensamientos que huyen cuando somos vencidos por el sueño, suelen quedarse en acecho para volver a ocuparnos bruscamente cuando despertamos. Así ocurrió a Mariquilla, que habiéndose quedado dormida con los pensamientos más raros acerca de la Virgen María, del ciego, y de su propia fealdad, que ella deseaba ver trocada en pasmosa hermosura, con ellos mismos despertó cuando los gritos de la Señana la arrancaron de entre sus cestas. Desde que abrió los ojos, la Nela hizo su oración de costumbre a la Virgen María; pero aquel día la oración fue una retahíla compuesta de la retahíla ordinaria de las oraciones y de algunas piezas de su propia invención, resultando un discurso que si se escribiera habría de ser curioso. Entre otras cosas, la Nela dijo:

     Anoche te me has aparecido en sueños, Señora, y me prometiste que hoy me consolarías. Estoy despierta y me parece que todavía te estoy mirando y que tengo delante tu cara, más linda que todas las cosas guapas y hermosas que hay en el mundo.

     Al decir esto, la Nela revolvía sus ojos con desvarío en derredor de sí... Observándose a sí misma de la manera vaga que podía hacerlo, pensó de este modo: -A mí me pasa algo.

     -¿Qué tienes, Nela?, ¿qué te pasa, chiquilla? -le dijo la Señana, notando que la muchacha miraba con atónitos ojos a un punto fijo del espacio-. ¿Estás viendo visiones, marmota?

     La Nela no respondió porque estaba su espíritu ocupado en platicar consigo mismo, diciéndose:

     -¿Qué es lo que yo tengo?... No puede ser maleficio, porque lo que tengo dentro de mí no es la figura feísima y negra del demonio malo, sino una cosa celestial, una cara, una sonrisa y un modo de mirar que, o yo estoy tonta, o son de la misma Virgen María en persona. Señora y madre mía, ¿será verdad que hoy vas a consolarme?... ¿Y cómo me vas a consolar? ¿Qué te he pedido anoche?

     -¡Eh!... chiquilla -gritó la Señana con voz desapacible, como el más destemplado sonido que puede oírse en el mundo-. Ven a lavarte esa cara de perro.

     La Nela corrió. Había sentido en su espíritu un sacudimiento como el que produce la repentina invasión de una gran esperanza. Mirose en la trémula superficie del agua, y al instante sintió que su corazón se oprimía.

     -Nada... -murmuró- tan feíta como siempre. La misma figura de niña con alma y años de mujer.

     Después de lavarse, sobrecogiéronla las mismas extrañas sensaciones que había experimentado antes, al modo de congojas placenteras. Marianela, a pesar de su escasa experiencia, tuvo tino para clasificar aquellas sensaciones en el orden de los presentimientos.

     -Pablo y yo -pensó- hemos hablado de lo que se siente cuando va a venir una cosa alegre o triste. Pablo me ha dicho también que poco antes de los temblores de tierra se siente una cosa particular, y las personas sienten una cosa particular... y los animales sienten también una cosa particular... ¿Irá a temblar la tierra?

     Arrodillándose tentó el suelo.

     -No sé... pero algo va a pasar. Que es una cosa buena no puedo dudarlo... La Virgen me dijo anoche que hoy me consolaría... ¿Qué es lo que tengo?... ¿Esa Señora celestial anda alrededor de mí? No la veo, pero la siento, está detrás, está delante.

     Pasó por junto a las máquinas de lavado en dirección al plano inclinado y miraba con despavoridos ojos a todas partes. No veía más que las figuras de barro crudo que se agitaban con gresca infernal en medio del áspero bullicio de las cribas cilíndricas, pulverizando el agua y humedeciendo el polvo. Más adelante, cuando se vio sola, se detuvo, y poniéndose el dedo en la frente y clavando los ojos en el suelo con la vaguedad que imprime a aquel sentido la duda, se hizo esta pregunta:

     -¿Pero yo estoy alegre o estoy triste?»

     Miró después al cielo, admirándose de hallarlo lo mismo que todos los días (y era aquél de los más hermosos) y avivó el paso para llegar pronto a Aldeacorba de Suso. En vez de seguir la cañada de las minas para subir por la escalera de palo, se apartó de la hondonada por el regato que hay junto al plano inclinado, con objeto de subir a las praderas y marchar después derecha y por camino llano a Aldeacorba. Este camino era más bonito y por eso lo prefería casi siempre. Había callejas pobladas de graciosas y aromáticas flores, en cuya multitud pastaban rebaños de abejas y mariposas; había grandes zarzales llenos del negro fruto que tanto apetecen los chicos; había grupos de guinderos, en cuyos troncos se columpiaban las madreselvas, y había también corpulentas encinas, grandes, anchas, redondas, hermosas, oscuras, que parece se recreaban contemplando su propia sombra.

     La Nela seguía andando despacio, inquieta de lo que en sí misma pasaba y de la angustia deliciosa que la embargaba. Su imaginación fecunda supo al fin hallar la fórmula más propia para expresar aquella obsesión, y recordando haber oído decir: Fulano o Zutano tiene los demonios en el cuerpo, ella dijo: -«Yo tengo los ángeles en el cuerpo... Virgen María, tú estás hoy conmigo. Esto que siento son las carcajadas de tus ángeles que juegan dentro de mí. Tú no estás lejos, te veo y no te veo, como cuando vemos con los ojos cerrados».

     La Nela cerraba los ojos y los volvía a abrir. Habiendo pasado junto a un bosque, dobló el ángulo del camino para llegar a un sitio donde se extendía un gran bardo de zarzas, las más frondosas, las más bonitas y crecidas de todo aquel país. También se veían lozanos helechos, madreselvas, parras vírgenes y otras plantas de arrimo, que se sostenían unas a otras por no haber allí grandes troncos. La Nela sintió que las ramas se agitaban a su derecha; miró... ¡Cielos divinos! Allí estaba dentro de un marco de verdura la Virgen María Inmaculada, con su propia cara, sus propios ojos, que al mirar ponían en sí mismos toda la hermosura del cielo. La Nela se quedó muda, petrificada, y con una sensación que era al mismo tiempo el fervor y el espanto. No pudo dar un paso, ni gritar, ni moverse, ni respirar, ni apartar sus ojos de aquella aparición maravillosa.

     Había aparecido entre el follaje, mostrando completamente todo su busto y cara. Era, sí, la auténtica imagen de aquella escogida doncella de Nazareth, cuya perfección moral han tratado de expresar por medio de la forma pictórica los artistas de diez y ocho siglos, desde San Lucas hasta los contemporáneos. La humanidad ha visto esta sacra persona con distintos ojos, ora con los de Alberto Dürer, ora con los de Rafael Sanzio, o bien con los de Van Eick  o Bartolomé Murillo. Aquella que a la Nela se apareció era según el modo Rafaelesco, que es el más sobresaliente de todos, si se atiende a que la perfección de la belleza humana se acerca más que ningún otro recursoartístico a la expresión de la divinidad. El óvalo de su cara era menos angosto que el del tipo sevillano, ofreciendo la graciosa redondez del tipo itálico. Sus ojos de admirables proporciones, eran la misma serenidad unida a la gracia, a la armonía, con un mirar tan distinto de la frialdad como del extremado relampagueo de los ojos andaluces. Sus cejas eran delicada hechura del más fino pincel y trazaban un arco sutil y delicioso. En su frente no se concebían el ceño del enfado ni las sombras de la tristeza, y sus labios un poco gruesos, dejaban ver al sonreír los más preciosos dientes que han mordido manzana del Paraíso. Sin querer hemos ido a parar a nuestra madre Eva, cuando tan lejos está la que dio el triunfo a la serpiente de la que aplastó su cabeza; pero la consideración de las distintas maneras de la belleza humana conduce a estos y a otros más lamentables contrasentidos. Para concluir el imperfecto retrato de aquella visión divina que dejó desconcertada y como muerta a la pobre Nela, diremos que su tez era de ese color de rosa tostado, o más bien moreno encendido que forma como un rubor delicioso en el rostro de aquellas divinas imágenes, ante las cuales se extasían lo mismo los siglos devotos que los impíos.]

     Pasado el primer instante de estupor, lo que primero fue observado por Marianela, causándole gran confusión, fue que la bella Virgen tenía una corbata azul en su garganta, adorno que ella no había visto jamás en las Vírgenes soñadas ni en las pintadas. Inmediatamente observó también que los hombros y el pecho de la divina mujer se cubrían con un vestido, en el cual todo era semejante a los que usan las mujeres del día. Pero lo que más turbó y desconcertó a la pobre muchacha fue ver que la gentil imagen estaba cogiendo moras de zarza... y comiéndoselas.

     Empezaba a hacer los juicios a que daba ocasión esta extraña conducta de la Virgen, cuando oyó una voz varonil y chillona que decía:

     -¡Florentina, Florentina!

     -Aquí estoy, papá; aquí estoy comiendo moras silvestres.

     -¡Dale!... ¿Y qué gusto le encuentras a las moras silvestres?... ¡Caprichosa!... ¿no te he dicho que eso es más propio de los chicuelos holgazanes del campo que de una señorita criada en la buena sociedad?... criada en la buena sociedad?

     La Nela vio acercarse con grave paso al que esto decía. Era un hombre de edad madura, ] mediano de cuerpo, algo rechoncho, de cara arrebolada y que parecía echar de sí rayos de satisfacción como el sol los echa de luz; pequeño de piernas, un poco largo de nariz, y magnificado con varios objetos decorativos, entre los cuales descollaba una gran cadena de reloj y un fino sombrero de fieltro de alas anchas.

     -Vamos, mujer -dijo cariñosamente el señor D. Manuel Penáguilas, pues no era otro-, las personas decentes no comen moras silvestres ni dan esos brincos. ¿Ves?, te has estropeado el vestido... no lo digo por el vestido, que así como se te compró ese, se te comprará otro... dígolo porque la gente que te vea podrá creer que no tienes más ropa que la puesta.

     La Nela, que comenzaba a ver claro, observó los vestidos de la señorita de Penáguilas. Eran buenos y ricos; pero su figura expresaba a maravilla la transición no muy lenta del estado de aldeana al de señorita rica. Todo su atavío, desde el calzado a la peineta, era de señorita de pueblo en día del santo patrono titular. Mas eran tales y tan supinos los encantos naturales de Florentina, que ningún accidente comprendido en las convencionales reglas de la elegancia podía oscurecerlos. No ] podía negarse, sin embargo, que su encantadora persona estaba pidiendo a gritos una rústica saya, un cabello en trenzas y al desgaire, con aderezo de amapolas, un talle en justillo, una sarta de corales, en suma, lo que el pudor y el instinto de presunción hubieran ideado por sí, sin mezcla de ninguna invención cortesana.

     Cuando la señorita se apartaba del zarzal, D. Manuel acertó a ver a la Nela a punto que esta había caído completamente de su burro, y dirigiéndose a ella, gritó:

     -¡Oh!... ¿aquí estás tú?... Mira, Florentina, esta es la Nela... recordarás que te hablé de ella. Es la que acompaña a tu primito... a tu primito. ¿Y qué tal te va por estos barrios?...

     -Bien, Sr. D. Manuel. ¿Y usted, cómo está? -repuso Mariquilla, sin apartar los ojos de Florentina.

     -Yo tan campante, ya ves tú. Esta es mi hija. ¿Qué te parece?

     Florentina corría detrás de una mariposa.

     -Hija mía, ¿a dónde vas?, ¿qué es eso? -dijo el padre, visiblemente contrariado-. ¿Te parece bien que corras de ese modo detrás de un insecto como los chiquillos vagabundos?... Mucha formalidad, hija mía. Las señoritas criadas entre la buena sociedad no hacen eso... no hacen eso...

     D. Manuel tenía la costumbre de repetir la última frase de sus párrafos o discursos.

     -No se enfade usted, papá -repitió la joven, regresando después de su expedición infructuosa hasta ponerse al amparo de las alas del sombrero paterno-. Ya sabe usted que me gusta mucho el campo y que me vuelvo loca cuando veo árboles, flores, praderas. Como en aquella triste tierra de Campó donde vivimos no hay nada de esto...

     -¡Oh! No hables mal de Santa Irene de Campó, una villa ilustrada, donde se encuentran hoy muchas comodidades y una sociedad distinguida. También han llegado allá los adelantos de la civilización... de la civilización. Andando a mi lado juiciosamente puedes admirar la Naturaleza; yo también la admiro sin hacer cabriolas como los volatineros. A las personas educadas entre una sociedad escogida se las conoce sólo por el modo de andar y por el modo de contemplar los objetos todos. Eso de estar diciendo a cada instante: «¡ah!, ¡oh!... ¡qué bonito!... ¡Mire usted, papá!», señalando a un helecho, a un roble, a una piedra, a un espino, a un chorro de agua, no es cosa de muy buen gusto... Creerán que te has criado en algún desierto... Con que anda a mi lado... La Nela nos dirá por dónde volveremos a casa, porque a la verdad, yo no sé dónde estamos.

     -Tirando a la izquierda por detrás de aquella casa vieja -dijo la Nela- se llega muy pronto... Pero aquí viene el Sr. D. Francisco.

     En efecto, apareció D. Francisco gritando:

     -Que se enfría el chocolate...

     -Qué quieres, hombre... Mi hija estaba tan deseosa de retozar por el campo, que no ha querido esperar, y aquí nos tienes de mata en mata como cabritillos... de mata en mata como cabritillos.

     -A casa, a casa. Ven tú también, Nela, para que tomes chocolate -dijo Penáguilas, poniendo su mano sobre la cabeza de la vagabunda-. ¿Qué te parece mi sobrina?... Vaya que es guapa... Florentina, después que toméis chocolate, la Nela os llevará a pasear a entrambos, a Pablo y a ti, y verás todas las hermosuras del país, las minas, el bosque, el río...

     Florentina dirigió una mirada cariñosa a la infeliz criatura, que a su lado parecía hecha expresamente por la Naturaleza para hacer resaltar más la perfección y magistral belleza de algunas de sus obras.

     Al llegar a la casa esperábalos la mesa con las jícaras donde aún hervía el espeso licor guayaquileño y un montoncillo de rebanadas de pan. También estaba en expectativa la mantequilla, puesta entre hojas de helechos, sin que faltaran algunas pastas y golosinas. Los vasos transparente y fresca agua reproducían en su convexo cristal estas bellezas gastronómicas, agrandándolas.

     -Hagamos algo por la vida -dijo D. Francisco, sentándose.

     -Nela -indicó Pablo- tú también tomarás chocolate.

     No lo había dicho, cuando Florentina ofreció a Marianela el jicarón con todo lo demás que en la mesa había. Resistíase a aceptar el convite; mas con tanta bondad y con tan graciosa llaneza insistió la señorita de Penáguilas, que no hubo más que decir. Miraba de reojo D. Manuel a su hija, cual si no se hallara completamente satisfecho de los progresos de ella en el arte de la buena educación, porque una de las partes principales de esta consistía, según él, en una fina apreciación de los grados de urbanidad con que debía obsequiarse a las diferentes personas según su posición, no dando a ninguna ni más ni menos de lo que le correspondía con arreglo al fuero social; y de este modo quedaban todos en su lugar y la propia dignidad se sublimaba, conservándose en el justo medio de la cortesía, el cual estriba en no ensoberbecerse demasiado delante de los ricos, ni humillarse demasiado delante de los pobres... ni humillarse demasiado delante de los pobres...

     Luego que fue tomado el chocolate, don Francisco dijo:

     -Váyase fuera toda la gente menuda. Hijo mío, hoy es el último día que D. Teodoro te permite salir fuera de casa. Los tres pueden ir a paseo, mientras mi hermano y yo vamos a echar un vistazo al ganado... Pájaros, a volar.

     No necesitaron que se les rogara mucho. Convidados de la hermosura del día, volaron los jóvenes al campo.
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- XV -

Los tres

     Estaba la señorita de pueblo muy gozosa en medio de las risueñas praderas sin la enojosa traba de las pragmáticas sociales de su señor padre, y así, en cuanto se vio a regular distancia de la casa, empezó a correr alegremente y a suspenderse de las ramas de los árboles que a su alcance estaban, para balancearse ligeramente en ellas. Tocaba con las yemas de sus dedos las moras silvestres, y cuando las hallaba maduras cogía tres, una para cada boca.

     -Esta para ti, primito -decía poniéndosela en la boca- y esta para ti, Nela. Dejaré para mí la más chica.

     Al ver cruzar los pájaros a su lado no podía resistir movimientos semejantes a una graciosa pretensión de volar, y decía: «¿A dónde irán ahora esos bribones?» De todos los robles cogía una rama y abriendo la bellota para ver lo que había dentro, la mordía, y al sentir su amargor, arrojábala lejos. Un botánico atacado del delirio de las clasificaciones no hubiera coleccionado con tanto afán como ella todas las flores bonitas que le salían al paso, dándole la bienvenida desde el suelo con sus carillas de fiesta. Con lo recolectado en media hora adornó todos los ojales de la americana de su primo, los cabellos de la Nela, y por último, sus propios cabellos.

     -A la primita -dijo Pablo- le gustará ver las minas. Nela, ¿no te parece que bajemos?

     -Sí, bajemos... Por aquí, señorita.

     -Pero no me hagan pasar por túneles, que me da mucho miedo. Eso sí que no lo consiento -dijo Florentina, siguiéndoles-. Primo, ¿tú y la Nela paseáis mucho por aquí?... Esto es precioso. Aquí viviría yo toda mi vida... ¡Bendito sea el hombre que te va a dar la facultad de gozar de todas estas preciosidades!

     -¡Dios lo quiera! Mucho más hermosas me parecerán a mí, que jamás las he visto, que a vosotras que estáis saciadas de verlas... No creas tú, Florentina, que yo no comprendo las bellezas; las siento en mí de tal modo, que casi, casi suplo con mi pensamiento la falta de la vista.

     -Eso sí que es admirable... Por más que digas -replicó Florentina- siempre te resultarán algunos buenos chascos cuando abras los ojos.

     -Podrá ser -dijo el ciego, que aquel día estaba muy lacónico.

     La Nela no estaba lacónica sino muda.

     Cuando se acercaron a la concavidad de la Terrible, Florentina admiró el espectáculo sorprendente que ofrecían las rocas cretáceas, subsistentes en medio del terreno después de arrancado el mineral. Comparolo a grandes grupos de bollos, pegados unos a otros por el azúcar; después de mirarlo mucho por segunda vez, comparolo a una gran escultura de perros y gatos que se habían quedado convertidos en piedra en el momento más crítico de una encarnizada reyerta.

     -Sentémonos en esta ladera -dijo- y veremos pasar los trenes con mineral, y además veremos esto que es muy curioso. Aquella piedra grande que está en medio tiene su gran boca, ¿no la ves, Nela?, y en la boca tiene un palillo de dientes; es una planta que se ha nacido sola. Parece que se ríe mirándonos, porque también tiene ojos; y más allá hay una con joroba, y otra que fuma en pipa, y dos que se están tirando de los pelos, y una que bosteza, y otra que duerme la mona, y otra que está boca abajo sosteniendo con los pies una catedral, y otra que empieza en guitarra y acaba en cabeza de perro, con una cafetera por gorro.

     -Todo eso que dices, primita -observó el ciego- me prueba que con los ojos se ven muchos disparates, lo cual indica que ese órgano tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfiguradas, cambiando los objetos de su natural forma en otra postiza y fingida; pues en lo que tienes delante de ti no hay confituras, ni gatos, ni hombres, ni palillos de dientes, ni catedrales, ni borrachos, ni cafeteras, sino simplemente rocas cretáceas y masas de tierra caliza embadurnadas con óxido de hierro. De la cosa más sencilla hacen tus ojos un berenjenal.

     -Tienes razón, primo. Por eso digo yo que nuestra imaginación es la que ve y no los ojos. Sin embargo, éstos sirven para enterarnos de algunas cositas que los pobres no tienen y que nosotros podemos darles.

     Diciendo esto tocaba el vestido de la Nela.

     -¿Por qué esta bendita Nela no tiene un traje mejor? -añadió la señorita de Penáguilas-. Yo tengo varios y le voy a dar uno, y además otro, que será nuevo.

     Avergonzada y confusa, Marianela no alzaba los ojos.

     -Es cosa que no comprendo... ¡que algunos tengan tanto y otros tan poco!... Me enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo. ¿Cómo se llaman esos tipos, Pablo?

     -Esos serán los socialistas, los comunistas -replicó el joven sonriendo.

     -Pues esa es mi gente. Soy partidaria de que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de sobra... ¿Por qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y yo no?... Ni aun se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos... Yo sé que la Nela es muy buena, me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también tu padre... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿Cómo se consiente que haya tanta y tanta desgracia? A mí me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!... ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!... Se me parte el corazón de pensarlo.

     Marianela estaba atónita y petrificada de asombro, lo mismo que en el primer instante de la aparición. Antes había visto a la Virgen Santísima, ahora la escuchaba.

     -Mira tú, huerfanilla -añadió la Inmaculada- y tú, Pablo, óyeme bien: yo quiero socorrer a la Nela, no como se socorre a los pobres que se encuentran en un camino, sino como se socorrería a un hermano que nos halláramos de manos a boca... ¿No dices tú que ella ha sido tu mejor compañera, tu lazarillo, tu guía en las tinieblas? ¿No dices que has visto con sus ojos y has andado con sus pasos? Pues la Nela me pertenece; yo me entiendo con ella. Yo me encargo de vestirla, de darle todo lo que una persona necesita para vivir decentemente, y le enseñaré mil cosas para que sea útil en una casa. Mi padre dice que quizás, quizás me tenga que quedar a vivir aquí para siempre. Si es así, la Nela vivirá conmigo; conmigo aprenderá a leer, a rezar, a coser, a guisar; aprenderá tantas cosas, que será como yo misma. ¿Qué pensáis?, pues sí, y entonces no será la Nela, sino una señorita. En esto no me contrariará mi padre. Además, anoche me ha dicho: «Florentinilla, quizás, quizás dentro de poco, no mandaré yo en ti; obedecerás a otro dueño...» Sea lo que Dios quiera, tomo a  la Nela por mi amiga. ¿Me querrás mucho?... Como has estado tan desamparada, como vives lo mismo que las flores de los campos, tal vez no sepas ni siquiera agradecer; pero yo te lo he de enseñar... ¡te he de enseñar tantas cosas!...

     Marianela, que mientras oía tan nobles palabras había estado resistiendo con mucho trabajo los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y después de hacer pucheros durante un minuto, rompió en lágrimas. El ciego, profundamente pensativo, callaba.

     -Florentina -dijo al fin- tu lenguaje no se parece al de la mayoría de las personas. Tu bondad es enorme y entusiasta como la que ha llenado de mártires la tierra y poblado de santos el cielo.

     -¡Qué exageración! -dijo Florentina riendo.

     Poco después de esto la señorita se levantó para coger una flor que desde lejos había llamado su atención.

     -¿Se fue? -preguntó Pablo.

     -Sí -replicó la Nela, enjugando sus lágrimas.

     -¿Sabes una cosa, Nela?... Se me figura que mi prima ha de ser algo bonita. Cuando llegó anoche a las diez... sentí hacia ella grandísima antipatía... No puedes figurarte cuánto me repugnaba. Ahora se me antoja, sí, se me antoja que debe ser algo bonita.

     La Nela volvió a llorar.

     -¡Es como los ángeles! -exclamó entre un mar de lágrimas-. Es como si acabara de bajar del cielo. En ella cuerpo y alma son como los de la Santísima Virgen María.

     -¡Oh!, no exageres -dijo Pablo con inquietud-. No puede ser tan hermosa como dices... ¿Crees que yo, sin ojos, no comprendo dónde está la hermosura y dónde no?

     -No, no; no puedes comprender... ¡qué equivocado estás!

     -Sí, sí... no puede ser tan hermosa -manifestó el ciego, poniéndose pálido y revelando la mayor angustia-. Nela, amiga de mi corazón; ¿no sabes lo que mi padre me ha dicho anoche?... Que si recobro la vista me casaré con Florentina.

     La Nela no respondió nada. Sus lágrimas silenciosas corrían sin cesar, resbalando por su tostado rostro y goteando sobre sus manos. Pero ni aun por su amargo llanto podían conocerse las dimensiones de su dolor. Sólo ella sabía que era infinito.

     -Ya sé por qué lloras tanto -dijo el ciego estrechando las manos de su compañera-. Mi padre no se empeñará en imponerme lo que es contrario a mi voluntad. Para mí no hay más mujer que tú en el mundo. Cuando mis ojos vean, si ven, no habrá para ellos otra hermosura más que la tuya celestial; todo lo demás será sombras y cosas lejanas que no fijarán mi atención. ¿Cómo es el semblante humano, Dios mío? ¿De qué modo se retrata el alma en las caras? Si la luz no sirve para enseñarnos lo real de nuestro pensamiento, ¿para qué sirve? Lo que es y lo que se siente, ¿no son una misma cosa? La forma y la idea ¿no son como el calor y el fuego? ¿Pueden separarse? ¿Puedes dejar tú de ser para mí el más hermoso, el más amado de todos los seres de la tierra cuando yo me haga dueño de los inmensos dominios de la forma?

     Florentina volvió. Hablaron algo más; pero después de lo que hemos escrito, nada de cuanto dijeron es digno de ser transmitido al lector.
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- XVI -

La promesa

     En los siguientes días no pasó nada; mas vino uno en el cual ocurrió un hecho asombroso, capital, culminante. Teodoro Golfín, aquel artífice sublime en cuyas manos el cuchillo del cirujano era el cincel del genio, había emprendido la corrección de una delicada hechura de la Naturaleza. Intrépido y sereno, había entrado con su ciencia y su experiencia en el maravilloso recinto cuya construcción es compendio y abreviado resumen de la inmensa arquitectura del Universo. Era preciso hacer frente a los más grandes misterios de la vida, interrogarlos y explorar las causas que impedían a los ojos de un hombre el conocimiento de la realidad visible.

     Para esto había que trabajar con ánimo resuelto, rompiendo uno de los más delicados organismos, la córnea; apoderarse del cristalinoy echarlo fuera, respetando la hialoides y tratando con la mayor consideración al humor vítreo; ensanchar por medio de un corte las dimensiones de la pupila, y examinar por inducción o por medio de la catóptrica el estado de la cámara posterior.

     Pocas palabras siguieron a esta atrevida expedición por el interior de un mundo microscópico, empresa no menos colosal que la medida de las distancias de los astros en las infinitas magnitudes del espacio. Mudos y espantados estaban los individuos de la familia que el caso presenciaban. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo no se está de otro modo. Pero Golfín no decía nada concreto, sus palabras eran:

     -Contractibilidad de la pupila... retina sensible... algo de estado pigmentario... nervios llenos de vida.

     Pero el fenómeno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visión, ¿dónde estaba?

     -A su tiempo se sabrá -dijo Teodoro, empezando la delicada operación del vendaje-. Paciencia.

     Y su fisonomía de león no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como otros muchos que son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada.

     El paciente fue incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia podía verle.

     Iba la Nela a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada, aguardando allí hasta que salieran el Sr. D. Manuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa. La señorita, después de darle prolijas noticias y de pintar la ansiedad en que estaba toda la familia, solía pasear un poco con ella. Un día quiso Florentina que Marianela le enseñara su casa, y bajaron a la morada de Centeno, cuyo interior causó no poco disgusto y repugnancia a la señorita, mayormente cuando vio las cestas que a la huérfana servían de cama.

     -Pronto ha de venir la Nela a vivir conmigo -dijo Florentina, saliendo a toda prisa de aquella caverna-, y entonces tendrá una cama como la mía y vestirá y comerá lo mismo que yo.

     Absorta se quedó al oír estas palabras la señora de Centeno, así como la Mariuca y la Pepina, y no les ocurrió sino que a la miserable huérfana abandonada le había salido algún padre rey o príncipe, como se contaba en los cuentos y romances.

     Cuando estuvieron solas Florentina dijo a María:

     -Ruégale a Dios de día y de noche que conceda a mi querido primo ese don que nosotros poseemos y de que él ha carecido. ¡En qué ansiedad tan grande vivimos! Con su vista vendrán mil felicidades y se remediarán muchos males. Yo he hecho a la Virgen una promesa sagrada: he prometido que si da la vista a mi primo he de recoger al pobre más pobre que encuentre, dándole todo lo necesario para que pueda olvidar completamente su pobreza, haciéndole enteramente igual a mí por las comodidades y el bienestar de la vida. Para esto no basta vestir a una persona, ni sentarla delante de una mesa donde haya sopa y carne. Es preciso ofrecerle también aquella limosna que vale más que todos los mendrugos y que todos los trapos imaginables, y es la consideración, la dignidad, el nombre. Yo daré a mi pobre estas cosas, infundiéndole el respeto y la estimación de sí mismo. Ya he escogido a mi pobre, María; mi pobre eres tú. Con todas las voces de mi alma le he dicho a la Santísima Virgen que si devuelve la vista a mi primo, haré de ti una hermana: serás en mi casa lo mismo que soy yo, serás mi hermana.

     Diciendo esto la Virgen estrechó con amor entre sus brazos la cabeza de la Nela y diole un beso en la frente.

     Es absolutamente imposible describir los sentimientos de la vagabunda en aquella culminante hora de su vida. Un horror instintivo la alejaba de la casa de Aldeacorba, horror con el cual se confundía la imagen de la señorita de Penáguilas, como las figuras que se nos presentan en una pesadilla; y al mismo tiempo sentía nacer en su alma admiración y simpatía considerables hacia aquella misma persona... A veces creía con pueril inocencia que era la Virgen María en esencia y presencia. De tal modo comprendía su bondad que creía estar viendo, como el interior de un hermoso paraíso abierto, el alma de Florentina, llena de pureza, de amor, de bondades, de pensamientos discretos y consoladores. La Nela tenía la rectitud suficiente para adoptar y asimilarse al punto la idea de que no podría aborrecer a su improvisada hermana. ¿Cómo aborrecerla, si se sentía impulsada espontáneamente a amarla con todas las energías de su corazón? La aversión, la repulsión eran como un sedimento que al fin de la lucha debía quedar en el fondo para descomponerse al cabo y desaparecer, sirviendo sus elementos para alimentar la admiración y el respeto hacia la misma amiga bienhechora. Pero si desaparecía la aversión, no así el sentimiento que la había causado, el cual, no pudiendo florecer por sí ni manifestarse solo, con el exclusivismo avasallador que es condición propia de tales afectos, prodújole un aplanamiento moral que trajo consigo la más amarga tristeza. En casa de Centeno observaron que la Nela no comía, que parecía más parada que de costumbre, que permanecía en silencio y sin movimiento como una estatua larguísimos ratos, que hacía mucho tiempo que no cantaba de noche ni de día. Su incapacidad para todo había llegado a ser absoluta, y habiéndola mandado Tanasio por tabaco a la Primera de Socartes, sentose en el camino y allí se estuvo todo el día.

     Una mañana, cuando habían pasado ocho días después de la operación, fue a casa del ingeniero jefe, y Sofía le dijo:

     -¡Albricias, Nela! ¿No sabes las noticias que corren? Hoy han levantado la venda a Pablo... Dicen que ve algo, que ya tiene vista... Ulises, el jefe de taller, lo acaba de decir... Teodoro no ha venido aún, pero Carlos ha ido allá; pronto sabremos si es verdad.

     Quedose la Nela al oír esto más muerta que viva, y cruzando las manos exclamó así:

     -¡Bendita sea la Virgen Santísima, que es quien lo ha hecho!... Ella, ella sola es quien lo ha hecho.

     -¿Te alegras?... Ya lo creo: ahora la señorita Florentina cumplirá su promesa -dijo Sofía en tono de mofa-. Mil enhorabuenas a la señora doña Nela... Ahí tienes tú como cuando menos se piensa se acuerda Dios de los pobres. Esto es como una lotería... ¡qué premio gordo, Nelilla!... Y puede que no seas agradecida... no, no lo serás... No he conocido a ningún pobre que tenga agradecimiento. Son soberbios, y mientras más se les da, más quieren... Ya es cosa hecha que Pablo se casará con su prima: es buena pareja; los dos son guapos chicos; y ella no parece tonta... y tiene una cara preciosa, ¡qué lástima de cara y de cuerpo con aquellos vestidos tan horribles!... No, no, si necesito vestirme, no me traigan acá a la modista de Santa Irene de Campó.

     Esto decía cuando entró Carlos. Su rostro resplandecía de júbilo.

     -¡Triunfo completo! -gritó desde la puerta-. Después de Dios, mi hermano Teodoro.

     -¿Es cierto?...

     -Como la luz del día... Yo no lo creí... ¡Pero qué triunfo Sofía! ¡Qué triunfo! No hay para mí gozo mayor que ser hermano de mi hermano... Es el rey de los hombres... Si es lo que digo: después de Dios, Teodoro.
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- XVII -

Fugitiva y meditabunda

     La estupenda y gratísima nueva corrió por todo Socartes. No se hablaba de otra cosa en los hornos, en los talleres, en las máquinas de lavar, en el plano inclinado, en lo profundo de las excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra. Añadíanse interesantes comentarios: que en Aldeacorba se creyó por un momento que don Francisco Penáguilas había perdido la razón; que D. Manuel Penáguilas pensaba celebrar el regocijado suceso dando un banquete a todos cuantos trabajaban en las minas, y finalmente, que D. Teodoro era digno de que todos los ciegos habidos y por haber le pusieran en las niñas de sus ojos.

     La Nela no se atrevía a ir a la casa de Aldeacorba. Una secreta fuerza poderosa la alejaba de ella. Anduvo vagando todo el día  por los alrededores de la mina, contemplando desde lejos la casa de Penáguilas, que le parecía transformada. En su alma se juntaba a un gozo extraordinario una como vergüenza de sí misma; a la exaltación de un afecto noble la insoportable comezón, digámoslo así, del amor propio más susceptible.

     Halló una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto había contribuido a la formación de su carácter, y en la contemplación de las hermosuras de la Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicación de su pensamiento con la divinidad. Las nubes del cielo y las flores de la tierra hacían en su espíritu efecto igual al que hacen en otros la pompa de los altares, la elocuencia de los oradores cristianos y las lecturas de sutiles conceptos místicos. En la soledad del campo pensaba ella y decía mentalmente mil cosas, sin sospechar que eran oraciones.

     Mirando a Aldeacorba, decía:

     -No volveré más allá... Ya acabó todo para mí... Ahora, ¿de qué sirvo yo?

     En su rudeza pudo observar que el conflicto en que estaba su alma provenía de no poder aborrecer a nadie. Por el contrario, érale forzoso amar a todos, al amigo y al enemigo, y así como los abrojos se trocaban en flores bajo la mano milagrosa de una mártir cristiana, la Nela veía que sus celos y su despecho se convertían graciosamente en admiración y gratitud. Lo que no sufría metamorfosis era aquella pasioncilla que antes llamamos vergüenza de sí misma, y que la impulsaba a eliminar su persona de todo lo que pudiera ocurrir en lo sucesivo en Aldeacorba. Era aquello como un aspecto singular del mismo sentimiento que en los seres educados y civilizados se llama amor propio, por más que en ella revistiera los caracteres del desprecio de sí misma; pero la filiación de aquel sentimiento con el que tan grande parte tiene en las acciones del hombre culto, se reconocía en que estaba basado como éste en la dignidad más puntillosa. Si Marianela usara ciertas voces habría dicho:

     -Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto que Dios quiere que sufra esta humillación, sea; pero no he de asistir a mi destronamiento. Dios bendiga a la que por ley natural va a ocupar mi puesto; pero no tengo valor para sentarla yo misma en él.

     No pudiendo expresarse así, su rudeza expresaba la misma idea de este otro modo:

     -No vuelvo más a Aldeacorba... No consentiré que me vea... Huiré con Celipín, o me iré con mi madre. Ahora yo no sirvo para nada.

     Pero mientras esto decía, parecíale muy desconsolador renunciar al divino amparo de aquella celestial Virgen que se le había aparecido en lo más negro de su vida extendiendo su manto para abrigarla. ¡Ver realizado lo que tantas veces había visto en sueños palpitando de gozo, y tener que renunciar a ello!... ¡Sentirse llamada por una voz cariñosa, que le ofrecía amor fraternal, hermosa vivienda, consideración, nombre, bienestar, y no poder acudir a este llamamiento, inundada de gozo, de esperanza, de gratitud!... ¡Rechazar la mano celestial que la sacaba de aquella sentina de degradación y miseria para hacer de la vagabunda una persona, y elevarla de la jerarquía de los animales domésticos a la de los seres más respetados y queridos!...

     -¡Ay! -exclamó clavándose los dedos como garras en el pecho-. No puedo, no puedo... Por nada del mundo me presentaré en Aldeacorba. ¡Virgen de mi alma, ampárame... Madre mía, ven por mí!...

     Al anochecer marchó a su casa. Por el camino encontró a Celipín con un palito en la mano y en la punta del palo la gorra.

     -Nelilla -le dijo el chico- ¿no es verdad que así se pone el Sr. D. Teodoro? Ahora pasaba por la charca de Hinojales y me miré en el agua. ¡Córcholis!, me quedé pasmado, porque me vi con la mesma figura que D. Teodoro Golfín... Cualquier día de esta semanita nos vamos a ser médicos y hombres de provecho... Ya tengo juntado lo que quería. Verás como nadie se ríe del señor Celipín.

     Tres días más estuvo la Nela fugitiva, vagando por los alrededores de las minas, siguiendo el curso del río por sus escabrosas riberas o internándose en el sosegado apartamiento del bosque de Saldeoro. Las noches pasábalas entre sus cestas sin dormir. Una noche dijo tímidamente a su compañero de vivienda:

     -¿Cuándo, Celipín?

     Y Celipín contestó con la gravedad de un expedicionario formal:

     -Mañana.

     Los dos aventureros levantáronse al rayar el día y cada cual fue por su lado: Celipín a su trabajo, la Nela a llevar un recado que le dio Señana para la criada del ingeniero. Al volver encontró dentro de la casa a la señorita Florentina que la esperaba. Quedose María al verla sobrecogida y temerosa, porque adivinó con su instintiva perspicacia, o más bien con lo que el vulgo llama corazonada, el objeto de aquella visita.

     -Nela, querida hermana -dijo la señorita con elocuente cariño-. ¿Qué conducta es la tuya?... ¿Por qué no has parecido por allá en todos estos días?... Ven, Pablo desea verte... ¿No sabes que ya puede decir «quiero ver tal cosa»? ¿No sabes que ya mi primo no es ciego?

     -Ya lo sé -dijo Nela, tomando la mano que la señorita le ofrecía y cubriéndola de besos.

     -Vamos allá, vamos al momento. No hace más que preguntar por la señora Nela. Hoy es preciso que estés allí cuando D. Teodoro le levante la venda... Es la cuarta vez... El día de la primera prueba... ¡qué día!, cuando comprendimos que mi primo había nacido a la luz, casi nos morimos de gozo. La primeracara que vio fue la mía... Vamos.

     María soltó la mano de la Virgen Santísima.

     -¿Te has olvidado de mi promesa sagrada -añadió ésta- o creías que era broma? ¡Ay!, todo me parece poco para demostrar a la Madre de Dios el gran favor que nos ha hecho... Yo quisiera que en estos días nadie estuviera triste en todo lo que abarca el Universo;quisiera poder repartir mi alegría, echándola a todos lados, como echan los labradores el grano cuando siembran; quisiera poder entrar en todas las habitaciones miserables y decir: «ya se acabaron vuestras penas; aquí traigo yo remedio para todos». Esto no es posible, esto sólo puede hacerlo Dios. Ya que mis fuerzas no pueden igualar a mi voluntad, hagamos bien lo poco que podemos hacer... y se acabaron las palabras, Nela. Ahora despídete de esta choza, di adiós a todas las cosas que han acompañado a tu miseria y a tu soledad. También se tiene cariño a la miseria, hija.

     Marianela no dijo adiós a nada, y como en la casa no estaba a la sazón ninguno de sus simpáticos habitantes, no fue preciso detenerse por ellos. Florentina salió llevando de la mano a la que sus nobles sentimientos y su cristiano fervor habían puesto a su lado en el orden de la familia, y la Nela se dejaba llevar sintiéndose incapaz de oponer resistencia. Pensaba ella que una fuerza sobrenatural le tiraba de la mano y que iba fatal y necesariamente conducida, como las almas que los brazos de un ángel trasportan al cielo.

     Aquel día tomaron el camino de Hinojales, que es el mismo donde la vagabunda vio a Florentina por primera vez. Al entrar en la calleja la señorita dijo a su amiga:

     -¿Por qué no has ido a casa? Mi tío decía que tienes modestia y una delicadeza natural que es lástima no haya sido cultivada. ¿Tu delicadeza te impedía venir a reclamar lo que por la misericordia de Dios habías ganado? No hay más sino que tiene razón mi tío... ¡Cómo estaba aquel día el pobre señor!... decía que ya no le importaba nada morirse... ¿Ves tú?, todavía tengo los ojos encarnados de tanto llorar. Es que anoche mi tío, mi padre y yo no dormimos; estuvimos formando proyectos de familia y haciendo castillos en el aire toda la noche... ¿Por qué callas?, ¿por qué no dices nada?... ¿No estás tú también alegre como yo?

     La Nela miró a la señorita, oponiendo débil resistencia a la dulce mano que la conducía.

     -Sigue... ¿qué tienes? Me miras de un modo particular, Nela.

     Así era, en efecto; los ojos de la abandonada, vagando con extravío de uno en otro objeto, tenían al fijarse en la Virgen Santísima el resplandor del espanto.

     -¿Por qué tiembla tu mano? -preguntó la señorita-, ¿estás enferma? Te has puesto más pálida que una muerta y das diente con diente. Si estás enferma yo te curaré, yo misma. Desde hoy tienes quien se interese por ti y te mime y te haga cariños... No seré yo sola, pues Pablo te estima... me lo ha dicho. Los dos te querremos mucho, porque él y yo seremos como uno solo... Desea verte. Figúrate si tendrá curiosidad quien nunca ha visto... pero no creas... como tiene tanto entendimiento y una imaginación que, según parece, le ha anticipado ciertas ideas que no poseen comúnmente los ciegos, desde el primer instante supo distinguir las cosas feas de las bonitas. Un pedazo de lacre encarnado le agradó mucho y un pedazo de carbón le pareció horrible. Admiró la hermosura del cielo y se estremeció con repugnancia al ver una rana. Todo lo que es bello le produce un entusiasmo que parece delirio: todo lo que es feo le causa horror y se pone a temblar como cuando tenemos mucho miedo. Yo no debí parecerle mal, porque exclamó al verme: «¡Ay, prima mía, qué hermosa eres! ¡Bendito sea Dios que me ha dado esta luz con que ahora te siento!»

     La Nela tiró suavemente de la mano de Florentina y soltola después, cayendo al suelo como un cuerpo que pierde súbitamente la vida. Inclinose sobre ella la señorita, y con cariñosa voz le dijo:

     -¿Qué tienes?... ¿Por qué me miras así?

     Clavaba la huérfana sus ojos con terrible fijeza en el rostro de la Virgen Santísima; pero no brillaban, no, con expresión de rencor, sino con una como congoja suplicante, a la manera de la postrer mirada del moribundo que con los ojos pide misericordia a la imagen de Dios, creyéndola Dios mismo.

     -Señora -murmuró la Nela- yo no la aborrezco a usted, no... no la aborrezco... Al contrario, la quiero mucho, la adoro.

     Diciéndolo, tomó el borde del vestido de Florentina, y llevándolo a sus secos labios lo besó ardientemente.

     -¿Y quién puede creer que me aborreces? -dijo la de Penáguilas llena de confusión-. Ya sé que me quieres. Pero me das miedo... levántate.

     -Yo la quiero a usted mucho, la adoro -repitió Marianela besando los pies de la señorita- pero no puedo, no puedo...

     -¿Qué no puedes?... Levántate, por amor de Dios.

     Florentina extendió sus brazos para levantarla; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela levatose de un salto, y poniéndose rápidamente a bastante distancia, exclamó bañada en lágrimas:

     -No puedo, señorita mía, no puedo.

     -¿Qué?... ¡por Dios y la Virgen!... ¿qué te pasa?

     -No puedo ir allá.

     Y señaló la casa de Aldeacorba, cuyo tejado se veía a lo lejos entre los árboles.

     -¿Por qué?

     -La Virgen Santísima lo sabe -replicó la Nela con cierta decisión-. Que la Virgen Santísima la bendiga a usted.

     Haciendo una cruz con los dedos se los besó. Juraba. Florentina dio un paso hacia ella. María comprendiendo aquel movimiento de cariño, corrió velozmente hacia la señorita, y apoyando su cabeza en el seno de ella, murmuró entre gemidos:

     -¡Por Dios!... ¡déme usted un abrazo!

     Florentina la abrazó tiernamente. Entonces, apartándose con un movimiento, o mejor dicho, con un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o niña salvaje subió a un matorral cercano. La yerba parecía que se apartaba para darle paso.

     -Nela, hermana mía -gritó con angustia Florentina.

     -Adiós, niña de mis ojos -dijo la Nela mirándola por última vez.

     Y desapareció entre el ramaje. Florentina sintió el ruido de la yerba, atendiendo a él como atiende el cazador a los pasos de la presa que se le escapa; después todo quedó en silencio y no se oía sino el sordo monólogo de la naturaleza campestre en mitad del día, un rumor que parece el susurro de nuestras propias ideas al extenderse irradiando por lo que nos rodea. Florentina estaba absorta, paralizada, muda, afligidísima, como el que ve desvanecerse la más risueña ilusión de su vida. No sabía qué pensar de aquel suceso, ni su bondad inmensa, que incapacitaba frecuentemente su discernimiento, podía explicárselo.

     Largo rato después hallábase en el mismo sitio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, las mejillas encendidas y los celestiales ojos mojados de llanto, cuando acertó a pasar Teodoro Golfín, que de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso venía. Grande fue el asombro del doctor al ver a la señorita sola y con aquel interesante aparato de pena y desconsuelo, que lejos de mermar su belleza, la acrecentaba.

     -¿Qué tiene la niña? -exclamó con interés muy vivo-. ¿Qué es eso, Florentina?

     -Una cosa terrible, Sr. D. Teodoro -replicó la señorita de Penáguilas, secando sus lágrimas-. Estoy pensando, estoy considerando qué cosas tan malas hay en el mundo.

     -¿Y cuáles son esas cosas malas, señorita?... Donde está usted, ¿puede haber alguna?

     -Cosas perversas; pero entre todas hay una que es la más perversa de todas.

     -¿Cuál?

     -La ingratitud, Sr. Golfín.

     Y mirando tras de la cerca de zarzas y helechos dijo:

     -Por allí se ha escapado.

     Subió a lo más elevado del terreno para alcanzar a ver más lejos.

     -No la distingo por ninguna parte.

     -Ni yo -exclamó riendo el médico-. El señor D. Manuel me ha dicho que se dedica usted a la caza de mariposas. Efectivamente esas pícaras son muy ingratas al no dejarse coger por usted.

     -No es eso... Contaré a usted si va hacia Aldeacorba.

     -No voy, sino que vengo, preciosa señorita; pero porque usted me cuente alguna cosa, cualquiera que sea, volveré con mucho gusto. Volvamos a Aldeacorba: ya soy todo oídos.
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- XVIII -

La Nela se decide a partir

     La Nela estuvo vagando sola todo el día, y por la noche rondó la casa de Aldeacorba, acercándose a ella todo lo que le era posible sin peligro de ser descubierta. Cuando sentía rumor de pasos alejábase prontamente como un ladrón. Bajó a la hondonada de la Terrible, cuyo pavoroso aspecto de cráter le agradaba en aquella ocasión, y después de discurrir por el fondo contemplando los gigantes de piedra que en su recinto se elevaban como personajes congregados en un circo, trepó a uno de ellos para descubrir las luces de Aldeacorba. Allí estaban, brillando en el borde de la mina, sobre la oscuridad del cielo y de la tierra. Después de mirarlas como si nunca en su vida hubiera visto luces, salió de la Terrible y subió hacia la Trascava. Antes de llegar a ella sintió pasos, detúvose, y al poco  rato vio que por el sendero adelante venía con resuelto andar el señor de Celipín. Traía un pequeño lío pendiente de un palo puesto al hombro, y su marcha como su ademán demostraban firme resolución de no parar hasta medir con sus piernas toda la anchura de la tierra.

     -Celipe... ¿a dónde vas? -le preguntó la Nela, deteniéndole.

     -Nela... ¿tú por estos barrios?... Creíamos que estabas en casa de la señorita Florentina, comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas y bebiendo limonada con azucarillos. ¿Qué haces aquí?

     -¿Y tú, a dónde vas?

     -¿Ahora salimos con eso? ¿Para qué me lo preguntas si lo sabes? -replicó el chico, requiriendo el palo y el lío-. Bien sabes que voy a aprender mucho y a ganar dinero... ¿No te dije que esta noche?... pues aquí me tienes, más contento que unas Pascuas, aunque algo triste, cuando pienso lo que padre y madre van a llorar... Mira, Nela, la Virgen Santísima nos ha favorecido esta noche, porque padre y madre empezaron a roncar más pronto que otras veces, y yo, que ya tenía hecho el lío, me subí al ventanillo, y por el ventanillo me eché fuera... ¿Vienes tú o no vienes?

     -Yo también voy -dijo la Nela con un movimiento repentino, asiendo el brazo del intrépido viajero.

     -Tomaremos el tren, y en el tren iremos hasta donde podamos -dijo Celipín con generoso entusiasmo-. Y después pediremos limosna hasta llegar a los Madriles del Rey de España; y una vez que estemos en los Madriles del Rey de España, tú te pondrás a servir en una casa de marqueses y condeses y yo en otra, y así mientras yo estudie tú podrás aprender muchas finuras. ¡Córcholis!, de todo lo que yo vaya aprendiendo te iré enseñando a ti un poquillo, un poquillo nada más, porque las mujeres no necesitan tantas sabidurías como nosotros los señores médicos.

     Antes de que Celipín acabara de hablar, los dos se habían puesto en camino, andando tan a prisa cual si estuvieran viendo ya las torres de los Madriles del Rey de España.

     -Salgámonos del sendero -dijo Celipín, dando pruebas en aquella ocasión de un gran talento práctico- porque si nos ven nos echarán mano y nos darán un buen pie de paliza.

     Pero la Nela soltó la mano de su compañero de aventuras, y sentándose en una piedra, murmuró tristemente:

     -Yo no voy.

     -Nela... ¡qué tonta eres! Tú no tienes como yo un corazón del tamaño de esas peñas de la Terrible -dijo Celipín con fanfarronería-. ¡Recórcholis!, ¿a qué tienes miedo? ¿Por qué no vienes?

     -Yo... ¿para qué?

     -¿No sabes que dijo D. Teodoro que los que nos criamos aquí nos volvemos piedras?... Yo no quiero ser una piedra, yo no.

     -Yo... ¿para qué voy? -dijo la Nela con amargo desconsuelo-. Para ti es tiempo, para mí es tarde.

     La Nela dejó caer la cabeza sobre su pecho y por largo rato permaneció insensible a la seductora verbosidad del futuro Hipócrates. Al ver que iba a franquear el lindero de aquella tierra donde había vivido y donde dormía su madre el eterno sueño, se sintió arrancada de su suelo natural. La hermosura del país, con cuyos accidentes se sentía unida por una especie de parentesco, la escasa felicidad que había gustado en él, la miseria misma, el recuerdo de su amito y de las gratas horas de paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los sentimientos de admiración o de simpatía, de amor o de gratitud que habían florecido en su alma en presencia de aquellas mismas flores, de aquellas mismas nubes, de aquellos árboles frondosos, de aquellas peñas rojas, y como asociados a la belleza, al desarrollo, a la marcha y a la constancia de aquellas mismas partes de la Naturaleza, eran otras tantas raíces morales, cuya violenta tirantez, al ser arrancadas, producíala vivísimo dolor.

     -Yo no me voy -repitió.

     Y Celipín hablaba, hablaba, cual si ya, subiendo milagrosamente hasta el pináculo de su carrera, perteneciese a todas las Academias creadas y por crear.

     -¿Entonces vuelves a casa? -preguntole al ver que su elocuencia era tan inútil como la de aquellos centros oficiales del saber.

     -No.

     -¿Vas a la casa de Aldeacorba?

     -Tampoco.

     -Entonces ¿te vas al pueblo de la señorita Florentina?

     -No, tampoco.

     -Pues entonces ¡córcholis, recórcholis!, ¿a dónde vas?

     La Nela no contestó nada: seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los pedazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que se acababa de caer y romperse.

     -Pues entonces, Nela -dijo Celipín, fatigado de sus largos discursos- yo te dejo y me voy, porque pueden descubrirme... ¿Quieres que te dé una peseta, por si se te ofrece algo esta noche?

     -No, Celipín, no quiero nada... Vete, tú serás hombre de provecho... Pórtate bien y no te olvides de Socartes, ni de tus padres.

     El viajero sintió una cosa impropia de varón tan formal y respetable, sintió que le venían ganas de llorar; mas sofocando aquella emoción importuna, dijo:

     -¿Cómo me he de olvidar a Socartes?... Pues no faltaba más... No me olvidaré de mis padres ni de ti, que me has ayudado a esto... Adiós, Nelilla... Siento pasos.

     Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuán templada estaba su alma para afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que venía.

     -Es Choto -dijo Nela temblando.

     -Agur -murmuró Celipín, poniéndose en marcha.

     Desapareció entre las sombras de la noche.

     La geología había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre.

     La Nela sintió escalofríos al verse acariciada por Choto. El generoso animal, después de saltar alrededor de ella, gruñendo con tanta expresión que faltaba muy poco para que sus gruñidos fuesen palabras, echó a correr con velocidad suma hacia Aldeacorba. Creeríase que corría tras una pieza de caza; pero al contrario de ciertos oradores, el buen Choto ladrando hablaba.

     A la misma hora Teodoro Golfín salía de la casa de Penáguilas. Llegose a él Choto y le dijo atropelladamente no sabemos qué. Era como una brusca interpelación pronunciada entre los bufidos del cansancio y los ahogos del sentimiento. Golfín, que sabía muchas lenguas, era poco fuerte en la canina, y no hizo caso. Pero Choto dio unas cuarenta vueltas en torno de él, soltando de su espumante boca, unos al modo de insultos que después parecían voces cariñosas y después amenazas. Teodoro se detuvo entonces prestando atención al cuadrúpedo. Viendo Choto que se había hecho entender un poco, echó a correr en dirección contraria a la que llevaba Golfin. Este le siguió murmurando: -Pues vamos allá.

     Choto regresó corriendo como para cerciorarse de que era seguido, y después volvió a alejarse. Como a cien metros de Aldeacorba Golfín creyó sentir una voz humana, que dijo:

     -¿Qué quieres, Choto?

     Al punto sospechó que era la Nela quien hablaba. Detuvo el paso, prestó atención colocándose a la sombra de una haya, y no tardó en descubrir una figura que, apartándose de la pared de piedra, andaba despacio. La sombra de las zarzas no permitía descubrirla bien. Despacito siguiola a bastante distancia, apartándose de la senda y andando sobre el césped para no hacer ruido. Indudablemente era ella. Conociola perfectamente cuando entró en terreno claro, donde no oscurecían el suelo árboles ni zarzas.

     La Nela avanzó después más rápidamente. Al fin corría. Golfín corrió también. Después de un rato de esta desigual marcha, la Nela se sentó en una piedra. A sus pies se abría el cóncavo hueco de la Trascava, sombrío y espantoso en la oscuridad de la noche. Golfín esperó y con paso muy quedo acercose más. Choto estaba frente a la Nela, echado sobre los cuartos traseros, derechas las patas delanteras, y mirándola como una esfinge. La Nela miraba hacia abajo... De pronto empezó a descender rápidamente, más bien resbalando que corriendo. Como un león se abalanzó Teodoro a la sima, gritando con voz de gigante:

     -¡Nela! ¡Nela!

     Miró y no vio nada en la negra boca. Oía, sí, los gruñidos de Choto que corría por la vertiente en derredor, describiendo espirales, cual si le arrastrara un líquido tragado por la espantosa sima. Trató de bajar Teodoro y dio algunos pasos cautelosamente. Volvió a gritar, y una voz le contestó desde abajo: -Señor...

     -Sube al momento.

     No recibió contestación.

     -¡Que subas!

     Al poco rato dibujose la figura de la vagabunda en lo más hondo que se podía ver del horrible embudo. Choto, después de husmear el tragadero de la Trascava, subía describiendo las mismas espirales. La Nela subía también, pero muy despacio. Detúvose, y entonces se oyó su voz que decía débilmente: -¿Señor?...

     -Que subas te digo... ¿Qué haces ahí?

     La Nela subió otro poco.

     -Sube pronto... tengo que decirte una cosa.

     -¿Una cosa?...

     -Una cosa, sí; una cosa tengo que decirte.

     La Nela subió y Teodoro no se creyó triunfante hasta que pudo asir fuertemente su mano para llevarla consigo.
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- XIX -

Domesticación

     Anduvieron breve rato los dos sin decir nada. Teodoro Golfín, con ser sabio, discreto y locuaz, sentíase igualmente torpe que la Nela, ignorante de suyo y muy lacónica por costumbre. Seguíale sin hacer resistencia, y él acomodaba su paso al de la mujer-niña, como hombre que lleva un chico a la escuela. En cierto paraje del camino donde había tres enormes piedras blanquecinas y carcomidas que parecían huesos de gigantescos animales, el doctor se sentó, y poniendo delante de sí en pie a la Nela, como quien va a pedir cuentas de travesuras graves, tomole ambas manos y seriamente le dijo:

     -¿Qué ibas a hacer allí?

     -¿Yo... dónde?

     -Allí. Bien comprendes lo que quiero decirte. Responde claramente, como se responde a un confesor o a un padre.

     -Yo no tengo padre -replicó la Nela con ligero acento de rebeldía.

     -Es verdad; pero figúrate que lo soy yo, y responde. ¿Qué ibas a hacer allí?

     -Allí está mi madre -le fue respondido de una manera hosca.

     -Tu madre ha muerto. ¿Tú no sabes que los que se han muerto están en el otro mundo o no están en ninguna parte?

     -Está allí -afirmó la Nela con aplomo, volviendo tristemente los ojos al punto indicado.

     -Y tú pensabas ir con ella, ¿no es eso?, es decir, que pensabas quitarte la vida.

     -Sí, señor; eso mismo.

     -¿Y tú no sabes que tu madre cometió un gran crimen al darse la muerte y que tú cometerías otro igual imitándola? ¿A ti no te han enseñado esto?

     -No me acuerdo de si me han enseñado tal cosa. Si yo me quiero matar ¿quién me lo puede impedir?

     -Pero tú misma, sin auxilio de nadie, ¿no comprendes que a Dios no puede agradar que nos quitemos la vida?... ¡Pobre criatura abandonada a tus sentimientos naturales sin instrucción, ni religión, sin ninguna influencia afectuosa y desinteresada que te guíe!... ¿Qué ideas tienes de Dios, de la otra vida, del morir?... ¿De dónde has sacado que tu madre está allí?... ¿A unos cuantos huesos sin vida, llamas tu madre?... ¿Crees que ella sigue viviendo, pensando y amándote dentro de esa caverna? ¿Nadie te ha dicho que las almas una vez que sueltan su cuerpo jamás vuelven a él? ¿Ignoras que las sepulturas, de cualquier forma que sean, no encierran más que polvo, descomposición y miseria?... ¿Cómo te figuras tú a Dios? ¿Como un señor muy serio que está allá arriba con los brazos cruzados, dispuesto a tolerar que juguemos con nuestra vida y a que en lugar suyo pongamos espíritus, duendes y fantasmas que nosotros mismos hacemos?... Tu amo, que es tan discreto, ¿no te ha dicho jamás estas cosas?

     -Sí me las ha dicho; pero como ya no me las ha de decir...

     -Pero como ya no te las ha de decir ¿atentas a tu vida? Dime, tonta, arrojándote a ese agujero ¿qué bien pensabas tú alcanzar?, ¿pensabas estar mejor?

     -Sí, señor.

     -¿Cómo?

     -No sintiendo nada de lo que ahora siento, sino otras cosas mejores, y juntándome con mi madre.

     -Veo que eres más tonta que hecha de encargo -dijo Golfín riendo-. Ahora vas a ser franca conmigo. ¿Tú me quieres mal?

     -No, señor, yo no quiero mal a nadie, y menos a usted que ha sido tan bueno conmigo y que ha dado la vista a mi amo.

     -Bien: pero eso no basta: yo no sólo deseo que me quieras bien, sino que tengas confianza en mí, y me confíes tus cosillas. A ti te pasan cosillas muy curiosas, picarona, y todas me las vas a decir, todas. Verás como no te pesa; verás como soy un buen confesor.

     La Nela sonrió con tristeza. Después bajó la cabeza, y doblándose sus piernas, cayó de rodillas.

     -No, tonta, así estás mal. Siéntate junto a mí; ven acá -dijo Golfín cariñosamente sentándola a su lado-. Se me figura que estabas rabiando por encontrar una persona a quien poder decirle tus secretos. ¿No es verdad? ¡Y no hallabas ninguna! Efectivamente estás demasiado sola en el mundo... Vamos a ver, Nela, dime ante todo, ¿por qué... pon mucha atención... por qué se te puso en la cabeza quitarte la vida?

     La Nela no contestó nada.

     -Yo te conocí gozosa y al parecer satisfecha de la vida, hace algunos días. ¿Por qué de la noche a la mañana te has vuelto loca?...

     -Quería ir con mi madre -repuso la Nela, después de vacilar un instante-. No quería vivir más. Yo no sirvo para nada. ¿De qué sirvo yo? ¿No vale más que me muera? Si Dios no quiere que me muera, me moriré yo misma por mi misma voluntad.

     -Esa idea de que no sirves para nada es causa de grandes desgracias para ti, ¡infeliz criatura! ¡Maldito sea el que te la inculcó o los que te la inculcaron, porque son muchos!... Todos son igualmente responsables del abandono, de la soledad y de la ignorancia en que has vivido. ¡Que no sirves para nada! ¡Sabe Dios lo que hubieras sido tú en otras manos! Eres una personilla delicada, muy delicada, quizás de inmenso valor; pero ¡qué demonio!, pon un arpa en manos toscas... ¿qué harán?, romperla... Porque tu constitución débil no te permita romper piedra y arrastrar tierra como esas bestias en forma humana que se llaman Mariuca y Pepina, ¿se ha de afirmar que no sirves para nada? ¿Acaso hemos nacido para trabajar como los animales?... ¿No tendrás tú inteligencia, no tendrás tú sensibilidad, no tendrás mil dotes preciosas que nadie ha sabido cultivar? No: tú sirves para algo, aún podrás servir para mucho si encuentras una mano hábil que te sepa manejar.

     La Nela, profundamente impresionada con estas palabras, que entendió por intuición, fijaba sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente de Teodoro Golfín. Asombro y reconocimiento llenaban su alma.

     -Pero en ti no hay un misterio solo -añadió el león negro-. Ahora se te ha presentado la ocasión más preciosa para salir de tu miserable abandono, y la has rechazado. Florentina, que es un ángel de Dios, ha querido hacer de ti una amiga y una hermana; no conozco un ejemplo de virtud y de bondad como las suyas... ¿y tú qué has hecho?... huir de ella como una salvaje... ¿Es esto ingratitud o algún otro sentimiento que no comprendemos?

     -No, no, no -replicó la Nela con aflicción- yo no soy ingrata. Yo adoro a la señorita Florentina... Me parece que no es de carne y hueso como nosotros y que no merezco ni siquiera mirarla...

     -Pues, hija, eso podrá ser verdad, pero tu comportamiento no quiere decir sino que eres ingrata, muy ingrata.

     -No, no soy ingrata -exclamó la Nela, ahogada por los sollozos-. Bien me lo temía yo... sí, me lo temía... yo sospechaba que me creerían ingrata, y esto es lo único que me ponía triste cuando me iba a matar... Como soy tan bruta, no supe pedir perdón a la señorita por mi fuga, ni supe explicarle nada...

     -Yo te reconciliaré con la señorita... yo, si tú no quieres verla más, me encargo de decirle y de probarle que no eres ingrata. Ahora descúbreme tu corazón y dime todo lo que sientes y la causa de tu desesperación. Por grande que sea el abandono en que una criatura viva, por grande que sean su miseria y su soledad, no se arranca la vida sino cuando hay un motivo muy poderoso para aborrecerla.

     -Sí, señor, eso mismo pienso yo.

     -¿Y tú la aborreces?...

     Nela estuvo callada un momento. Después cruzando los brazos, dijo con vehemencia:

     -No, señor, yo no la aborrezco, sino que la deseo.

     -¡A buena parte ibas a buscarla!

     -Yo creo que después que uno se muere tiene todo lo que aquí no puede conseguir... Si no, ¿por qué nos está llamando la muerte a todas horas? Yo tengo sueños, y soñando veo felices y contentos a todos los que se han muerto.

     -¿Tú crees en lo que sueñas?

     -Sí, señor. Y miro los árboles y las peñas que estoy acostumbrada a ver desde que nací, y en su cara...

     -¡Hola, hola!... ¿también los árboles y las peñas tienen cara?...

     -Sí, señor... Para mí todas las cosas hermosas ven y hablan... Por eso cuando todas me han dicho: «ven con nosotras; muérete y vivirás sin pena»...

     ¡Qué lástima de fantasía! -murmuró Golfín-. Alma enteramente pagana.

     Y luego añadió en voz alta:

     -Si deseas la vida, ¿por qué no aceptaste lo que Florentina te ofrecía? Vuelvo al mismo tema.

     -Porque... porque... porque la señorita Florentina no me ofrecía sino la muerte -dijo la Nela con energía.

     -¡Qué mal juzgas su caridad! Hay seres tan infelices que prefieren la vida vagabunda y miserable, a la dignidad que poseen las personas de un orden superior. Tú te has acostumbrado a la vida salvaje en contacto directo con la Naturaleza, y prefieres esta libertad grosera a los afectos más dulces de una familia. ¿Has sido tú feliz en esta vida?

     -Empezaba a serlo...

     -¿Y cuándo dejaste de serlo?

     Después de larga pausa, la Nela contestó:

     -Cuando usted vino.

     -¡Yo!... ¿Qué males he traído?

     -Ninguno: no ha traído sino grandes bienes.

     -Yo he devuelto la vista a tu amo -dijo Golfín, observando con atención de fisiólogo el semblante de la Nela-. ¿No me agradeces esto?

     -Mucho, sí, señor; mucho -replicó ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas.

     Golfín sin dejar de observarla, ni perder el más ligero síntoma facial que pudiera servir para conocer los sentimientos de la mujer-niña, habló así:

     -Tu amo me ha dicho que te quiere mucho. Cuando era ciego, lo mismo que después que tiene vista, no ha hecho más que preguntar por la Nela. Se conoce que para él todo el Universo está ocupado por una sola persona, la Nela; que la luz que se le ha permitido gozar no sirve para nada, si no sirve para ver a la Nela.

     -¡Para ver a la Nela!, ¡pues no verá a la Nela!... ¡la Nela no se dejará ver! -exclamó ella con brío.

     -¿Y por qué?

     -Porque es muy fea... Se puede querer a  la hija de la Canela cuando se tienen los ojos cerrados; pero cuando se abren los ojos y se ve a la señorita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela.

     -Quién sabe...

     -No puede ser... No puede ser -afirmó la vagabunda con la mayor energía.

     -Eso es un capricho tuyo... No puedes decir si agradas o no a tu amo mientras no lo pruebes. Yo te llevaré a la casa...

     -¡No quiero, que no quiero!, gritó ella levantándose de un salto, y poniéndose frente a Teodoro, que se quedó absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, señales ambas cosas de un carácter decidido.

     -Tranquilízate, ven acá -le dijo con dulzura-. Hablaremos... Es verdad que no eres muy bonita... pero no es propio de una joven discreta apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un amor propio excesivo, mujer.

     Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto como lo estaba en su tema, pronunció solemnemente esta sentencia:

     -No debe haber cosas feas... Ninguna cosa fea debe vivir.

     -Pues mira, hijita, si todos los feos tuviéramos la obligación de quitarnos de en medio,  ¡cuán despoblado se quedaría el mundo! ¡Pobre y desgraciada tontuela! Esa idea que me has dicho no es nueva. Tuviéronla personas que vivieron hace siglos, personas de fantasía como tú, que vivían en la Naturaleza como tú, y que como tú carecían de cierta luz que a ti te falta por tu ignorancia y abandono, y a ellas porque aún esa luz no había venido al mundo... Es preciso que te cures de esa manía; es preciso que te hagas cargo de que hay una porción de dones más estimables que el de la hermosura, dones del alma que ni son ajados por el tiempo, ni están sujetos al capricho de los ojos. Búscalos en tu alma y los encontrarás. No te pasará lo que con tu hermosura, que por mucho que en el espejo la busques, jamás la hallarás. Busca aquellos dones preciosos, cultívalos, y cuando los veas bien grandes y florecidos, no temas; ese afán que sientes se calmará. Entonces te sobrepondrás fácilmente a la situación desairada en que te ves, y elevándote tendrás una hermosura que no admirarán quizás los ojos, pero que a ti misma te servirá de recreo y orgullo.

     Estas sensatas palabras o no fueron entendidas o no fueron aceptadas por la Nela, que, ocultándose otra vez junto a Golfín, le miraba atentamente. Sus ojos pequeñitos, que a los  más hermosos ganaban en elocuencia, parecían decir: -¿Pero a qué viene todas esas sabidurías, señor pedante?

     -Aquí -continuó Golfín, gozando extremadamente con aquel asunto, y dándole a pesar suyo un tono de tesis psicológica- hay una cuestión principal y es...

     La Nela le había adivinado y se cubrió el rostro con las manos.

     -No tiene nada de extraño; al contrario, es muy natural lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, imaginativo; has llevado con tu amo la vida libre y poética de la Naturaleza siempre juntos, en inocente intimidad. Él es discreto hasta no más, y guapo como una estatua... Parece la belleza ciega hecha para recreo de los que tienen vista. Además su bondad y la grandeza de su corazón cautivan y enamoran. No es extraño que te haya cautivado a ti, que eres niña casi mujer, o una mujer que parece niña. ¿Le quieres mucho, le quieres más que a todas las cosas de este mundo?...

     -Sí, sí, señor -repuso la chicuela sollozando.

     -¿No puedes soportar la idea de que te deje de querer?

     -No, no, señor.

     -Él te ha dicho palabras amorosas y te ha hecho juramentos...

     -¡Oh!, sí, sí, señor. Me dijo que yo sería su compañera por toda la vida, y yo lo creí...

     -¿Por qué no ha de ser verdad?...

     -Me dijo que no podría vivir sin mí, y que aunque tuviera vista me querría mucho siempre. Yo estaba contenta, y mi fealdad, mi pequeñez y mi facha ridícula no me importaban, porque él no podía verme, y allá en sus tinieblas me tenía por bonita... Pero después...

     -Después... -murmuró Golfín traspasado de compasión-. Ya veo que yo tengo la culpa de todo.

     -La culpa no... porque usted ha hecho una buena obra. Usted es muy bueno... Es un bien que él haya sanado de sus ojos... Yo me digo a mí misma que es un bien... pero después de esto, yo debo quitarme de en medio... porque él verá a la señorita Florentina y la comparará conmigo... y la señorita Florentina es como los ángeles, y yo... compararme con ella es como si un pedazo de espejo roto se comparara con el sol... ¿Para qué sirvo yo? Yo soñé que no debía haber nacido, ¿para qué nací?... ¡Dios se equivocó!, hízome una cara fea, un cuerpecillo chico y un corazón muy grande, ¿de qué me sirve este corazón muy grande? De tormento  nada más. ¡Ay!, si yo no le sujetara, él se empeñaría en aborrecer mucho; pero el aborrecimiento no me gusta, yo no sé aborrecer, y antes que llegar a saber lo que es eso, quiero enterrar mi corazón para que no me atormente más.

     -Te atormenta con los celos, con el sentimiento de verte humillada. ¡Ay! Nela, tu soledad es grande. No puede salvarte ni el saber que no posees, ni la familia que te falta, ni el trabajo que desconoces. Dime, la protección de la señorita Florentina ¿qué sentimientos ha despertado en ti?...

     -¡Miedo!... ¡vergüenza! -exclamó la Nela con temor, abriendo mucho sus ojuelos-. ¡Vivir con ellos, viéndoles a todas horas... porque se casarán, el corazón me ha dicho que se casarán; yo he soñado que se casarán!...

     -Pero Florentina es muy buena, te amaría mucho...

     -Yo la quiero también; pero no en Aldeacorba -dijo la de la Canela con exaltación y desvarío-. Ha venido a quitarme lo que es mío... porque era mío, sí, señor... Florentina es como la Virgen María... yo le rezaría, sí, señor, le rezaría; pero no quiero que me quite lo que es mío... y me lo quitará, ya me lo ha quitado... ¿A dónde voy yo ahora, qué soy, ni de qué valgo? Todo lo perdí, todo, y quiero irme con mi madre.

     La Nela dio algunos pasos; pero Golfín, como fiera que echa la zarpa, la detuvo fuertemente por la muñeca. Haciendo esto observó el agitado pulso de la vagabunda.

     -Ven acá -le dijo-. Desde este momento, que quieras que no, te hago mi esclava. Eres mía y no has de hacer sino lo que yo te mande. ¡Pobre criatura, formada de sensibilidad ardiente, de imaginación viva, de candidez y de superstición, eres una admirable persona nacida para todo lo bueno; pero desvirtuada por el estado salvaje en que has vivido, por el abandono y la falta de instrucción, pues careces hasta de la más elemental! ¡En qué donosa sociedad vivimos, que se olvida hasta este punto de sus deberes y deja perder de este modo un ser preciosísimo!... Ven acá, que no has de separar de mí; te tomo, te cazo, esa es la palabra, te cazo con trampa en medio de los bosques, fierecita silvestre, y voy a ensayar en ti un sistema de educación... Veremos si sé tallar este hermoso diamante... ¡Ah!, ¡cuántas cosas ignoras! Yo te descubriré un nuevo mundo en tu alma, te haré ver mil asombrosas maravillas que hasta ahora no has conocido, aunque de todas ellas has de tener tú una idea confusa, una idea vaga. ¿No sientes en tu pobre alma?... ¿cómo te lo diré?, el brotecillo, el pimpollo de una virtud que es la más preciosa y la madre de todas, la humildad, una virtud por la cual gozamos extraordinariamente ¡mira tú qué cosa tan rara!, al vernos inferiores a los demás? Gozamos, sí, al ver que otros están por encima de nosotros. ¿No sientes también la abnegación, por la cual nos complacemos en sacrificarnos por los demás y hacernos pequeñitos para que los demás sean grandes? Tú aprenderás esto, aprenderás a poner tu fealdad a los pies de la hermosura, a contemplar con serenidad y alegría los triunfos ajenos, a cargar de cadenas ese gran corazón tuyo, sometiéndolo por completo, para que jamás vuelva a sentir envidia ni despecho, para que ame a todos por igual, poniendo por encima de todos a los que te han causado daño.

     «Entonces serás lo que debes ser por tu natural condición y por las cualidades que posees desde el nacer. ¡Infeliz!, has nacido en medio de una sociedad cristiana, y ni siquiera eres cristiana; vive tu alma en aquel estado de naturalismo poético, sí, esa es la palabra y te la digo aunque no la entiendas... en aquel estado en que vivieron pueblos de que apenas queda memoria. Los sentidos y las pasiones te gobiernan, y la forma es uno de tus dioses más queridos. Para ti han pasado en vano diez y ocho siglos consagrados a la sublimación del espíritu. Y esta sociedad egoísta que ha permitido tal abandono, ¿qué nombre merece? Te ha dejado crecer en la soledad de unas minas, sin enseñarte una letra, sin hacerte conocer las conquistas más preciosas de la inteligencia, las verdades más elementales que hoy gobiernan al mundo; ni siquiera te ha llevado a una de esas escuelas de primeras letras, donde no se aprende casi nada; ni siquiera te ha dado la imperfectísima instrucción religiosa de que ella se envanece. Apenas has visto una iglesia más que para presenciar ceremonias que no te han explicado; apenas sabes recitar una oración que no entiendes; no sabes nada del mundo, ni de Dios, ni del alma... Pero todo lo sabrás; tú serás otra, dejarás de ser la Nela, yo te lo prometo, para ser una señorita de mérito, una mujer de bien.»

     No puede afirmarse que la Nela entendiera el anterior discurso, pronunciado por Golfín con tal vehemencia y brío que olvidó un instante la persona con quien hablaba. Pero la vagabunda sentía una fascinación extraña, y las ideas de aquel hombre penetraban dulcemente en su alma hallando fácil asiento en ella. Parece que se efectuaba sobre la tosca muchacha el potente y fatal dominio que la inteligencia superior ejerce sobre la inferior. Triste y silenciosa recostó su cabeza sobre el hombro de Teodoro.

     -Vamos allá -dijo este súbitamente.

     La Nela tembló toda. Golfín observó el sudor de su frente, el glacial frío de sus manos, la violencia de su pulso; pero lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia física, afirmose más en ella, repitiendo:

     -Vamos, vamos; aquí hace frío.

     Tomó de la mano a la Nela. El dominio que sobre ella ejercía era ya tan grande, que la muchacha se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos. Después la Nela se detuvo y cayó de rodillas.

     -¡Oh!, señor -exclamó con espanto- no me lleve usted.

     Estaba pálida y descompuesta con señales de una espantosa alteración física y moral. Golfín le tiró del brazo. El cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia fuerza. Era preciso tirar de él como de un cuerpo muerto.

     Hace días -dijo Golfín- que en este mismo sitio te llevé sobre mis hombros porque no podías andar. Esta noche será lo mismo.

     Y la levantó en sus brazos. La ardiente respiración de la mujer-niña le quemaba el rostro. Iba decadente, roja y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces. Al llegar a la casa de Aldeacorba Golfín sintió que su carga se hacía menos pesada. La Nela erguía su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación; pero callaba.

     Entró. Todo estaba en silencio. Una criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro condújole sin hacer ruido a la habitación de la señorita Florentina.

     Hallábase esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente. Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió el asombro, observando la carga que Golfín sobre sus robustos hombros traía.

     La sorpresa no permitió a la señorita de Penáguilas usar de la palabra cuando Teodoro, depositando cuidadosamente su carga sobre un sofá, le dijo:

     -Aquí la traigo... ¿qué tal?, ¿soy buen cazador de mariposas?
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- XX -

El nuevo mundo

     Retrocedamos algunos días.

     Cuando Teodoro Golfín levantó por primera vez el vendaje de Pablo Penáguilas, este dio un grito de espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extendía las manos como para apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para él como un inmenso abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en su cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que él creía chocar contra los objetos. Las montañas lejanas se le figuraban hallarse al alcance de su mano, y los objetos y personas que le rodeaban los veía cual si rápidamente cayeran sobre sus ojos.

     Teodoro Golfín observaba estos fenómenos con la más viva curiosidad, porque era aquél el segundo caso de curación de ceguera congénita que había presenciado. Los demás no se atrevían a manifestar alegría; de tal modo les confundía y pasmaba la perturbada inauguración de las funciones ópticas en el afortunado paciente. Pablo experimentaba una alegría delirante. Sus nervios y su fantasía hallábanse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzgó prudente obligarle al reposo. Sonriendo le dijo:

     -Por ahora ha visto usted bastante. No se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es este un nacimiento en que hay también mucho dolor.

     Más tarde el joven mostró deseos tan vehementes de volver a ejercer su nueva facultad preciosa, que Teodoro consintió en abrirle un resquicio del mundo visible.

     -Mi interior -dijo Pablo, explicando su impresión primera- está inundado de hermosura, de una hermosura que antes no conocía. ¿Qué cosas fueron las que entraron en mí llenándome de terror? La idea del tamaño, que yo no concebía sino de una manera imperfecta, se me presentó clara y terrible, como si me arrojaran desde las cimas más altas a los abismos más profundos. Todo esto es bello y grandioso, aunque me hace estremecer. Quiero ver repetidas esas sensaciones sublimes. Aquella extensión de hermosura que contemplé me ha dejado anonadado: era una cosa serena y majestuosamente inclinada hacia mí como para recibirme. Yo veía el Universo entero corriendo hacia mí y estaba sobrecogido y temeroso... El cielo era un gran vacío atento, no lo expreso bien... era el aspecto de una cosa extraordinariamente dotada de expresión. Todo aquel conjunto de cielo y montañas me observaba y hacia mí corría... pero todo era frío y severo en su gran majestad. Enséñenme una cosa delicada y cariñosa... la Nela, ¿en dónde está la Nela?

     Al decir esto, Golfín, descubriendo nuevamente sus ojos a la luz y auxiliándoles con anteojos hábilmente graduados, le ponía en comunicación con la belleza visible.

     -¡Oh! Dios mío... ¿esto que veo es la Nela? -exclamó Pablo con entusiasta admiración.

     -Es tu prima Florentina.

     -¡Ah! -dijo el joven lleno de confusión-. Es mi prima... Yo no tenía idea de una hermosura semejante... Bendito sea el sentido que permite gozar de esta luz divina. Prima mía, eres como una música deliciosa, eso que veo me parece la expresión más clara de la armonía... ¿Y la Nela dónde está?

     -Tiempo tendrás de verla -dijo D. Francisco lleno de gozo-. Sosiégate ahora.

     -¡Florentina, Florentina! -repitió el ciego con desvarío-. ¿Qué tienes en esa cara que parece la misma idea de Dios puesta en carnes? Estás en medio de una cosa que debe de ser el sol. De tu cara salen unos como rayos... al fin puedo tener idea de cómo son los ángeles... y tu cuerpo, tus manos, tus cabellos vibran mostrándome ideas preciosísimas... ¿qué es esto?

     -Principia a hacerse cargo de los colores -murmuró Golfín-. Quizás vea los objetos rodeados con los colores del iris. Aún no posee bien la adaptación a las distancias.

     -Te veo dentro de mis propios ojos -añadió Pablo-. Te fundes con todo lo que pienso, y tu persona visible es para mí como un recuerdo. ¿Un recuerdo de qué? Yo no he visto nada hasta ahora... ¿Habré vivido antes de esta vida? No lo sé; pero yo tenía noticias de esos [245] tus ojos. Y tú, padre, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo. Eres tú... se me representa contigo el amor que te tengo... ¿Pues y mi tío?... Ambos os parecéis mucho... ¿En dónde está el bendito Golfín?

     -Aquí... en la presencia de su enfermo -dijo Teodoro presentándose-. Aquí estoy más feo que Picio... Como usted no ha visto aún leones ni perros de Terranova, no tendrá idea de mi belleza... Dicen que me parezco a aquellos nobles animales.

     -Todos son buenas personas -dijo Pablo con gran candor-; pero mi prima a todos les lleva inmensa ventaja... ¿Y la Nela?, por Dios, ¿no traen a la Nela?

     Dijéronle que su lazarillo no parecía por la casa, ni podían ellos ocuparse en buscarla (16), lo que le causó grandísima pena. Procuraron calmarle, y como era de temer un acceso de fiebre, le acostaron, incitándole a dormir. Al día siguiente era grande su postración, pero de todo triunfó su naturaleza enérgica. Pidió que le enseñaran un vaso de agua y al verlo dijo:

     -Parece que estoy bebiendo el agua sólo con verla.

     Del mismo modo se expresó con respecto a otros objetos, los cuales hacían viva impresión en su fantasía. Golfín después de tratar de remediar la aberración de esfericidad por medio de lentes, que fue probando uno tras otro, principió a ejercitarle en la distinción y combinación de los colores; pero el vigoroso entendimiento del joven propendía siempre a distinguir la fealdad de la hermosura. Distinguía estas dos ideas en absoluto, sin que influyera nada en él ni la idea de utilidad, ni aun la de bondad. Pareciole encantadora una mariposa que extraviada entró en su cuarto. Un tintero le parecía horrible, a pesar de que su tío le demostró con ingeniosos argumentos, que servía para poner la tinta de escribir... la tinta de escribir. Entre una estampa del Crucificado y otra de Galatea navegando sobre una concha con escolta de tritones y ninfas, prefirió esta última, lo que hizo mal efecto en Florentina, que prometió enseñarle a poner las cosas sagradas cien codos por encima de las profanas. Observaba las caras con la más viva atención, y la maravillosa concordancia de los accidentes faciales con el lenguaje le pasmaba en extremo. Viendo a las criadas y a otras mujeres de Aldeacorba, manifestó el más vivo desagrado, porque eran o feas o insignificantes; y es que la hermosura de su prima convertía en adefesios a todas las demás mujeres. A pesar de esto, deseaba verlas a todas. Su curiosidad era una fiebre intensa que de ningún modo podía calmarse. Cada vez era mayor su desconsuelo por no ver a la Nela; pero en tanto rogaba a Florentina que no dejase de acompañarle un momento.

     El tercer día le dijo Golfín:

     -Ya se ha enterado usted de gran parte de las maravillas del mundo visible. Ahora es preciso que vea su propia persona.

     Trajeron un espejo y Pablo se miró en él.

     -Este soy yo... -dijo con loca admiración-. Trabajo me cuesta el creerlo... ¿Y cómo estoy dentro de esta agua dura y quieta? ¡Qué cosa tan admirable es el vidrio! Parece mentira que los hombres hayan hecho esta atmósfera de piedra... Por vida mía que no soy feo... ¿no es verdad, prima? ¿Y tú, cuando te miras aquí, sales tan guapa como eres? No puede ser. Mírate en el cielo trasparente y allí verás tu imagen. Creerás que ves a los ángeles cuando te veas a ti misma.

     A solas con Florentina, y cuando esta le prodigaba a prima noche las atenciones y cuidados que exige un enfermo, Pablo le decía:

     -Prima mía, mi padre me ha leído aquel pasaje de nuestra historia, cuando un hombre llamado Cristóbal Colón descubrió el Mundo Nuevo, jamás visto por hombre alguno de Europa. Aquel navegante abrió los ojos del mundo conocido para que viera otro más hermoso. No puedo figurármelo a él sino como a un Teodoro Golfín, y a la Europa como a un gran ciego para quien la América y sus maravillas fueron la luz. Yo también he descubierto un Nuevo Mundo. Tú eres mi América, tú eres aquella primera isla hermosa donde puso su pie el navegante. Faltole ver el continente con sus inmensos bosques y ríos. A mí también me quedará por ver quizás lo más hermoso...

     Después cayó en profunda meditación, y al cabo de ella preguntó:

     -¿En dónde está la Nela?

     -No sé qué le pasa a esa pobre muchacha -dijo Florentina-. No quiere verte sin duda.

     -Es vergonzosa y muy modesta -replicó Pablo-. Teme molestar a los de casa. Florentina, en confianza te diré que la quiero mucho. Tú la querrás mucho también. Deseo ardientemente ver a esa buena compañera y amiga mía.

     -Yo misma iré a buscarla mañana.

     -Sí, sí... pero no estés mucho tiempo fuera. Cuando no te veo, estoy muy solo... Me he acostumbrado a verte, y estos tres días me parecen siglos de felicidad... No me robes ni un minuto. Decíame anoche mi padre que después de verte a ti no debo tener curiosidad de ver a mujer ninguna.

     -¡Qué tontería! -dijo la señorita ruborizándose-. Hay otras mucho más guapas que yo...

     -No, no, todos dicen que no -afirmó Pablo con vehemencia, y dirigía su cara vendada hacia la primita, como si al través de tantos obstáculos quisiera verla aún-. Antes me decían eso y yo no lo quería creer; pero después que tengo conciencia del mundo visible y de la belleza real, lo creo, sí, lo creo. Eres un tipo perfecto de hermosura; no hay más allá, no puede haberlo... Dame tu mano. El primo estrechó ardientemente entre sus manos la de la señorita.

     -Ahora me río yo -añadió él- de mi ridícula vanidad de ciego, de mi necio empeño de apreciar sin vista el aspecto de las cosas... Creo que toda la vida me durará el asombro que me produjo la realidad... ¡La realidad! El que no la posee es un idiota... Florentina, yo era un idiota.

     -No, primo; siempre fuiste y eres muy discreto... Pero no excites ahora tu imaginación... Pronto será hora de dormir. D. Teodoro ha mandado que no se te dé conversación a esta hora, porque te desvelas... Si no te callas me voy.

     -¿Es ya de noche?

     -Sí, es de noche.

     -Pues sea de noche o de día, yo quiero hablar -afirmó Pablo, inquieto en su lecho, sobre el cual reposaba vestido y muy excitado-. Con una condición me callo, y es que no te vayas de mi lado y de tiempo en tiempo des una palmada en la cama, para saber yo que estás ahí.

     -Bueno, así lo haré, y ahí va la primer fe de vida -dijo Florentina, dando una palmada en la cama.

     -Cuando te siento reír, parece que respiro un ambiente fresco y perfumado, y todos mis sentidos antiguos se ponen a reproducirme tu persona de distintos modos. El recuerdo de tu imagen subsiste en mí de tal manera que vendado te estoy viendo lo mismo.

     -¿Vuelve la charla?... Que llamo a D. Teodoro -dijo la señorita jovialmente.

     -No... estate quieta. Si no puedo callar... si callara, todo lo que pienso, todo lo que siento y lo que veo aquí dentro de mi cerebro me atormentaría más... ¡Y quieres tú que duerma!... ¡Dormir! Si te tengo aquí dentro, Florentina, dándome vueltas en el cerebro y volviéndome loco... Padezco y gozo lo que no se puede decir, porque no hay palabras para decirlo. Toda la noche la paso hablando contigo y con la Nela... ¡la pobre Nela!, tengo curiosidad de verla, una curiosidad muy grande.

     -Yo misma iré a buscarla mañana... Vaya, se acabó la conversación. Calladito, o me marcho.

     -Quédate... Hablaré conmigo mismo... Ahora voy a repetir las cosas que te dije anoche, cuando hablábamos solos los dos... voy a recordar lo que tú me dijiste...

     -¿Yo?

     -Es decir, las cosas que yo me figuraba oír de tu boca... Silencio, señorita de Penáguilas... yo me entiendo solo con mi imaginación.

     Al día siguiente cuando Florentina se presentó delante de su primo, le dijo:

     -Traía a Mariquilla y se me escapó. ¡Qué ingratitud!

     -¿Y no la has buscado?

     -¿Dónde?... ¡Huyó de mí! Esta tarde saldré otra vez y la buscaré hasta que la encuentre.

     -No, no salgas -dijo Pablo vivamente-. Ella parecerá, ella vendrá sola.

     -Parece loca.

     -¿Sabe que tengo vista?

     -Yo misma se lo he dicho. Pero sin duda ha perdido el juicio. Dice que yo soy la Santísima Virgen y me besa el vestido.

     -Es que le produces a ella el mismo efecto que a todos. La Nela es tan buena... ¡Pobre muchacha! Es preciso protegerla, Florentina, protegerla, ¿no te parece?

     -Es una ingrata -dijo Florentina con tristeza.

     -¡Ah!, no lo creas. La Nela no puede ser ingrata. Es muy buena... yo la aprecio mucho... Es preciso que me la busquen y me la traigan aquí.

     -Yo iré.

     -No, no, tú no -dijo prontamente Pablo, tomando la mano de su prima-. La obligación de usted, señorita sin juicio, es acompañarme. Si no viene pronto el señor Golfín a levantarme la venda y ponerme los vidrios, yo me la levantaré solo. Desde ayer no te veo, y esto no se puede sufrir, no, no se puede sufrir... ¿Ha venido D. Teodoro?

     -Abajo está con tu padre y el mío. Pronto subirá. Ten paciencia; pareces un chiquillo de escuela.

     Pablo se incorporó con desvarío.

     -¡Luz, luz!... Es una iniquidad que le tengan a uno tanto tiempo a oscuras. Así no se puede vivir... yo me muero. Necesito mi pan de cada día, necesito la función de mis ojos... Hoy no te he visto, prima, y estoy loco por verte. Tengo una sed rabiosa de verte. ¡Viva la realidad!... Bendito sea Dios que te crió, mujer hechicera, compendio de todas las bellezas... Pero si después de criar la hermosura, no hubiera criado Dios los corazones, ¡cuán tonta sería su obra!... ¡Luz, luz!

     Subió Teodoro y le abrió las puertas de la realidad, inundando de gozo su alma. Después pasó el día tranquilo, hablando de cosas diversas. Hasta la noche no volvió a fijar la atención en un punto de su vida, que parecía alejarse y disminuir y borrarse, como las naves que en un día sereno se pierden en el horizonte. Como quien recuerda un hecho muy antiguo, Pablo dijo:

     -¿No ha parecido la Nela?

     Díjole Florentina que no, y hablaron de otra cosa.

     Aquella noche sintió Pablo a deshora ruido de voces en la casa. Creyó oír la voz de Teodoro Golfín, la de Florentina y la de su padre. Después se durmió tranquilamente, siguiendo durante su sueño atormentado por las imágenes de todo lo que había visto y por los fantasmas de lo que él mismo se imaginaba. Su sueño, que principió dulce y tranquilo, fue después agitado y angustioso, porque en el profundo seno de su alma, como en una caverna recién iluminada, luchaban las hermosuras y fealdades del mundo plástico, despertando pasiones, enterrando recuerdos y trastornando su alma toda. Al día siguiente, según promesa de Golfín, le permitirían levantarse y andar por la casa.
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- XXI -

Los ojos matan

     La habitación destinada a Florentina en Aldeacorba era la más alegre de la casa. Nadie había vivido en ella desde la muerte de la señora de Penáguilas; pero D. Francisco, creyendo a su sobrina digna de alojarse allí, arregló la estancia con pulcritud y ciertos primores elegantes que no se conocían en vida de su esposa. Daba el balcón al Mediodía y a la huerta, por lo cual la estancia hallábase diariamente inundada de gratos olores y de luz, y alegrada por el armonioso charlar de los pájaros. Florentina, en los pocos días de su residencia allí, había dado a la habitación el molde, digámoslo así, de su persona. Diversas cosas y partes de aquella daban a entender la clase de mujer que allí vivía, así como el nido da a conocer el ave. Si hay personas que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para convertir una choza en palacio no tienen más que meterse en ella.

     Era aquel día tempestuoso (y decimos aquel día, porque no sabemos qué día era: sólo sabemos que era un día). Había llovido toda la mañana. Después había aclarado el cielo, y por último, sobre la atmósfera húmeda y blanca apareció majestuoso un arco iris. El inmenso arco apoyaba uno de sus pies en los cerros de Ficóbriga, junto al mar, y el otro en el bosque de Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como no sea a la representación absoluta y esencial de la forma. Es un arco iris como el resumen, o mejor dicho, principio y fin de todo lo visible.

     En la habitación estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de Imparciales y otros periódicos. Hallábase en el suelo, en postura semejante a la que toman los chicos revoltosos cuando están jugando, y ora sentada sobre sus pies, ora de rodillas, no daba paz a las tijeras. A su lado había un montón de pedazos de lana, percal, madapolán y otras telas que aquella mañana había hecho traer a toda prisa de Villamojada, y corta por aquí, recorta por allá, Florentina hacía mangas, faldas y cuerpos. No eran un modelo de corte, ni había que fiar mucho en la regularidad de los patrones, obra también de Florentina; pero ella, reconociendo los defectos de las piezas, pensaba que en aquel arte la buena intención salva el resultado. Su excelente padre le había dicho aquella mañana al comenzar la obra:

     -Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo. No sé qué me da de ver a una señorita de buena sociedad arrastrándose por esos suelos de Dios con tijeras en la mano... Eso no está bien. No me agrada que trabajes para vestirte a ti misma, ¿y me ha de agradar que trabajes para las demás?... ¿para qué sirven las modistas?... ¿para qué sirven las modistas, eh?

     -Esto lo haría cualquier modista mejor que yo -repuso Florentina riendo- pero entonces no lo haría yo, señor papá; y precisamente quiero hacerlo yo misma.

     Después Florentina se quedó sola, no, no se quedó sola, porque en el testero principal de la alcoba, entre la cama y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre el sofá dos mantas una sobre otra. En uno de los extremos asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. Era un semblante desencajado y anémico. Dormía. Su sueño era un letargo inquieto que se interrumpía a cada instante con violentas sacudidas y terrores. Sin embargo, parecía estar más sosegada cuando al medio día volvió a entrar en la pieza el padre de Florentina, acompañado de Teodoro Golfín.

     Golfín se dirigió al sofá, y aproximando su cara observó la de la Nela.

     -Parece que su sueño es ahora más tranquilo -dijo-. No hagamos ruido.

     -¿Qué le parece a usted mi hija? -dijo don Manuel riendo-. ¿No ve usted las tareas que se da?... Sea usted imparcial, Sr. D. Teodoro, ¿no hay motivos para que me incomode? Francamente, cuando no hay necesidad de tomarse una molestia, ¿por qué se ha de tomar? Muy enhorabuena que mi hija dé al prójimo todo lo que yo le señalo para que lo gaste en alfileres; pero esto, esta manía de ocuparse ella misma en bajos menesteres... en bajos menesteres...

     -Déjela usted -replicó Golfín, contemplando a la señorita de Penáguilas con cierto arrobamiento-. Cada uno, Sr. D. Manuel, tiene su modo especial de gastar alfileres.

     -No me opongo yo a que en sus caridades llegue hasta el despilfarro, hasta la bancarrota -dijo D. Manuel paseándose pomposamente por la habitación con las manos en los bolsillos-. ¿Pero no hay otro medio mejor de hacer caridades? Ella ha querido dar gracias a Dios por la curación de mi sobrino... muy bueno es esto, muy evangélico... pero veamos... pero veamos.

     Detúvose ante la Nela para obsequiarla con sus miradas.

     -¿No habría sido más razonable -añadió- que en vez de meternos en la casa a esta pobre muchacha, hubiera organizado mi hijita una de esas útiles solemnidades que se estilan en la corte, y en las cuales sabe mostrar sus buenos sentimientos lo más selecto de la sociedad? ¿Por qué no te ocurrió celebrar una rifa? Entre los amigos hubiéramos colocado todos los billetes reuniendo una buena suma que podrías destinar a los asilos de Beneficencia. Podías haber formado una sociedad con todo el señorío de Villamojada y su término, o con todo el señorío de Santa Irene de Campó, y celebrar juntas y reunir mucho dinero... ¿Qué tal? También pudiste idear una corrida de toretes. Yo me hubiera encargado de lo tocante al ganado y lidiadores... ¡Oh! Anoche hemos estado hablando acerca de esto la señora doña Sofía y yo... Aprende, aprende de esa señora. A ella deben los pobres qué sé yo cuántas cosas. ¿Pues y las muchas familias que viven de la administración de las rifas? ¿Pues y lo que ganan los cómicos con estas funciones? ¡Oh!, los que están en el Hospicio no son los únicos pobres. Me dijo Sofía que en los bailes de máscaras dados este invierno sacaron un dineral. Verdad que se llevaron gran parte la empresa del gas, el alquiler del teatro, los empleados... pero a los pobres les llegó su pedazo de pan... O si no, hija mía, lee la estadística... o si no, hija mía, lee la estadística.

     Florentina se reía, y no hallando mejor contestación que repetir una frase de Teodoro Golfín, dijo a su padre:

     -Cada uno tiene su modo de gastar alfileres.

     -Señor D. Teodoro -indicó con desabrimiento D. Manuel- convenga usted en que no hay otra como mi hija.

     -Sí, en efecto -manifestó Teodoro con intención profunda, contemplando a la joven- no hay otra como Florentina.

     -Con todos sus defectos -dijo el padre acariciando a la señorita- la quiero más que a mi vida. Esta pícara vale más oro que pesa... Vamos a ver ¿qué te gusta más, Aldeacorba de Suso o Santa Irene de Campó?

     -No me disgusta Aldeacorba.

     -¡Ah!, picarona... ya veo el rumbo que tomas... Bien, me parece bien. ¿Saben ustedes que a estas horas mi hermano le está echando un sermón a su hijo? Cosas de familia: de esto ha de salir algo bueno. Mire usted, D. Teodoro, cómo se pone mi hija; ya tiene en su cara todas las rosas de Mayo. Voy a ver lo que dice mi hermano... a ver lo que dice mi hermano.

     Retirose el buen hombre. Teodoro se acercó a la Nela para observarla de nuevo.

     -¿Ha dormido anoche? -preguntó a Florentina.

     -Poco. Toda la noche la oí suspirar y llorar. Esta noche tendrá una buena cama, que he mandado traer de Villamojada. La pondré en ese cuartito que está junto al mío.

     -¡Pobre Nela! -exclamó el médico-. No puede usted figurarse el interés que siento por esta infeliz criatura. Alguien se reirá de esto; pero no somos de piedra. Lo que hagamos para enaltecer a este pobre ser y mejorar su condición, entiéndase hecho en pro de una parte no pequeña del género humano. Como la Nela hay muchos miles de seres en el mundo. ¿Quién los conoce?, ¿dónde están? Están perdidos en los desiertos sociales... que también hay desiertos sociales; están en lo más oscuro de las poblaciones, en lo más solitario de los campos, en las minas, en los talleres. Frecuentemente pasamos junto a ellos y no les vemos... Les damos limosna sin conocerles... No podemos fijar nuestra atención en esa miserable parte de la sociedad. Al principio creí que la Nela era un caso excepcional; pero no, he meditado, he recordado y he visto que es un caso de los más comunes. Este es un ejemplo del estado a que vienen los seres moralmente organizados para el bien, para el saber, para la virtud y que por su abandono y apartamiento no pueden desarrollar las fuerzas de su alma. Viven ciegos del espíritu, como Pablo Penáguilas ha vivido ciego del cuerpo teniendo vista.

     Florentina, vivamente impresionada, parecía haber comprendido las observaciones de Golfín.

     -Aquí la tiene usted -añadió este-. Posee una fantasía preciosa, sensibilidad viva; sabe amar con ternura y pasión; tiene su alma aptitud maravillosa para todo aquello que del alma depende; pero al mismo tiempo está llena de las supersticiones más groseras; sus ideas religiosas son vagas, monstruosas, equivocadas; sus ideas morales no tienen más guía que el sentido natural. No tiene más educación que la que ella misma se ha dado, como planta que se fecunda con sus propias hojas secas. Nada debe a los demás. Durante su niñez no ha oído ni una lección, ni un amoroso consejo, ni una santa homilía. Se guía por ejemplos que aplica a su antojo. Su criterio es suyo, propiamente suyo. Como tiene imaginación y sensibilidad, como su alma se ha inclinado desde el principio a adorar algo, ha adorado la Naturaleza lo mismo que los pueblos primitivos. Sus ideales son naturalistas, y si usted no me entiende bien, querida Florentina, se lo explicaré mejor en otra ocasión.

     «Su espíritu da a la forma, a la belleza una preferencia sistemática. Todo su ser, sus afectos todos giran en derredor de esta idea. Las preeminencias y las altas dotes del espíritu son para ella una región confusa, una tierra apenas descubierta, de la cual no se tienen sino noticias vagas por algún viajero náufrago. La gran conquista evangélica, que es una de las más gloriosas que ha hecho nuestro espíritu, apenas llega a sus oídos como un rumor... es como una sospecha semejante a la que los pueblos asiáticos tienen del saber europeo, y si no me entiende usted bien, querida Florentina, más adelante se lo explicaré mejor...

     »Pero ella está hecha para realizar en poco tiempo grandes progresos y ponerse al nivel de nosotros. Alúmbresele un poco y recorrerá con paso gigantesco los siglos... está muy atrasada, ve poco; pero teniendo luz andará. Esa luz no se la ha dado nadie hasta ahora, porque Pablo Penáguilas, por su ignorancia de la realidad visible, contribuía sin quererlo a aumentar sus errores. Ese idealista exagerado y loco no es el mejor maestro para un espíritu de esta clase. Nosotros enseñaremos la verdad a esta pobre criatura, resucitado ejemplar de otros siglos; le haremos conocer las dotes del alma; la traeremos a nuestro siglo; daremos a su espíritu una fuerza que no tiene; sustituiremos su naturalismo y sus rudas supersticiones con una noble conciencia cristiana. Aquí tenemos un admirable campo, una naturaleza primitiva, en la cual ensayaremos la enseñanza de los siglos; haremos rodar el tiempo sobre ella con las múltiples verdades descubiertas; crearemos un nuevo ser, porque esto, querida Florentina (no lo interprete usted mal), es lo mismo que crear un nuevo ser, y si usted no lo entiende, en otra ocasión se lo explicaré mejor.»

     Florentina, a pesar de no ser sabihonda, algo creyó entender de lo que en su original estilo había dicho Golfín. También ella iba a hacer sus observaciones sobre aquel tema; pero en el mismo instante despertó la Nela. Sus ojos se revolvieron temerosos observando toda la estancia, después se fijaron alternativamente en las dos personas que la contemplaban.

     -¿Nos tienes miedo? -le dijo Florentina dulcemente.

     -No señora, miedo no -balbució la Nela-. Usted es muy buena. El Sr. D. Teodoro también.

     -¿No estás contenta aquí? ¿Qué temes?

     Golfín le tomó una mano.

     -Háblanos con franqueza -le dijo- ¿a cuál de los dos quieres más, a Florentina o a mí?

     La Nela no contestó. Florentina y Golfín sonreían; pero ella guardaba una seriedad taciturna.

     -Oye una cosa, tontuela -prosiguió el médico-. Ahora has de vivir con uno de nosotros. Florentina se queda aquí, yo me marcho. Decídete por uno de los dos. ¿A cuál escoges?

     Marianela dirigió sus miradas de uno a otro semblante, sin dar contestación categórica. Por último se detuvieron en el rostro de Golfín.

     -Se me figura que soy yo el preferido... Es una injusticia, Nela; Florentina se va a enojar.

     La pobre enferma sonrió entonces, y extendiendo una de sus débiles manos hacia la señorita de Penáguilas, murmuró:

     -No quiero que se enoje.

     Al decir esto, María se quedó lívida; alargó su cuello, sus ojos se desencajaron. Su oído prestaba atención a un rumor terrible. Había sentido pasos.

     -¡Viene! -exclamó Golfín, participando del terror de su enferma.

     -Es él -dijo Florentina, apartándose del sofá y corriendo hacia la puerta.

     Era él. Pablo había empujado la puerta y entraba despacio, marchando en dirección recta, por la costumbre adquirida durante su larga ceguera. Venía riendo, y sus ojos, libres de la venda que él mismo se había levantado, miraban hacia adelante. No habiéndose familiarizado aún con los movimientos de rotación del ojo, apenas percibía las imágenes laterales. Podría decirse de él, como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía delante.

     -Primita -dijo avanzando hacia ella-. ¿Cómo no has ido a verme hoy?, yo vengo a buscarte. Tu papá me ha dicho que estás haciendo trajes para los pobres. Por eso te perdono.

     Florentina no supo qué contestar. Estaba contrariada. Pablo no había visto al doctor ni a la Nela. Florentina para alejarle del sofá, se había dirigió hacia el balcón, y recogiendo algunos trozos de tela, se había sentado en ademán de ponerse a trabajar. Bañábala la risueña luz del sol, coloreando espléndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez moreno-rosa el realce más encantador. Brillaba entonces su belleza como personificación hechicera de la misma luz. Su cabello en desorden, su vestido suelto llevaban al último grado la elegancia natural de la gentil doncella, cuya actitud casta y noble superaba a las más perfectas concepciones del arte.

     -Primito- dijo contrayendo ligeramente el hermoso entrecejo- D. Teodoro no te ha dado todavía permiso para quitarte hoy la venda. Eso no está bien.

     -Me lo dará después -replicó el mancebo riendo-. No me puede suceder nada. Me encuentro bien. Y si algo me sucede algo, no me importa. No, no me importa quedarme ciego otra vez después de haberte visto.

     -¡Qué bueno estaría eso!... -dijo Florentina en tono de reprensión.

     -Estaba en mi cuarto solo; mi padre había salido, después de hablarme de ti... Tú ya sabes lo que me ha dicho...

     -No, no sé nada -replicó la joven, fijando sus ojos en la costura.

     -Pues yo sí lo sé... Mi padre es muy razonable. Nos quiere mucho a los dos... Cuando mi padre salió, levanteme la venda y miré al campo... Vi el arco iris y me quedé asombrado, mudo de admiración y de fervor religioso... No sé por qué aquel sublime espectáculo, para mí desconocido hasta hoy, me dio la idea más perfecta de la armonía del mundo... No sé por qué, al mirar la perfecta unión de sus colores, pensaba en ti... No sé por qué, viendo el arco iris, dije: «yo he sentido antes esto en alguna parte...» Me produjo sensación igual a la que sentí al verte, Florentina de mi alma. El corazón no me cabía en el pecho: yo quería llorar... lloré mucho y las lágrimas cegaron por un instante mis ojos. Te llamé, no me respondiste... Cuando mis ojos pudieron ver de nuevo, el arco iris había desaparecido... Salí para buscarte, creí que estabas en la huerta... bajé, subí, y aquí estoy... Te encuentro tan maravillosamente hermosa que me parece que nunca te he visto bien hasta hoy... nunca hasta hoy, porque ya he tenido tiempo de comparar... He visto muchas mujeres... todas son horribles junto a ti... Si me cuesta trabajo creer que hayas existido durante mi ceguera... No, no, lo que me ocurre es que naciste en el momento en que se hizo la luz dentro de mí, que te creó mi pensamiento en el instante de ser dueño del mundo visible... Me han dicho que no hay ninguna criatura que a ti se compare. Yo no lo quería creer; pero ya lo creo, lo creo como creo en la luz.

     Diciendo esto puso una rodilla en tierra. Alarmada y ruborizada Florentina dejó de prestar atención a la costura.

     -Primo... ¡por Dios!... -murmuró.

     -Prima... ¡por Dios! -exclamó Pablo con entusiasmo candoroso- ¿por qué eres tú tan bonita?... Mi padre es muy razonable... no se puede oponer nada a su lógica ni a su bondad... Florentina, yo creí que no podía quererte; yo creí posible querer a otra más que a ti... ¡Qué necedad! Gracias a Dios que hay lógica en mis afectos... Mi padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo... Ahora puedo decir que idolatro a un ángel. El estúpido ciego ha visto ya y al fin presta homenaje a la verdadera hermosura... pero yo tiemblo... ¿no me ves temblar? Te estoy viendo y no deseo más que poder cogerte y encerrarte dentro de mi corazón, abrazándote y apretándote contra mi pecho... fuerte, muy fuerte.

     Pablo, que había puesto las dos rodillas en tierra, se abrazaba a sí mismo.

     -Yo no sé lo que siento -añadió con turbación, torpe la lengua, pálido el rostro-. Cada día descubro un nuevo mundo, Florentina. Descubrí el de la luz, descubro hoy otro... ¿Es posible que tú, tan hermosa, tan divina, seas para mí? ¡Prima, prima mía, esposa de mi alma!

     Parecía que iba a caer al suelo desvanecido. Florentina hizo ademán de levantarse. Pablo le tomó una mano; después, retirando él mismo la ancha manga que lo cubría, besole el brazo con vehemente ardor, contando los besos.

     -Uno, dos, tres, cuatro... ¡Yo me muero!

     -Quita, quita -dijo Florentina, poniéndose en pie, y haciendo levantar tras ella a su primo-. Señor doctor, ríñale usted.

     Teodoro gritó:

     -¡Pronto... esa venda en los ojos, y a su cuarto, joven!

     Confuso volvió el joven su rostro hacia aquel lado. Tomando la visual recta vio al doctor junto al sofá de paja cubierto de mantas.

     -¿Está usted ahí, Sr. Golfín? -dijo acercándose en línea recta.

     -Aquí estoy -repuso Golfín seriamente. Creo que debe usted ponerse la venda y retirarse a su habitación. Yo le acompañaré.

     -Me encuentro perfectamente... Sin embargo, obedeceré... Pero antes déjenme ver esto.

     Observaba la manta y entre las mantas una cabeza cadavérica y de aspecto muy desagradable. En efecto, parecía que la nariz de la Nela se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su boca más insignificante, su tez más pecosa, sus cabellos más ralos, su frente más angosta. Con los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos labios, la infeliz parecía hallarse en la postrera agonía, síntoma inevitable de la muerte.

     -¡Ah! -dijo Pablo- mi tío me dijo que Florentina había recogido una pobre... ¡Qué admirable bondad!... Y tú, infeliz muchacha, alégrate, has caído en manos de un ángel... ¿Estás enferma? En mi casa no te faltará nada... Mi prima es la imagen más hermosa de Dios... Esta pobrecita está muy mala, ¿no es verdad, doctor?

     -Sí -dijo Golfín-, le conviene estar sola y no oír hablar.

     -Pues me voy.

     Pablo alargó una mano hasta tocar aquella cabeza que le parecía la expresión más triste de  la miseria y desgracia humanas. Entonces la Nela movió los ojos y los fijó en su amo. Pablo se creyó Pablo mirado desde el fondo de un sepulcro; tanta era la tristeza y el dolor que en aquella mirada había. Después la Nela sacó de entre las mantas una mano flaca, tostada y áspera y tomó la mano del señorito de Penáguilas, quien al sentir su contacto se estremeció de pies a cabeza y lanzó un grito en que toda su alma gritaba.

     Hubo una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden a las catástrofes del espíritu, como para hacerlas más solemnes.      Con voz temblorosa, que en todos produjo trágica emoción, la Nela dijo:

     -Sí, señorito mío, yo soy la Nela.

     Lentamente y como si moviera un objeto de mucho peso, llevó a sus secos labios la mano del señorito y le dio un beso... después un segundo beso... y al dar el tercero, sus labios resbalaron inertes sobre la piel del mancebo.

     Después callaron todos. Callaban mirándola. El primero que rompió la palabra fue Pablo, que dijo:

     -Eres tú... ¡Eres tú!...

     Después le ocurrieron muchas cosas, pero no pudo decir ninguna. Era preciso para ello que hubiera descubierto un nuevo lenguaje, así como había descubierto dos nuevos mundos, el de la luz, y el del amor por la forma. No hacía más que mirar, mirar y hacer memoria de aquel tenebroso mundo en que había vivido, allá donde quedaban perdidos entre la bruma sus pasiones, sus ideas y sus errores de ciego.

     Florentina se acercó derramando lágrimas, para examinar el rostro de la Nela, y Golfín que la observaba como hombre y como sabio, pronunció estas lúgubres palabras.

     -¡La mató! ¡Maldita vista suya!

     Y después mirando a Pablo con severidad le dijo:

     -Retírese usted.

     -Morir... morirse así sin causa alguna... Esto no puede ser -exclamó Florentina con angustia, poniendo la mano sobre la frente de la Nela-. ¡María!... ¡Marianela!

     La llamó repetidas veces, inclinada sobre ella, mirándola como se mira y como se llama desde los bordes de un pozo a la persona que se ha caído en él y se sumerge en las hondísimas y negras aguas.

     -No responde -dijo Pablo con terror.

     Golfín tentaba aquella vida próxima a su extinción y observó que bajo su tacto aún latía la sangre.

     Pablo se inclinó sobre ella, acercó sus labios al oído de la moribunda y gritó:

     -¡Nela, Nela, amiga querida!

     Entonces ella se agitó, abrió los ojos, movió las manos. Parecía que había vuelto desde muy lejos. Al ver que las miradas de Pablo se clavaban en ella con observadora curiosidad, hizo un movimiento de vergüenza y terror, y quiso ocultar su pobre rostro como se oculta un crimen.

     -¿Qué es lo que tiene? -exclamó Florentina con ardor-. D. Teodoro, no es usted hombre si no la salva... Si no la salva usted es usted un charlatán.

     La insigne joven parecía colérica en fuerza de ser caritativa.

     -¡Nela! -repitió Pablo, traspasado de dolor y no repuesto del asombro que le había producido la vista de su lazarillo-. Parece que me tienes miedo. ¿Qué te he hecho yo?

     La enferma alargó entonces sus manos, tomó la de Florentina y la puso sobre su pecho; tomó después la de Pablo y la puso también sobre su pecho. Después las apretó allí desarrollando un poco de fuerza. Sus ojos hundidos les miraban; pero su mirada era lejana, venía de allá abajo, de algún hoyo profundo y oscuro. Hay que decir como antes que miraba desde el lóbrego hueco de un pozo que a cada instante era más hondo. Su respiración fue de pronto muy fatigosa. Suspiró varias veces, oprimiendo sobre su pecho con más fuerza las manos de los dos jóvenes.

     Teodoro puso en movimiento toda la casa; llamó y gritó; hizo traer medicinas, poderosos revulsivos, y trató de suspender el rápido descenso de aquella vida.

     -Difícil es -exclamó- detener una gota de agua que resbala, que resbala ¡ay!, por la pendiente abajo y está ya a dos pulgadas del Océano; pero lo intentaré.

     Mandó retirar a todo el mundo. Sólo Florentina quedó en la estancia. ¡Ah!, los revulsivos potentes, los excitantes nerviosos mordiendo el cuerpo desfallecido para irritar la vida, hicieron estremecer los músculos de la infeliz enferma; pero a pesar de esto se hundía más a cada instante.

     -Es una crueldad -dijo Teodoro con desesperación, arrojando la mostaza y los excitantes- es una crueldad lo que estamos haciendo. Echamos perros al moribundo para que el dolor de las mordidas le haga vivir un poco más. Afuera todo eso.

     -¿No hay remedio?

     -El que mande Dios.

     -¿Qué mal es este?

     -La muerte -vociferó con cierta inquietud delirante, impropia de un médico.

     -¿Pero qué mal le ha traído la muerte?

     -La muerte.

     -No me explico bien. Quiero decir que de qué...

     -¡De muerte! No sé si pensar que ha muerto de vergüenza, de celos, de despecho, de tristeza, de amor contrariado. ¡Singular patología! No, no sabemos nada... sólo sabemos cosas triviales.

     -¡Oh!, ¡qué médicos!

     -Nosotros no sabemos nada. Conocemos algo de la superficie.

     -¿Esto qué es?

     -Parece una meningitis fulminante.

     -¿Y qué es eso?

     -Cualquier cosa... ¡La muerte!

     -¿Es posible que se muera una persona sin causa conocida, casi sin enfermedad?... ¿Señor Golfín, qué es esto?

     -¿Lo sé yo acaso?

     -¿No es usted médico?

     -De los ojos, no de las pasiones.

     -¡De las pasiones! -exclamó hablando con la moribunda-. Y a ti, pobre criatura, ¿qué pasiones te matan?

     -Pregúntelo usted a su futuro esposo.

     Florentina se quedó absorta, estupefacta.

     -¡Infeliz! -exclamó con ahogado sollozo-. ¿Puede el dolor moral matar de esta manera?

     -Cuando yo la recogí en la Trascava, estaba ya consumida por una fiebre espantosa.

     -Pero eso no basta ¡ay!, no basta.

     -Usted dice que no basta. Dios, la Naturaleza dicen que sí.

     -Si parece que ha recibido una puñalada.

     -Recuerde usted lo que han visto hace poco estos ojos que se van a cerrar para siempre. Considere usted que la amaba un ciego y que ese ciego ya no lo es, y la ha visto... ¡la ha visto!... ¡la ha visto!, lo cual es como un asesinato.

     -¡Oh!, ¡qué horroroso misterio.

     -No, misterio no -gritó Teodoro con cierto espanto- es el horrendo desplome de las ilusiones, es el brusco golpe de la realidad, de esa niveladora implacable que se ha interpuesto al fin entre esos dos nobles seres. ¡Yo he traído esa realidad, yo!

     -¡Oh!, ¡qué misterio! -repitió Florentina, que no comprendía bien por el estado de su ánimo.

     -Misterio no, no -volvió a decir Teodoro, más agitado a cada instante- es la realidad pura, la desaparición súbita de un mundo de ilusiones. La realidad ha sido para él nueva vida, para ella ha sido dolor y asfixia, ha sido la humillación, la tristeza, el desaire, el dolor, los celos... ¡la muerte!

     -Y todo por...

     -¡Todo por unos ojos que se abren a la luz... a la realidad!... No puedo apartar esta palabra de mi mente. Parece que la tengo escrita en mi cerebro con letras de fuego.

     -Todo por unos ojos... ¿Pero el dolor puede matar tan pronto?... ¡casi sin dar tiempo a ensayar un remedio!

     -No sé -replicó Teodoro inquieto, confundido, aterrado, contemplando aquel libro humano de caracteres oscuros, en los cuales la vista científica no podía descifrar la leyenda misteriosa de la muerte y la vida.

     -¡No sabe! -dijo Florentina con desesperación-. Entonces ¿para qué es médico?

     -No sé, no sé, no sé -exclamó Teodoro, golpeándose el cráneo melenudo con su zarpa de león-. Sí, una cosa sé, y es que no sabemos más que fenómenos superficiales. Señora, yo soy un carpintero de los ojos nada más.

     Después fijó los suyos con atención profunda en aquello que fluctuaba entre persona y cadáver, y con acento de amargura exclamó:

     -¡Alma! ¿qué pasa en ti?

     Florentina se echó a llorar.

     -¡El alma -murmuró, inclinando su cabeza sobre el pecho- ya ha volado!

     -No -dijo Teodoro, tocando a la Nela-. Aún hay aquí algo; pero es tan poco, que parece ha desaparecido ya su alma y han quedado sus suspiros.

     -¡Dios mío!... -exclamó la de Penáguilas, empezando una oración.

     -¡Oh!, ¡desgraciado espíritu! -murmuró Golfín-. Es evidente que estaba muy mal alojado...

     Los dos la observaron muy de cerca.

     -Sus labios se mueven -gritó Florentina.

     -Habla.

     Sí, los labios de la Nela se movieron. Había articulado una, dos, tres palabras.

     -¿Qué ha dicho?

     -¿Qué ha dicho?

     Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era sin duda el idioma con que se entienden los que viven la vida infinita.

     Después sus labios no se movieron más. Estaban entreabiertos y se veía la fila de blancos dientecillos. Teodoro se inclinó, y besando la frente de la Nela, dijo así con firme acento:

     -Mujer, has hecho bien en dejar este mundo.

     Florentina se echó a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa:

     -Yo quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo.
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- XXII -

Adiós

     ¡Cosa rara, inaudita! La Nela que nunca había tenido cama, ni ropa, ni zapatos, ni sustento, ni consideración, ni familia, ni nada propio, ni siquiera nombre, tuvo un magnífico sepulcro que causó no pocas envidias entre los vivos de Socartes. Esta magnificencia póstuma fue la más grande ironía que se ha visto en aquellas tierras calaminíferas. La señorita Florentina, consecuente con sus sentimientos generosos, quiso atenuar la pena de no haber podido socorrer en vida a la Nela, con la satisfacción de honrar sus pobres despojos después de la muerte. Algún positivista empedernido, criticona por esto; pero nosotros vemos en tan desusado hecho una prueba más de la delicadeza de su alma.

     Cuando la enterraron, los curiosos que fueron a verla ¡esto sí que es inaudito y raro!  la encontraron casi bonita; al menos así lo decían. Fue la única vez que recibió adulaciones.

     Los funerales se celebraron con pompa, y los clérigos de Villamojada abrieron tamaña boca al ver que se les daba dinero por echar responsos a la hija de la Canela. Era estupendo, fenomenal que un ser cuya importancia social había sido casi casi semejante a la de los insectos, fuera causa de encender muchas luces, de tender muchos paños y de poner roncos a sochantres y sacristanes. Esto, a fuerza de ser extraño, rayaba en lo chistoso. No se habló de otra cosa en seis meses.

     La sorpresa y... dígase de una vez, la indignación de aquellas buenas muchedumbres llegaron a su colmo cuando vieron que por el camino adelante venían dos carros cargados con enormes piezas de piedra blanca y fina. ¡Ah! En el entendimiento de la Señana se verificaba una espantosa confusión de ideas, un verdadero cataclismo intelectual, un caos, al considerar que aquellas piedras blancas y finas eran el sepulcro de la Nela. Si ante la Señana volara un buey o discurriera su marido, ya no le llamaría la atención.

     Revolvieron los libros parroquiales de Villamojada, porque era preciso que después de muerta tuviera un nombre fijo la que se había pasado sin él en vida, como lo prueba esta misma historia, donde se la nombra de distintos modos. Hallado aquel requisito indispensable para figurar en los archivos de la muerte, la magnífica piedra sepulcral que se ostentaba orgullosa en medio de las rústicas cruces del cementerio de Aldeacorba tenía grabados estos renglones:

R. I. P.

MARÍA MANUELA TÉLLEZ

RECLAMOLA EL CIELO

EN 12 DE OCTUBRE DE 186...

     Una guirnalda de flores primorosamente tallada en el mármol coronaba esta inscripción. Algunos meses después, cuando ya Florentina y Pablo Penáguilas se habían casado y cuando (dígase la verdad, porque la verdad es antes que todo)... cuando nadie en Aldeacorba de Suso se acordaba ya de la Nela, fueron viajando por aquellos países unos extranjeros de esos que llaman turistas, y luego que vieron el soberbio túmulo de mármol alzado en el cementerio por la piedad religiosa y el afecto sublime de una ejemplar mujer, se quedaron embobados de admiración, y sin más averiguaciones escribieron en su cartera de apuntes estas observaciones, que con el título de Sketches from Cantabria publicó más tarde un periódico inglés.

     «Lo que más sorprende en Aldeacorba es el espléndido sepulcro erigido en el cementerio, sobre la tumba de una ilustre joven, célebre en aquel país por su hermosura. Doña Mariquita Manuela Téllez perteneció a una de las familias más nobles y acaudaladas de Cantabria, la familia de Téllez Girón y de Trastamara. De un carácter espiritual, poético y algo caprichoso, tuvo el antojo (take a fancy) de andar por los caminos tocando la guitarra y cantando odas de Calderón, y se vestía de andrajos para confundirse con la turba de mendigos, buscones, trovadores, toreros, frailes, hidalgos, gitanos y muleteros, que en las kermesas forman esa abigarrada plebe española que subsiste y subsistirá siempre, independiente y pintoresca, a pesar de los rails y de los periódicos que han empezado a introducirse en la península occidental. El abad de Villamojada lloraba hablándonos de los caprichos, de las virtudes y de la belleza de la aristocrática ricahembra, la cual sabía presentarse en los saraos, fiestas y cañas de Madrid con el porte (deportment) más aristocrático. Es incalculable el número de bellos romanceros, sonetos y madrigales compuestos en honor de esta gentil doncella por todos los poetas españoles.»

     Bastome leer esto para comprender que los dignos reporters habían visto visiones. Traté de averiguar la verdad, y de la verdad que averigüé resultó este libro.

     Despidámonos para siempre de esta tumba, de la cual se ha hablado en El Times. Volvamos los ojos hacia otro lado, busquemos a otro ser, rebusquémosle, porque es tan chico que apenas se ve, es un insecto imperceptible, más pequeño sobre la faz del mundo que el philloxera en la breve extensión de la viña. Al fin le vemos; allí está, pequeño, mezquino, atomístico. Pero tiene alientos y logrará ser grande. Oíd su historia, que es de las más interesantes...

     Pues señor...

     Pero no: este libro no le corresponde. Acoged bien el de Marianela y a su debido tiempo se os dará el de Celipín.

FIN DE MARIANELA

 

 

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