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L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

Díalogos Socráticos

 

Fedón, o de la inmortalidad del alma

 

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—Con mucho, el primero, Sócrates. Pues el último se me ha ocurrido sin demostración, con la ayuda de cierta verosimilitud especiosa, que es también la que suscita esta opinión en la mayoría de los hombres. Pero yo estoy consciente de que los argumentos que realizan las demostraciones, valiéndose de verosimilitudes, son impostores, y, si no se mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad, no sólo en geometría, sino también en todo lo demás. En cambio, el argumento referente al recuerdo y al aprender se ha desarrollado sobre un principio digno de aceptarse. Pues lo que se vino a decir fue que nuestra alma existía antes incluso de venir a parar al cuerpo, de la misma manera que existe su realidad que tiene por nombre el de lo que es. Este es el principio que yo, estoy convencido, he aceptado plenamente y con razón. Necesariamente, pues, como es natural, por esta causa no debo admitir, ni a mí ni a nadie, el decir que el alma es una armonía.

—¿Y qué opinas, Simmias, de esta otra cuestión? —dijo Sócrates—. ¿Te parece que a la armonía o a cualquier otra composición le corresponde tener otra modalidad de ser que aquella que tengan los componentes con los que se constituye?

—En absoluto.

—¿Ni tampoco, a lo que se me alcanza, el hacer o padecer algo que no se ajuste a lo que aquéllos hagan o padezcan?

—Simmias le dio su asentimiento.

—Luego a la armonía no le corresponde el guiar a los elementos con los que haya sido compuesta, sino el seguirlos.

—Simmias compartió esta opinión.

—Luego muy lejos está la armonía de moverse o de sonar en sentido contrario a sus propias partes, o de oponerse a ellas en cualquier otra cosa.

—Muy lejos, en efecto —respondió.

—¿Y qué? ¿No es por naturaleza la armonía de tal suerte que cada armonía es tal y como es armonizada?

—No comprendo —dijo Simmias.

—¿Es que —continuó Sócrates en el caso de que sea armonizada más y en mayor extensión — en el supuesto de que esto sea posible — no habría armonía en mayor intensidad y extensión, y si lo fuera menos y en menor extensión no sería ya armonía menor en intensidad y extensión?

—Exacto.

—¿Ocurre, acaso, eso con respecto al alma, de tal manera que un alma sea más que otra, aun en la más mínima proporción, bien en extensión e intensidad, o en pequeñez e inferioridad, eso mismo: alma?

—En modo alguno —respondió.

—Adelante, pues, ¡por Zeus! ——siguió Sócrates——.¿Se dice de unas almas que tienen sensatez y virtud y que son buenas, y de otras, en cambio, que son insensatas y malvadas? ¿Se dice también esto de acuerdo con la verdad?

—De acuerdo con la verdad, sin duda.

—En tal caso, ¿qué diría que son esas cosas que hay en las almas, la virtud, la maldad, uno cualquiera de los que opinan que el alma es una armonía? Acaso que son a su vez otra especie de armonía e inarmonía? ¿Que una de ellas, la buena, está armonizada y tiene en sí, siendo armonía, otra armonía, y que la otra no está de por sí armonizada y no tiene en sí misma otra armonía?

—Yo, por mi parte —respondió Simmias—, no sé responder. Pero está claro que sería algo por el estilo lo que diría quien sustentara la anterior opinión.

—Sin embargo, —repuso Sócrates—, se ha convenido anteriormente que un alma no es ni más ni menos alma que otra. Y el contenido de este asentimiento es que tampoco una armonía es ni mayor, ni inferior, ni menor que otra. ¿No es verdad?

—Enteramente.

—¿Y que la armonía, que no es ni mayor ni menor, tampoco está más o menos armonizada? ¿Es así?

—Por completo.

—¿Y es posible que la armonía que no está armonizada ni más ni menos participe en mayor o menor grado de la armonía, o tiene que participar en igual medida?

—En igual medida.

—Luego un alma, puesto que no es en mayor ni en menor grado que otra eso mismo, alma, ¿tampoco está más o menos armonizada?

—Así es.

—Y al ocurrirle esto, ¿tampoco participará más de inarmonía ni de armonía?

—No, sin duda alguna.

—Y al ocurrirle a su vez esto, ¿acaso podría tener un alma mayor participación que otra en maldad o en virtud, una vez admitido que la maldad es inarmonía y la virtud armonía?

—No podrá tenerla mayor.

—O, mejor dicho aún, según el razonamiento correcto: ningún alma participará en la maldad, puesto que es armonía. Pues, sin duda alguna, la armonía, al ser completamente eso mismo, armonía, nunca tendrá participación en la inarmonía.

—Nunca, es cierto.

—Y tampoco, es evidente, la tendrá el alma en la maldad, puesto que es completamente alma.

—En efecto, ¿cómo podría tenerla, al menos según lo dicho anteriormente?

—Luego, de acuerdo con este razonamiento, todas las almas de todos los seres vivos serán buenas por igual, ya que por naturaleza las almas son por igual eso mismo, almas.

—Al menos, a mí me lo parece, Sócrates —dijo Simmias.

—¿Y te parece también —replico— que está bien dicho en esa forma nuestro argumento? ¿No te parece que le ocurriría esto, si fuera exacta la hipótesis de que el alma es una armonía?

—De ningún modo está bien dicho —respondió.

—¿Y qué? —prosiguió Sócrates—. Entre todas las cosas que hay en el hombre, ¿es posible que digas que sea otra que el alma la que mande, sobre todo si es sensata?

—Yo, al menos, no lo digo.

—¿Cede, acaso, a las afecciones del cuerpo, o se opone a ellas? Y quiero decir lo siguiente: por ejemplo, el que cuando se tiene calor y sed nos arrastre hacia lo contrario, a no beber, y cuando se tiene hambre a no comer, y otros mil casos similares, en los que vemos al alma oponerse a los apetitos del cuerpo ¿No es verdad?

—Completamente.

—Pero, ¿no hemos convenido, por el contrario, en nuestros argumentos anteriores, que nunca, al menos en el caso de que sea armonía, cantaría en sentido contrario a las tensiones, relajamientos, vibraciones, y cualquier otra afección que experimentaran los elementos con los que estaba constituida, sino que los seguía y nunca podía guiarlos?

—Lo convenimos —respondió, ¡Cómo no!

—¿Entonces, qué? ¿No se nos muestra ahora realizando todo lo contrario? Guía a todos esos elementos con los que se dice que está compuesta; poco le falta para oponerse a todos durante toda la vida; es dueña y señora en todos sus modales: reprime unas cosas, las que entran en el campo de la gimnástica y de la medicina, con excesivo rigor y por medio de sufrimientos; otras, en cambio, con más blandura, en parte con amenazas, en parte con consejos; en fin, conversa con los deseos, las cóleras y los temores, como si ella fuera diferente y se tratara de otros seres. Más o menos tal y como lo describe Homero en la Odisea, donde dice de Ulises:

Y golpeándose el pecho reprendió a su corazón con estas palabras:
Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño soportaste

¿Crees, acaso, que el poeta compuso estos versos con la idea de que el alma es armonía y susceptible de ser conducida por las afecciones del cuerpo, y no en la de que es capaz de guiarlas y domeñarlas como cosa que es excesivamente divina para ser comparada con una simple armonía?

—¡Por Zeus!, Sócrates, así me parece.

—Luego, entonces, oh excelente amigo, en modo alguno nos está bien decir que el alma es una especie de armonía. Pues, en tal caso, al parecer, no estaríamos de acuerdo ni con Homero, ese poeta divino, ni con nosotros mismos.

—Así es —respondió.

—¡Sea pues! —dijo Sócrates—. Lo que respecta a Armonía la Tebana, según parece, nos ha salido propicio de un modo adecuado. Pero ahora —agregó— ¿qué vamos a hacer, Cebes, con Cadmo? ¿Cómo nos le haremos propicio, y con qué razonamiento?

—Tú me parece que lo encontrarás —respondió Cebes—. Al menos, este razonamiento que has hecho contra la armonía me resultó extraordinariamente imprevisto. En efecto, al exponer Simmias su dificultad, chocábame en extremo que alguien pudiera manejarse con su argumento. Así, pues, me pareció sumamente extraño que no pudiera aguantar, acto seguido, el primer ataque del tuyo. Por ello no me sorprendería que le ocurriera lo mismo al razonamiento de Cadmo.

—Oh buen hombre —repuso Sócrates—. No hagas excesivas presunciones, no sea que algún mal de ojo nos ponga en fuga al razonamiento que está a punto de aparecer. Pero de esto se cuidará la divinidad. Nosotros, por nuestra parte, llegando al cuerpo a cuerpo como los héroes de Homero, probemos si dices algo de peso. Lo que buscas es, en resumen, lo siguiente: pretendes que se demuestre que nuestra alma es indestructible e inmortal, sin lo cual, el filósofo que está a punto de morir, al mostrarse confiado y al creer que una vez muerto encontrará en el otro mundo una felicidad mucho mayor que si hubiera llevado hasta el fin de sus días otra vida distinta, es de temer que tenga una confianza insensata y necia. Mas el demostrar que el alma es algo consistente y divino y que existía ya, antes de que nosotros nos convirtiéramos en hombres, no impide en nada, según afirmas, que no sea inmortalidad lo que todas esas notas indican, sino el hecho de que el alma es algo muy duradero y existió anteriormente un tiempo incalculable, teniendo conocimiento y realizando un montón de diversas acciones. Pero no por ello el alma es inmortal, sino que el hecho en sí de venir a parar a un cuerpo humano supone para ella el principio de su ruina, a la manera de una enfermedad. Y de este modo vive en medio de penalidades esta vida y, cuando llega a su término, queda destruida en lo que se llama muerte. Y nada importa, dices, el que vaya una sola vez o muchas a un cuerpo, al menos en lo que respecta al temor de cada uno de nosotros; pues temer es lo que cuadra, si no se es insensato, a quien no sepa o no dar razón de que es algo inmortal. Tales son, más o menos, según creo, las razones que dices. Y adrede vuelvo sobre ellas muchas veces, para que no se nos escape nada, y para que añadas o quites lo que quieras.

—Por el momento — dijo Cebes — no necesito quitar ni añadir nada. Eso es justamente lo que digo.

Sócrates, entonces, tras de haberse callado durante un largo rato y considerar algo consigo mismo, dijo: No es cosa baladí, Cebes, lo que buscas. En efecto, es preciso tratar a fondo de una forma total la causa de la generación y de la destrucción. Con que, si quieres, te voy a contar mis propias experiencias sobre el asunto. Luego, si te parece de utilidad algo de lo que te digo, lo utilizarás para hacer convincente lo que tu dices.

—Desde luego que quiero —repuso Cebes.

—Escúchame, pues, como a quien se dispone a hacer un discurso. Yo, Cebes, cuando era joven — comenzó Sócrates —, deseé extraordinariamente ese saber que llaman investigación de la naturaleza. Parecíame espléndido, en efecto, conocer las causas de cada cosa, el porqué se produce, el porqué se destruye, y el porqué es cada cosa. Y muchas veces daba vueltas a mi cabeza considerando en primer lugar cuestiones de esta índole: ¿acaso es cuando lo caliente y lo frío alcanzan una especie de putrefacción, como afirman algunos, el momento en que se forman los seres vivos?; o bien: ¿es la sangre aquello con que pensamos, o es el aire o el fuego? ¿O no es ninguna de estas cosas, sino el cerebro, que es quien procura las sensaciones del oído, la vista y el olfato, y de éstas se originan la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, cuando alcanzan la estabilidad, nace, siguiendo este proceso, el conocimiento? Luego consideraba yo, a su vez, las destrucciones de estas cosas, los cambios del cielo y de la tierra, y acabé por juzgarme tan exento de dotes para esta investigación como más no podía darse. Y la prueba que te daré te bastará: en lo que anteriormente sabía con certeza, al menos según mi opinión y la de los demás, quedé entonces tan sumamente cegado por esa investigación, que olvidé incluso eso que antes creía saber, entre otras muchas cosas, por ejemplo, el porqué crece el hombre. Hasta entonces, efectivamente, creía que para todo el mundo estaba claro que era por el comer y el beber; pues una vez que por los alimentos se añadían carnes a las carnes y huesos a los huesos, y de esta manera y en la misma proporción se añadía a las restantes partes del cuerpo lo que le es propio a cada una, lo que tenía poco volumen adquiría después mucho, y de esta forma se hacía grande el hombre que era pequeño. Así creía yo entonces. ¿No te parece que con razón?

— A mí, sí —dijo Cebes.

—Considera esto todavía. Creía que mi opinión era acertada cuando un hombre grande, al ponerse al lado de uno pequeño, se me mostraba mayor justamente en la cabeza, y lo mismo un caballo respecto de otro caballo. Y casos aún más claros que éstos: diez me parecían más que ocho porque a éstos se añadían dos, y dos más que uno, porque sobrepasaban a éste en la mitad.

—Y ahora —preguntó Cebes— ¿qué opinas sobre ello?

—Estoy lejos de creer, ¡por Zeus! —respondió Sócrates, que conozco la causa de ninguna manera de estas cosas, pues me resisto a admitir siquiera que, cuando se agrega una unidad a una unidad, sea la unidad a la que se ha añadido la otra la que se ha convertido en dos, o que sea la unidad añadida, o bien que sean la agregada y aquélla a la que se le agregó la otra las que se conviertan en dos por la adición de la una a la otra. Porque si cuando cada una de ellas estaba separada de la otra constituía una unidad y no eran entonces dos, me extraña que, una vez que se juntan entre sí, sea precisamente la causa de que se conviertan en dos, a saber, el encuentro derivado de su mutua yuxtaposición. Y tampoco puedo convencerme de que, cuando se divide una unidad, sea, a la inversa, la división la causa de que se produzcan dos, pues ésta es contraria a la causa anterior de que se produjeran dos; porque entonces fue el hecho de juntar y de añadir lo uno a lo otro, y ahora lo es el de separar y retirar lo uno de lo otro. Y asimismo ya no puedo convencerme a mí mismo de que sé en virtud de qué se produce la unidad, ni, en una palabra, el porqué se produce, perece o es ninguna otra cosa, según este método de investigación. Pero yo me amaso, como buenamente sale, otro método diferente, pues el anterior no me agrada en absoluto. Y una vez oí decir a alguien mientras leía de un libro, de Anaxágoras, según dijo, que es la mente lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas. Regocijéme con esta causa y me pareció que, en cierto modo, era una ventaja que fuera la mente la causa de todas las cosas. Pensé que, si eso era así, la mente ordenadora ordenaría y colocaría todas y cada una de las cosas allí donde mejor estuvieran. Así, pues, si alguno quería encontrar la causa de cada cosa, según la cual nace, perece o existe, debía encontrar sobre ello esto: cómo es mejor para ella ser, padecer o realizar lo que fuere. Y, según este razonamiento, resultaba que al hombre no le correspondía examinar ni sobre eso mismo, ni sobre las demás cosas nada que no fuera lo mejor y lo más conveniente, pues, a la vez, por fuerza conocería también lo peor, puesto que el conocimiento que versa sobre esos objetos es el mismo. Haciéndome, pues, con deleite estos cálculos, pensé que había encontrado en Anaxágoras a un maestro de la causa de los seres de acuerdo con mi deseo, y que primero me haría conocer si la tierra es plana o esférica, y, una vez que lo hubiera hecho, me explicaría a continuación la causa y la necesidad, diciéndome lo que era lo mejor, y también que lo mejor era que fuera de tal forma. Y si dijera que estaba en el centro, me explicaría acto seguido que lo mejor era que estuviera en el centro. Y si me demostraba esto, estaba dispuesto a no echar de menos otra especie de causa. E igualmente estaba dispuesto a informarme sobre el sol, la luna y los demás astros, a propósito de sus velocidades relativas, sus revoluciones y demás cambios, del porqué es mejor que cada uno haga y padezca lo que hace y padece. Pues no hubiera creído nunca que, diciendo que habían sido ordenados por la mente, les asignaría otra causa que el hecho de que lo mejor es que estén tal y como están. Así, pues, creía que, al atribuir la causa a cada una de esas cosas y a todas en común, explicaría también lo que es mejor para cada una de ellas y el bien común a todas. ¡Por nada del mundo hubiera vendido mis esperanzas! Antes bien, con gran diligencia cogí los libros y los leí lo más rápidamente que pude, para saber cuanto antes lo mejor y lo peor. Mas mi maravillosa esperanza, oh compañero, la abandoné una vez que, avanzando en la lectura, vi que mi hombre no usaba para nada la mente, ni le imputaba ninguna causa en lo referente a la ordenación de las cosas, sino que las causas las asignaba al aire, al éter y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que realice, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones; que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearse los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al aire, al oído y a otras mil cosas de esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mí también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Boecia, llevados por la apariencia de lo mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en acatamiento a la ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería capaz de llevar a la práctica mi decisión, diría la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago, y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo, y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. Y esto, según se ve, es a lo que los más, andando a tientas como en las tinieblas, le dan el nombre de causa, empleando un término que no le corresponde. Por ello, el uno, poniendo alrededor de la tierra un torbellino, formado por el cielo, hace que así se mantenga en su lugar; el otro, como si fuera una ancha artesa, le pone como apoyo y base el aire. Pero la potencia que hace que esas cosas estén colocadas ahora en la forma mejor que pueden colocarse, a esa ni la buscan, ni creen tampoco que tenga una fuerza divina, sino que estiman que un día podrían descubrir a un Atlante más fuerte, más inmortal que el del mito y que sostenga mejor todas las cosas, sin pensar que es el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas. Pues bien, por aprender cómo es tal causa, me hubiera hecho con grandísimo placer discípulo de cualquiera; pero, ya que me vi privado de ella, y no fui capaz de descubrirla por mí mismo, ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación que en busca de la causa he realizado?

—Lo deseo extraordinariamente —respondió.

—Pues bien —dijo Sócrates—, después de esto y una vez que me había cansado de investigar las cosas, creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en el agua o en algún otro objeto similar. Tal fue, más o menos, lo que yo pensé, y se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquéllos la verdad de las cosas. Tal vez no se parezca esto en cierto modo a aquello con lo que lo compare, pues no admito en absoluto que el que examina las cosas en los conceptos las examine en imágenes más bien que en su realidad. Así que por aquí es por donde me he lanzado siempre, y tomando en cada ocasión como fundamento el juicio que juzgo el más sólido, lo que me parece estar en consonancia con él lo establezco como si fuera verdadero, no sólo en lo referente a la causa, sino también en lo referente a todas las demás cosas, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero explicarte con mayor claridad lo que digo porque, según creo, ahora tú no me comprendes.

—No, ¡Por Zeus! —dijo Cebes—, no demasiado bien.

—Pues lo que quiero decir —repuso Sócrates— no es nada nuevo, sino eso que nunca he dejado de decir en ningún momento, tanto en otras ocasiones como en el razonamiento pasado. Así es que voy a intentar exponerte el tipo de causa con el que me he ocupado, y de nuevo iré a aquellas cosas que repetimos siempre, y en ellas pondré el comienzo de mi exposición, aceptando como principio que hay algo que es bello en sí y por sí, bueno, grande y que igualmente existen las demás realidades de esta índole. Si me concedes esto y reconoces que existen estas cosas, espero que a partir de ellas descubriré y te demostraré la causa de que el alma sea algo inmortal.

—Ea, pues —replicó Cebes—, hazte a la idea de que yo te lo concedo: no tienes más que acabar.

—Considera, entonces —dijo Sócrates—, si en lo que viene a continuación de esto compartes mi opinión. A mi me parece que, si existe otra cosa bella aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que participa de eso que hemos dicho que es bello en sí. Y lo mismo digo de todo. ¿Estás de acuerdo con dicha causa?

—Estoy de acuerdo —respondió.

—En tal caso —continuó Sócrates—, ya no comprendo ni puedo dar crédito a las otras causas, a esas que aducen los sabios. Así, pues, si alguien me dice que una cosa cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma, o cualquier otro motivo de esta índole —mando a paseo a los demás, pues me embrollo en todos ellos—, tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción de que no la hace bella otra cosa que la presencia o participación de aquella belleza en sí, la tenga por donde sea y del modo que sea. Esto ya no insisto en afirmarlo; sí, en cambio, que es por la belleza por lo que todas las cosas bellas son bellas. Pues esto me parece lo más seguro para responder, tanto para mí como para cualquier otro; y pienso que ateniéndome a ello jamás habré de caer, que seguro es de responder para mí y para otro cualquiera que por la belleza las cosas bellas son bellas. ¿No te lo parece también a ti?

—Sí.

—¿Y también que por la grandeza son grandes las cosas grandes y mayores las mayores, y por la pequeñez pequeñas las pequeñas?

—Sí.

—Luego tampoco admitirías que alguien dijera que un hombre es mayor que otro por la cabeza, y que el más pequeño es más pequeño por eso mismo, sino que jurarías que lo que tú dices no es otra cosa que todo lo que es mayor que otra cosa no lo es por otro motivo que el tamaño, y que por eso es mayor, por el tamaño, en tanto que lo que es más pequeño no es más pequeño por otra razón que no sea la pequeñez. Pues, si no me engaño, tendrías miedo de que te saliera al paso una objeción, si sostienes que alguien es mayor y menor por la cabeza, en primer lugar, la de que por el mismo motivo lo mayor sea mayor y lo menor menor Y, en segundo lugar, la de que por la cabeza que es pequeña lo mayor sea mayor. Y esto es algo prodigioso, el que por algo pequeño alguien sea grande. ¿No tendrías miedo de esto?

—Yo, sí —respondió Cebes, echándose a reír.

—¿Y no tendrías miedo de decir —continuó Sócrates— que diez son más que ocho en dos, y que ésta es la causa de su ventaja, en vez de decir que lo son en cantidad y por causa de la cantidad? ¿Y que lo que mide dos codos es más que lo que mide uno en la mitad y no en el tamaño? Pues el motivo de temor es el mismo.

—Por completo —replicó.

—¿Y qué? ¿No te guardarías de decir que, cuando se agrega una unidad a una unidad, es la adición la causa de que se produzcan dos, o cuando se divide algo, lo es la división? Es mas, dirías a voces que desconoces otro modo de producirse cada cosa que no sea la participación en la esencia propia de todo aquello en lo que participe; y que en estos casos particulares no puedes señalar otra causa de la producción de dos que la participación en la dualidad; y que es necesario que en ella participen las cosas que hayan de ser dos, así como lo es también que participe en la unidad lo que haya de ser una sola cosa. En cuanto a esas divisiones, adiciones y restantes sutilezas de ese tipo las mandarías a paseo, abandonando esas respuestas a los que son más sabios que tú. Tú, en cambio, temiendo, como se dice, tu propia sombra y tu falta de pericia, afianzándote en la seguridad que confiere ese principio, responderías como se ha dicho. Mas si alguno se aferrase al principio en si, le mandarías a paseo y no le responderías hasta que hubieras examinado si las consecuencias que de él derivan concuerdan o no entre sí. Mas una vez que te fuera preciso dar razón del principio en sí, la darías procediendo de la misma manera, admitiendo de nuevo otro principio, aquel que se te mostrase como el mejor entre los más generales, hasta que llegases a un resultado satisfactorio. Pero no harías un amasijo como los que discuten el pro y el contra, hablando a la vez del principio y de las consecuencias que de él derivan, si es que quieres descubrir alguna realidad. Pues tal vez esos hombres no discuten ni se preocupan en absoluto de eso, porque tienen la capacidad, a pesar de embrollar todo por su sabiduría, de contentarse a sí mismos. Pero tú, si verdaderamente perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.

—Dices muchísima verdad —exclamaron a la vez Simmias y Cebes.

EQUÉCRATES.—¡Por Zeus!, , es natural. Pues me parece que expuso esto con maravillosa claridad, incluso para quien tenga una corta inteligencia.

FEDÓN.—Efectivamente, Equécrates, así nos pareció también a todos los presentes.

EQUÉCRATES.—Y a nosotros los ausentes que ahora te escuchamos. Pero ¿qué fue lo que se dijo a continuación?

FEDÓN.—Según creo, una vez que se pusieron de acuerdo con él en esto, y se convino en que cada una de las ideas era algo, y que, por participar en éstas, las demás cosas reciben de ellas su nombre, preguntó a continuación:

—Si dices esto así, ¿no dices entonces, cuando aseguras que Simmias es más grande que Sócrates, pero más pequeño que , que en Simmias se dan ambas cosas: la grandeza y la pequeñez?

—Sí.

—Sin embargo —dijo Sócrates—, ¿no reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es en realidad tal y como se expresa de palabra? Pues la naturaleza de Simmias no es tal que sobresalga por eso, por ser Simmias, sino por el tamaño que da la casualidad que tiene. Ni tampoco le sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates tiene pequeñez en comparación con el tamaño de aquél.

—Es verdad.

—Ni tampoco es sobrepasado por porque es , sino porque tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias.

—Así es.

—Luego, por esta razón, Simmias recibe el nombre de pequeño y de grande, estando entre medias de ambos: al tamaño de uno ofrece su pequeñez, de suerte que le sobrepasa éste, y al otro presenta su grandeza, que sobrepasa la pequeñez de este último —y, a la vez que sonreía, añadió—: Parece que voy a hablar como un escritor artificioso, pero en realidad ocurre, sobre poco más o menos, lo que digo.

Cebes le dio su asentimiento.

—Y lo digo porque quiero que tu compartas mi opinión. En efecto, a mi me parece que no sólo la grandeza en sí nunca quiere ser a la vez grande y pequeña, sino también que la grandeza que hay en nosotros jamás acepta lo pequeño, ni quiere ser sobrepasada, sino que, una de dos, o huye y deja libre el puesto cuando sobre ella avanza su contrario, lo pequeño, o bien perece al avanzar sobre ella éste. Pero si espera a pie firme y aguanta a la pequeñez, no quiere ser otra cosa que lo que fue. Así, por ejemplo, yo, que he recibido y aguantado a pie firme la pequeñez, mientras sea todavía quien soy, soy ese mismo hombre pequeño. Asimismo, aquello que es grande no se atreve a ser pequeño. Y de igual manera también, la pequeñez que hay en nosotros nunca quiere hacerse ni ser grande, ni tampoco ninguno de los contrarios, mientras siga siendo lo que era, quiere hacerse y ser a la vez su contrario, sino que, o se retira o perece en ese cambio.

—Así me parece a mí por completo —repuso Cebes.

Y oyéndole uno de los presentes — no me acuerdo exactamente quién fue — dijo:

—¡Por los dioses! ¿No convinimos en los razonamientos anteriores precisamente lo contrario de lo que ahora se dice, que lo mayor se produce de lo menor y lo menor de lo mayor, y que en esto simplemente estribaba la generación de los contrarios, en proceder de sus contrarios? Ahora, en cambio, me parece que se dice que esto nunca podría suceder.

—Sócrates, entonces, volviendo hacia él su cabeza, le dijo, tras escucharle:

—Te has portado como un hombre al recordarlo; sin embargo, no adviertes la diferencia existente entre lo que se dice ahora y lo que se dijo entonces. Entonces se decía que de la cosa contraria nace la contraria; ahora, que el contrario jamás puede ser contrario a sí mismo, ni el que se da en nosotros, ni el que se da en la naturaleza. Entonces, amigo mio, hablábamos de las cosas que tienen en sí a los contrarios, y les dábamos el mismo nombre de aquéllos, pero ahora hablamos de los contrarios en si, que están en las cosas, y cuyo nombre reciben aquellas que los contienen. Y son precisamente esos contrarios los que decimos que jamás querrían recibir su origen los unos de los otros — y mirando al mismo tiempo a Cebes, le dijo —: ¿Acaso también a ti, oh Cebes, te ha inquietado algo de lo que ha dicho éste?

—No —le respondió Cebes—, no me ha ocurrido así. Con todo, no puedo decir que no haya muchas cosas que me inquieten.

—Lo que hemos convenido —replicó Sócrates— es simplemente esto: que jamás un contrario será contrario a sí mismo.

—Exactamente —dijo Cebes.

—Considera entonces también esto otro —continuó Sócrates—: a ver si te muestras de acuerdo conmigo: ¿hay algo que llamas caliente y algo que llamas frío?

—Sí.

—¿Acaso es lo mismo que la nieve y el fuego?

—No, ¡Por Zeus!

—¿Entonces lo caliente es una cosa distinta del fuego y lo frío una cosa distinta de la nieve?

—Si.

Sin embargo, creo que, asimismo, opinas que la nieve, en cuanto tal, si recibe el calor, jamás volverá a ser lo que era, como decíamos anteriormente, es decir, nieve y calor a la vez, sino que, al acercarse el calor, o le cederá el puesto o perecerá.

—Exacto.

—Y el fuego, a su vez al aproximársele el frío, o retrocederá, o perecerá, pero jamás, recibiendo la frialdad, se atreverá a ser lo que era, es decir, a ser fuego a la vez que frío.

—Es verdad lo que dices —respondió Cebes.

—Mas es posible —prosiguió Sócrates—, con respecto a algunas de tales cosas, que no sólo sea la propia idea lo que reclame para sí el mismo nombre para siempre, sino también otra cosa que no es aquella, pero que tiene, cuando existe, su forma. Pero con este ejemplo quedará aún más claro lo que digo. Lo impar debe siempre recibir el mismo nombre que acabamos de decir. ¿No es verdad?

—Por completo.

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