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Dialogos Socráticos             Página (2) 

  

El Sofista

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Extranjero. -Coloquémonos ahora en otro punto de vista. Porque no es de poco valor el arte a que se refiere nuestra indagación y, antes bien, es, por el contrario, de una extrema variedad. Y lo que acabamos de decir da lugar a pensar, que el sofista pertenece aún a otro género diferente del que le hemos asignado.

Teetetes. -Veamos, explícate.

Extranjero -Hemos sentado que el arte de adquirir comprehende dos especies, la adquisición por la caza y la adquisición por convenio.

Teetetes. -Así lo hemos establecido.

Extranjero.-Distinguiremos en la adquisición por convenio el que tiene lugar por donación y el que tiene lugar por compra y venta.

Teetetes. -Distingámoslos.

Extranjero. -Ahora diremos que la adquisición por compra y venta se divide en dos partes.

Teetetes. -¿Cómo?

Extranjero. -En la una se venden los productos de su propia industria, y la llamaremos comercio de primera mano; en la otra se venden los productos de una industria ajena, y la llamaremos comercio de segunda mano.   

Teetetes. -Muy bien.

Extranjero. -¡Pero qué! En el comercio de segunda mano, al que se hace en la ciudad misma, que es casi la mitad de este comercio, ¿no se llama tráfico?

Teetetes. -Sí.

Extranjero. -El otro, que consiste en ir de ciudad en ciudad, comprando y vendiendo, ¿no es lo que se llama negocio?

Teetetes. -Sin duda.                                

Extranjero. -¿En el negocio, no distinguimos dos partes, una que suministra por el dinero todo lo que es necesario al alimento del cuerpo, y otra que suministra todas las cosas que necesita el alma?

Teetetes. -¿Qué quieres decir con eso?

Extranjero. –Indudablemente, la dificultad que experimentamos es respecto del alma, porque, por lo demás, comprendemos bien lo que concierne al cuerpo.

Teetetes. -Si.

Extranjero. –La música, en general, que se compra y se vende de ciudad en ciudad; el arte del dibujo; el de las apariencias y encantamientos; todos los que se dirigen al alma, sea para encantarla, sea para instruirla, y cuyas obras son transportadas y vendidas; todo esto constituye un comercio, y consideramos al que lo ejerce tan negociante como el que lo hace con granos y líquidos.

Teetetes. -Es la verdad.

Extranjero. -El que compra conocimientos y, en seguida, los cambia por el dinero, yendo de ciudad en ciudad, ¿no le darás, también, el hombre de negociante?

Teetetes. -Sin duda.

Extranjero. -Una parte de este negocio de las cosas del alma podría llamarse muy bien exhibición de objetos de aparato y de lujo; y la otra debería tener igualmente un nombre, que será ridículo si ha de ser apropiado a la cosa, puesto que se trata de la venta de conocimientos.

Teetetes. -Evidentemente.

Extranjero. -En este comercio de los conocimientos, es preciso designar con un nombre la parte que se ocupa de los relativos a las otras artes, y con otro nombre, la que se ocupa de los relativos a la virtud.

Teetetes. -Es imposible dejar de hacerlo así.

Extranjero. -Comercio de las cosas de arte, he aquí un nombre que conviene perfectamente a la primera parte. Procura encontrar otro para la segunda.

Teetetes. -¿Qué otro nombre darle, para no equivocarse, que el del género que es objeto de nuestra indagación, el género sofístico?

Extranjero. -Ningún otro. Resumamos, pues, diciendo que el arte del sofista, bajo su segunda forma, se nos presenta como el .arte de adquirir por el comercio, haciendo cambios; como un negocio, como el negocio de las cosas del alma; y como ventas de discursos y conocimientos relativos a la virtud.

Teetetes. -Muy bien.

Extranjero. -En cuanto a su tercera forma, si un hombre se estableciese de una manera fija en su ciudad, y allí comprando y fabricando él mismo conocimientos, hallase medio de vivir vendiéndolos en seguida, creo que a este comercio le podremos dar el mismo nombre que al anterior.

Teetetes. -Sin duda.

Extranjero. -Por lo tanto, el arte de adquirir por el comercio, haciendo cambios, ya se compren o se fabriquen los productos, en una palabra, el comercio de los conocimientos de que hemos hecho mención, cualquiera que sea el modo, es, en todo caso, a lo que parece, lo que tú llamas arte sofística.

Teetetes. -Necesariamente, si nos hemos de dejar guiar por la razón.

Extranjero. –Examinemos, aún, si el género, cuyo conocimiento tratamos de adquirir, se refiere a alguna otra categoría.

     Teetetes. -¿A cuál?

Extranjero. -Una de las partes del arte de adquirir es, como hemos dicho, el arte de combatir.

Teetetes. -En efecto, así es.

Extranjero. -¿No es conveniente dividir el arte de combatir en dos especies?

Teetetes. -Te suplico que me digas cuáles son.

Extranjero. -La lucha entre rivales y la lucha entre enemigos.

Teetetes. -Es cierto.

Extranjero. -La lucha entre enemigos, la que tiene lugar cuerpo a

cuerpo, ¿no la denominaríamos convenientemente, si la lIamaramos lucha por la fuerza?

Teetetes. -Sí.

Extranjero. -Y a la que tiene lugar oponiendo discursoo a discurso, mi querido Teetetes, ¿qué otro nombre podemos darle que el de controversia?

   Teetetes. -Ningún otro.

Extranjero. -La controversia la dividiremos en dos.

Teetetes. -¿Cómo?

Extranjero. -Cuando consiste en largos discursos, que se oponen a otros iguales y recae la cuestión sobre lo justo y lo injusto, y se ventila en público, la llamamos controversia jurídica.

Teetetes. –Sí.

Extranjero. -Cuando tiene lugar entre particulares, y se interrumpe con preguntas y respuestas, ¿no acostumbramos a darle el nombre de disputa?

Teetetes. -Exactamente.

Extranjero. -Con respecto a la disputa, que recae sobre las transacciones de comercio, y se verifica, naturalmente y sin artificio, formamos una especie aparte, puesto que la razón nota en ella diferencias que la distinguen de las demás; sin embargo, los antiguos no le dieron nombre, y no merece que nosotros se lo demos.

Teetetes. -Es cierto; se divide en un número infinito de pequeñas variedades.

Extranjero. –Pero, a la disputa en que juega el arte, y que recae sobre lo justo, lo injusto, y otras cosas del mismo género, ¿no acostumbramos a llamarla discusión?

Teetetes.-Sin duda.

Extranjero.- Y en la discusión cabe distinguir la que arruina y la que enriquece.

Teetetes. -Perfectamente.

Extranjero. -Tratemos, pues, de buscar el nombre que conviene a cada una de estas dos especies.

Teetetes. -Sí, procurémoslo.               

Extranjero. -Creo que la discusión a que uno se entrega por placer y por pasatiempo, abandonando sus propios negocios, y que, a causa de la imperfección del estilo, es escuchada por los que están presentes, sin causarles placer, creo, -digo-, que no merece otro nombre que el de palabrería.

Teetetes. -Así se la llama.

Extranjero. –En cuanto a la discusión opuesta a ésta, que se aprovecha de las querellas particulares para ganar dinero, procura, a tu vez, darle un nombre.

Teetetes. -A eso no cabe más que una respuesta, si no hemos de extraviarnos, y es, que oor cuarta vez, se nos presenta el sorprendente personaje que buscamos, el sofista.

Extranjero. -Por consiguiente, el sofista es del género de aquellos que discuten para ganar dinero, y su oficio forma parte del arte de disputar, del arte de controvertir, del arte de luchar, del arte de combatir, del arte de adquirir, como acabamos de explicar.

Teetetes. -Es muy claro.

Extranjero –Mira ahora cuán cierto es decir que el sofista es un animal diverso y que no se deja coger, como suele decirse, con una sola mano.

Teetetes. –Luego, es necesario aplicar las dos.

Extranjero. -Sí, y con todas nuestras fuerzas, si queremos seguir el nuevo rastro que se presenta. Dime: ¿no hay ciertas cosas que nosotros designamos con términos familiares?

Teetetes. -Hay muchas, pero entre ellas ¿de cuáles quieres hablar?

Extranjero. -He aquí algunas: clarificar, acribar, aechar, entresacar.

Teetetes. -Bien.

Extranjero. –Añade, a las precedentes operaciones, las de cardar, hilar, tejer, y otras mil análogas, que sabemos que forman parte de las artes. ¿No es así?

Teetetes. -¿Qué te propones demostrar, ahora, con tales ejemplos, o qué intentas preguntarme?

Extranjero. -¿No es cierto que todos los ejemplos, que acabamos de citar, expresan la acción de discernir?

Teetetes. -Sí.

Extranjero. -Según mi modo de razonar, se refieren todos a un arte único, que designaremos, con un solo nombre.

Teetetes. -¿Cuál?

Extranjero. -El arte de discernir.

Teetetes. –Bien.

Extranjero. -Examina si habría medio de distinguir en este arte dos especies.

Teetetes. -Me impones una indagación demasiado premiosa para mí.

Extranjero. -¡Ah! ¿No ves que, cuando se discierne o distingue alguna cosa, tan pronto se separa lo peor de lo mejor, como lo semejante de lo semejante?

Teetetes. -Ahora que lo has dicho, me parece claro.

Extranjero. -Yo no conozco un nombre en uso para expresar la segunda manera de discernir; mas, por lo que hace a la que conserva lo mejor y desecha lo peor, conozco uno.

Teetetes. -Dilo.

Extranjero. -Toda operación de este género, si no me equivoco, es llamada por todo el mundo purificación.

Teetetes. -Así es como se la llama.

Extranjero. –Y bien, ¿no notas que el arte de purificarse es doble?

Teetetes. -Sí, con el tiempo, quizá; pero ahora no distingo nada.

Extranjero. -Sin embargo, es conveniente reunir bajo un nombre común las diferentes especies de purificación que se refieren al cuerpo.

   Teetetes. -¿Qué especies y qué nombre?           

Extranjero. -Hablo de las purificaciones de los seres vivos, ya tengan lugar en el interior del cuerpo por medio de la gimnasia y de la medicina, o ya en el exterior como las que se refieren al arte del bañero, que no merecen la pena de que se insista en ellas; y hablo también de las purificaciones de los cuerpos inanimados, que dependen del arte del batanero, del arte del adorno y embellecimiento, en general, y se distribuyen en mil variedades, cuyos nombres parecen ridículos.

Teetetes. -Muy bien.

Extranjero. -No puede ser de otra manera, mi querido Teetetes, pero no importa. Nuestro método no hace menos aprecio del arte de purificar con la esponja que del de purificar con brebajes; no se inquieta si el uno es menos útil, y el otro más. En la esperanza de llegar al conocimiento de todas las artes, se consagra a discemir las que pertenecen a una misma familia y las que son de familias diferentes, y a todas, las estima igualmente; y si encuentra que alguna se parece, no por esto tiene a las unas por más ridículas que las otras. No creo que el arte de la guerra proporcione una caza más noble que el arte de destruir los insectos, sino que, de ordinario, inspira más frivolidad y más orgullo. En cuanto al nombre que tú reclamas para designar, a la vez, todas las operaciones, que tienen por objeto purificar los cuerpos animados o inanimados, nuestro método no se cuida, en manera ninguna, de que sea un nombre magnífico; basta que comprenda todas las especies de purificación, diferentes de las purificaciones del alma, porque el objeto de nuestro método es, si no lo entiendo mal, separar claramente las purificaciones del espíritu de todas las demás.

Teetetes. -Entiendo perfectamente, y reconozco dos especies de purificación, la una, que mira el alma; la otra, que mira al cuerpo y es diferente de la primera.

Extranjero. -¡Admirablemente dicho! Pero, escúchame aún, y tratemos de subdividir en dos esta última división.

Teetetes. -Te seguiré a todas partes, y trataré de dividir contigo.

Extranjero. -¿Diremos que, en el alma, la maldad difiere de la virtud?

Teetetes. -¿Cómo negarlo?

Extranjero. -La purificación, según nosotros, consiste en desterrar todo lo que es malo, conservando el resto.

Teetetes. -En eso consiste.

Extranjero. -Si, pues, en lo que concierne al alma, tenemos que se ha desterrado la maldad, y si a esto lo llamamos purificación, nos habremos expresado con exactitud.

Teetetes. -Mucho.

Extranjero. –Hay dos suertes de maldad en el alma.

Teetetes. -¿Cuáles?                            

Extranjero. -La una se parece a la enfermedad del cuerpo; la otra, a la fealdad.

Teetetes. -No comprendo.

Extranjero. -¿Crees, quizá, que enfermedad y discordia sean una misma cosa?

Teetetes. -He aquí una pregunta a la que no sé qué responder.

Extranjero. -¿Crees que la discordia sea otra cosa que la desunión que sobreviene, como resultado de una alteración, entre principios que naturalmente corresponden a una misma familia?

Teetetes. -No.

Extranjero. -¿Y la fealdad es otra cosa que la falta de armonía, que es desagradable dondequiera que se encuentre?

Teetetes. -No puede ser otra cosa.

Extranjero. -¡Pero qué! En el alma de los hombres malos, ¿no vemos las opiniones en discordia con los apetitos; el valor, con los placeres; la razón, con los pesares, y todas las cosas con todas las cosas?

Teetetes. –Sí, ciertamente.

Extranjero. -Estos principios son todos de la misma familia.

Teetetes. -¿Cómo negarlo?

Extranjero. –Luego, diciendo que la maldad es una discordia y una enfermedad del alma, nos explicaremos con exactitud.

Teetetes. -Mucho.

Extranjero. -Pero veamos otra cosa. Hay cosas capaces de moverse, que tienden a un fin, y hacen esfuerzos para.conseguirlo. Pues bien, si en cada uno de estos arranques pasan al lado del fin o meta sin tocarla, ¿procede esto de que se mueven con medida o, por el contrario, de que se mueven sin ella?

Teetetes. -Sin medida, evidentemente.

Extranjero. -Pero sabemos que la ignorancia, es involuntaria en todas las almas.

Teetetes. -Ciertamente.

Extranjero. -La ignorancia para un alma que se lanza en busca de la verdad, no es otra cosa que la desviación de un pensamiento extraviado.

Teetetes. -Así es.

Extranjero. -Un alma irrazonable es deforme y está desprovista de medidas.

Teetetes. -Así parece.

Extranjero. -Existen, pues, en el alma, al parecer, estas dos clases de males: primera, la que la mayor parte de los hombres llama maldad, y es evidentemente la enfermedad del alma.

Teetetes. -Sí.

Extranjero. -En seguida viene la que se llama ignorancia; pero no se admite de buena gana que este mal baste por sí solo para hacer mala  al alma.

Teetetes. -Veo bien que es preciso conceder lo que decías antes y sobre lo que yo dudaba: que existen en el alma dos especies de males: la cobardía, los excesos, la injusticia, todo esto es la enfennedad; la ignorancia, tan múltiple y tan diversa, es la fealdad.

Extranjero. -Respecto del cuerpo, ¿no hay dos artes que corresponden a estas dos afecciones?    

Teetetes. -¿Qué artes?

Extranjero. -Para la fealdad, ¿gimnasia; para la enfermedad, la medicina.

Teetetes. -Conforme.

Extranjero. -Pues bien, para curar la intemperancia, la injusticia, la cobardía, ¿hay, en el mundo, un arte más propio que la justicia, con sus castigos?

Teetetes. -Es el mejor, en cuanto se puede tener confianza en el juicio humano.

Extranjero. -Y para poner remedio a la ignoraricia, en general, ¿hay un arte más apropiado que la enseñanza?

Teetetes. -No, no lo hay.

Extranjero. -Veamos si es preciso considerar este arte como formando un solo género indivisible o como teniendo partes distintas, y dos de ellas principales, que envuelven a las demás. Estáme atento.

Teetetes. -Lo estoy.

Extranjero. -He aquí, a mi parecer, el procedimiento más sencillo

para encontrar lo que buscamos.

Teetetes. -¿Cual?

Extranjero. -Consideremos la ignorancia como dividida en dos partes. Desde el momento en que la ignorancia se divide, es preciso que el arte de la enseñanza se divida igualmente, para corresponder a cada una de sus partes.

Teetetes. -¿Y que?, ¿ves tú, ya, el objeto que buscamos?

Extranjero. -Creo ver claramente una grande y terrible especie de ignorancia, igual por sí sola a todas las demás.

Teetetes. -¿Cuál?

Extranjero. -La de imaginarse saber lo que no se sabe. Este puede muy bien ser el origen de todos los errores en que incurrimos.

Teetetes. -Es cierto.

Extranjero. -De todas las clases de ignorancia, es la única, a mi parecer, que merece completamente ser llamada con este nombre.

Teetetes. -En efecto.

Extranjero. ¿Quáé nombre es preciso dar a la parte de la enseñanza que nos libra de esta ignorancia?

Teetetes. -Yo creo, extranjero, que las otras partes de la enseñanza son relativas a los oficios mecánicos; pero, por lo menos entre nosotros, éste de que se trata se llama educación.

Extranjero. -Lo mismo sucede, mi querido Teetetes, en casi toda la Grecia. Pero debemos indagar ahora si la educación es un todo indivisible o si tiene partes que merezcan nombres distintos.

Teetetes. -Examinémoslo.

Extranjero. –Pues bien, me parece que se puede dividir.

Teetetes. -¿Cómo?

Extranjero. -En la enseñanza y sus discursos hay, a mi parecer, un método más dulce y otro más rudo.

Teetetes -¿Cuáles son estos dos métodos?

Extranjero. -El uno antiguo, practicado por nuestros padres y del que muchas se sirven aún hoy para con sus hijos, a quienes tan pronto regañan con severidad, como reprenden con dulzura, cuando han cometido algnua falta. Puede llamársele, en general y no sin alguna propiedad, amonestación.

Teetetes. -Está bien.      

Extranjero. -En cuanto al otro método, algunos, después de una madura reflexión, han creído que la ignorancia es siempre involuntaria; que el que cree saberlo todo y no duda de su mérito es mal elemento para aprender y, por lo tanto, que, después de muchas incomodidades, la amonestación no produce en la educación sino muy medianos resultados.

Teetetes. -No se engañan.

Extranjero. -Otro es el camino por el que llegan a destruir esta loca confianza.

Teetetes. -¿Por cuál?

Extranjero. -Interrogan a su hombre, sobre las cosas que él cree conocer, y que no conoce; mientras se extravía, les es fácil reconocer y juzgar sus opiniones y, entonces, cotejándolas en s1,1S discursos, comparan las unas con las otras, y por medio de esta comparación le hacen ver, que ellas se contradicen sobre los mismos objetos, considerados en las mismas relaciones y bajo los mismos puntos de vista. Viendo esto, el hombre se hace severo consigo mismo e indulgente con los demás. Per medio de este procedimiento, abandona la alta y elevada posición que tenía de sí mismo, siendo ésta, entre todas las despreocupaciones, la más conveniente para aprender, y la más segura para la persona interesada. Esto consiste, mi querido amigo, en que los que purifican el alma, piensan como los medicos respecto al cuerpo. Éstos son de parecer que el cuerpo no puede aprovechar los alimentos que se le dan, si no se empieza por expeler lo que puede impedirlo; y aquéllos juzgan que el alma no puede sacar ninguna utilidad de los conocimientos que se le dan, si no se cura al enfermo, por la refutación; si refutándole, no se le obliga a avergonzarse de sí mismo, sino se le arrancan todas las opiniones que se oponen, como un obstáculo, a los verdaderos conocimientos, si no se le purifica, si no se le enseña a reconocer que no sabe más que aquello que sabe y nada más.

Teetetes. -De todas las disposiciones interiores, es ésta precisamente la más hermosa y la más sabia.

Extranjero. -De todo esto, mi querido Teetetes, es preciso concluir que, en el método de refutación, consiste la más grande y poderosa de las purificaciones, y el que nunca ha sido refutado, aunque fuese el gran fey de Persia, como tiene impura la mejor parte de sí mismo, es preciso considerarle como maleducado, y desarreglado, precisamente con relación a cosas, en que el hombre que quiera ser verdaderamente dichoso, debería mostrarse como el más puro y bello del mundo.

Teetetes. -No se puede hablar mejor. 

Extranjero. -¿Cómo llamaremos a los que practican este arte? Porque yo no me atrevo a llamarles sofistas.

Teetetes. -¿Por qué?

Extranjero. -Por miedo de honrarlos demasiado.

Teetetes. -Sin embargo, el retrato que acabamos de trazar se les parece bien.

Extranjero. -Como el lobo al perro, y lo más indómito a lo más manso. El que quiera no verse inducido a error, debe no dejarse llevar de semejanzas, porque es materia muy resbaladiza. Pero, admitamos que sean, en efecto, sofistas. ¿Para qué disputar sobre pequeñas diferencias, cuando, por otra parte, estamos sobre aviso?

Teetetes. -Bien.

Extranjero. -Separemos, pues, en el arte de distinguir, o discernir, el de purificar; en el arte de purificar, la parte que se refiere al alma; en ésta, la enseñanza; en la enseñanza, la educación; y en la educación, este arte de refutar las vanas opiniones y la falsa sabiduría, tal como lo hemos hecho ver y, entonces, declaremos que no es de raza menos noble que el arte sofístico.

Teetetes. -Declarémoslo. Pero, heme aquí en un conflicto, porque, en medio de estas formas diversas, yo no puedo decir, con confianza, cuál es la que corresponde verdaderamente al sofista.

Extranjero. -Tienes razón; debes verte apurado. Pero, al sofista mismo, -créemelo-, es también difícil escapar de nuestra argumentación, porque el proverbio es exacto: “No es fácil tomar todas las avenidas”. Ahora estrechémosle aún más.

Teetetes. -Bien dicho.

Extranjero. -Pero, por lo pronto, detengámosnos, para tomar aliento y, descansando, reflexionemos en nosotros mismos, y veamos bajo cuántas formas se nos ha representado el sofista. Si no me engaño, primero hemos encontrado en él un cazador interesado de jóvenes ricos.

Teetetes. –Sí.

Extranjero. –Después, un mercader de conocimientos para uso del alma.

Teetetes. -Es cierto.

Extranjero. -En tercer lugar, ¿no nos ha parecido como una especie de traficante, al por menor, en estos mismos objetos?

Teetetes. –Sí; y, en cuarto lugar, era un fabricante de las ciencias que vendía.

Extranjero. -Lo que recuerdas es exacto. Voy, a mi vez, a recordarte la quinta forma del sofista. Es un atleta, en los combates de palabra, hábil en el arte de discutir.

Teetetes. -En efecto.

Extranjero. -En cuanto a la sexta forma, hemos vacilado. Sin embargo, la hemos definido diciendo, con cierta complacencia, que es un purificador de las opiniones que estorban la entrada de la ciencia, en el alma.

Teetetes. -Muy bien.

Extranjero. -¿No observas que, cuando un hombre parece poseer muchas ciencias y, sin embargo, no se le designa con el nombre de una sola, esto nace de que se forma, de él, un falso juicio? ¿No es claro que el que juzga de esta manera no es capaz de descubrir por dónde estos diferentes conocimientos se ligan al mismo arte, y que precisamente, por esta razón, da al que los posee muchos nombres, en lugar de uno solo?

Teetetes. –Hay, ciertamente, trazas de que así sucede.

Extranjero. -En la indagación que nos ocupa, procuremos que nuestra negligencia no nos haga caer en la misma falta. Volvamos a hablar primeramente de uno de los caracteres, que hemos atribuido al sofista. Hay, entre ellos, uno que nos lo ha mostrado tal cual es.

Teetetes. -¿Qué carácter?

Extranjero. -El de disputador, -hemos dicho-.

Teetetes. -Sí.

Extranjero. -¿Y qué? ¿No enseña igualmente a los demás a que lo sean?

Teetetes. -En efecto.

Extranjero. -En este caso, examinemos en qué materias pretenden los sofistas hacer hábiles a los demás para discutir. Comencemos nuestra iudagación de esta manera: Dime, ¿es respecto de las cosas divinas, ocultas a la muchedumbre, sobre las que intentan enseñar a los demás a razonar?

Teetetes. -Sí, sobre estas cosas; por lo menos así se asegura.

Extranjero. -¿Intentan lo mismo con respecto a lo que hay de visible en la tierra, en el cielo, y a cuanto contienen una y otro?

Teetetes. -Sí.

Extranjero. –Además, sabemos que en las conversaciones particulares, cuando se trata de la generación y esencia de las cosas, sobresalen en esto de contradecirse a sí mismos, y en formar, a los demás, en este mismo arte.

Teetetes. -Es muy cierto.

Extranjero. –Pero, cuando se trata de las leyes y de todo lo concerniente a la política, ¿no se tienen por maestros en el arte de controvertir sobre estos puntos?

Teetetes. -Nadie querría oírles, si no se dieran el aire de maestros.

Extranjero. -Además, lo mismo respecto de todas las artes, que de cada una en particular, todas cuantas razones pueden oponerse a los que hacen profesión de sofistas, han sido consignadas, por ellos mismos por escrito; circulan de mano en mano, y están a disposición de quien quiera conocerlas.

Teetetes. -Creo que aludes a las obras, de Protágoras, sobre la palestra y las demás artes.

Extranjero. -Y a otras muchas, mi querido amigo. Pero, en fin, el arte de disputar, para decirlo de una manera general, ¿no se propone darnos el poder de razonar y de discutir sobre todas las cosas?

Teetetes. -Parece que muy poco puede faltar para abrazarlo todo.

Extranjero. -¿Y crees tú, ¡por los dioses!, querido mío, que esto sea posible? ¿Quizá vosotros, jóvenes, tenéis la vista más penetrante en esto, y nosotros, más entorpecida?

Teetetes. -¿En qué? ¿Qué quieres decir? No entiendo tu pregunta.

Extranjero. -Mi pregunta es la siguiente: ¿Es posible que un hombre lo sepa todo?

Teetetes. -Nuestra especie, ¡oh Extranjero!, sería, entonces, demasiado dichosa.

Extranjero. -¿Cómo el que no sabe puede decir algo razonable, cuando contradice al que sabe?

Teetetes. -No es posible.

Extranjero. -¿En qué consiste, pues, este poder de los sofistas, que tanto se admira?

Teetetes. -¿Qué quieres decir?

Extranjero. -¿De qué medio se valen los sofistas, para convencer a los jóvenes de que son ellos los más sabios entre todos y sobre todas las cosas? Evidentemente, si no discutiesen bien, y no tuviesen trazas de ello, o si teniéndolas, no debiesen su superioridad al arte de la controversia, como tú decías, nadie querría darles dinero para hacerse discípulo suyo.

Teetetes. -No, nadie.

Extranjero. -Y hoy día no faltan gentes que así lo quieren.

Teetetes. -No faltan, no.

Extranjero. -Es porque aparentan, a lo que creo, estar muy instruidos en las cosas sobre las que discuten.

Teetetes. -En efecto.

Extranjero. -Pero decimos que discuten sobre todas las cosas.

Teetetes. -Sí.

Extranjero. -¿Luego, se presentan como conocedores de toda las ciencias?

Teetetes. -Sin duda.

Extranjero. -Pero no lo son, porque esto nos ha parecido imposible.

Teetetes. -Imposible, seguramente.

Extranjero. –Luego, el sofista se nos muestra, sobre todo, como el que tiene aparienda de ciencia y no una ciencia verdadera.

Teetetes. -Así es. Y lo que dijimos antes de los sofistas, tiene trazas de ser perfectamente exacto.

Extranjero. -Tomemos un ejemplo más claro.

Teetetes. -¿Cuál?

Extranjero. - El siguiente: Procura fijar tu atención y responder.

Teetetes. -Habla.

Extranjero. -Si un hombre pretendiese saber, no decir y contradecir, sino hacer y ejecutar, por medio de un solo y mismo arte, todas las cosas.

Teetetes. -¿Cómo “todas las cosas”?

Extranjero. -He aquí que comienzas por no entender mis prime-ras palabras, puesto que no comprendes lo que significa “todas las cosas”.

Teetetes. -No, en verdad.

Extranjero. -Por todas las cosas, quiero decir tú y yo y, además, todos los animales y todas las plantas.

Teetetes. -¿Y después?

Extranjero. -Si alguno se creyese capaz de hacernos, a ti y a mí, y de hacer todos los seres vivos…

Teetetes. -¿Qué entiendes por “hacer”? Aquí no se trata de un labrador, porque hablas de un hombre capaz de hacer animales.

Extranjero. -Sin duda, e igualmente el mar, la tierra, el cielo, los dioses, y todo lo demás; y aun supongo que, después de haber hecho todas estas cosas en un abrir y cerrar de ojos, las vendería a un ínfimo precio.

Teetetes. -Lo que dices es una pura burla.

Extranjero. -¡Qué! Pretender que se saben todas las cosas y que todas se pueden enseñar a otros, a precio módico y en poco tiempo,  ¿no es también una burla?

Teetetes. -Incontestablemente

.Extranjero. -¿Conoces burla que exija más arte y produzca más placer que la imitación?

Teetetes. -No porque lo que designas con un solo nombre encierra mil variedades.

Extranjero. -¿No estimamos que el hombre, que se alaba de ser capaz de hacer todas las cosas mediante un solo arte, es lo mismo que el que, por medio de la pintura, imita seres, les da los mismos nombres y, mostrando estas imágenes de lejos a los ninos, que no tienen uso de razón, hace que formen una idea ilusoria de su habilidad, y les convence de que puede fabricar perfectamente, con sus manos, cuanto quiera?

Teetetes. -Sin duda.

Extranjero. -Y bien, ¿no creemos que puede darse, en los discursos, un arte semejante? ¿No es posible que se engañe a los jóvenes, alejados aún de la verdad de las cosas, haciéndoles oír vanos discursos, mostrándoles, de palabra, imágenes de, todos los seres, convenciéndoles de que estas imágenes son la Verdad misma, y que el que se las presenta es, en todo, el más instruido de los hombres?

Teetetes. –No obsta a que semejante arte exista.

Extranjero. -Respecto a la mayor parte de los que oyen estos discursos, mi querido Teetetes, cuando, con el transcurso del tiempo, han Ilesado a la edad madura, ¿no es una necesidad que, encontrándose con las cosas mismas, y forzados, por las impresiones que reciben, a fijar en ellas su atención, modifiquen sus primeras opiniones, juzguen pequeño lo que les había parecido grande, difícil lo que habían visto fáciI, y que vean, en fin, desvanecerse, por todas partes, los fantasmas de aquellos discursosmengañosos, al contacto de los hechos y de la realidad?

Teetetes. -Así lo pienso, en cuanto lo permite mi edad; porque soy aún de los que no perciben las cosas más que de lejos.

Extranjero. -He aquí por qué los presentes nos esforzaremos, y ya nos esforzamos, en aproximarte a la Verdad, aun antes de que lleguen, para ti, las advertencias de la experiencia. Pero volvamos al sofista, y dime: ¿no es ya claro para nosotros que es un charlatan que quiere imitar la realidad, o dudamos aun, en razón de si, siendo capaz de discutir sobre todas las cosas, posee verdaderamente la ciencia universal?

Teetetes. -No, extranjero, eso no puede, ser. Después de lo que hemos dicho, es claro que debe colocarse al sofista entre los farsantes.

Extranjero. -Es preciso definir al sofista, diciendo que es un charlatán y un imitador.

Teetetes. ¿Cómo no definirlo así?

Extranjero. -¡Ánimo, pues! Ahora no dejemos escapar la caza. Le hemos envuelto en la red de los razonamientos con que le hemos sitiado por todas partes, y no puede escapar.

Teetetes. -¿De qué?

Extranjero. –De ser considerado como un miembro de la familia de los autores de encantamientos.

Teetetes. -La misma idea me formo yo del sofista.

Extranjero. -En consecuencia, es preciso que cuanto antes dividamos el arte de producir imágenes. Cuando hayamos llegado a determinar sus partes, si el sofista nos aguarda a pie firme, nos apoderamos de él, según la orden del rey, al cual se lo entregaremos, como una ofrenda de nuestra caza. Si huye y se oculta en alguna de las divisiones del arte de imitar, le perseguiremos, analizando el punto en que él se ha refugiado, hasta que le hayamos cazado. Seguramente, ni él, ni ningún otro, se alabará nunca de haberse librado del método de los que saben abrazar las cosas, a la vez, en sus detalles y en su conjunto.

Teetetes. –Perfectamente, eso es lo que debe hacerse.

Extranjero. -Siguiendo nuestro método precedente de división, creo encontrar dos especies en el arte de imitar. Pero, ¿a cuál de las dos pertenece la forma que buscamos? No me considero capaz de encontrarla.

Teetetes. -Comienza por decirnos y explicarnos, cuáles son estas dos especies.

Extranjero. –Distingo, desde luego, en el arte de imitar el de copiar. Copiar es reproducir las proporciones del modelo, en longitud, latitud y profundidad y, además, añadir, a cada rasgo del dibujo, los colores convenientes, de tal manera que la imitación sea perfecta.

Teetetes. -¿Pero, no es eso mismo lo que intentan hacer todos los que se proponen imitar un objeto?

Extranjero. -No, por lo menos, los que ejecutan las grandes obras de pintura y escultura. Sabes bien que, si diesen sus verdaderas proporciones a las bellas figuras, que representan, las partes superiores nos parecerían demasiado pequeñas y las inferiores, demasiado grandes; porque vemos las unas de lejos, y las otras, de cerca. Así, nuestros artistas de hoy, sin cuidarse de la Verdad, calculan las proporciones de sus figuras, teniendo en cuenta, no la realidad, sino la apariencia.

Teetetes. -Así es, en efecto, como proceden.

Extranjero. -¿No es oportuno llamar una copia a esta primera clase de imitación, puesto que se parece al objeto?

Teetetes. -Sí.

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Fundación Educativa Héctor A. García