L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

CAPITULO XIV

De cuanto nos sucediera en el Salón del Trono. Los músicos y las bailarinas gemelas. Como Beremiz pudo reconocer a Iclimia y Tabessa. Un visir envidioso critica a Beremiz. El Hombre que Calculaba elogia a los teóricos y a los soñadores. El rey proclama la victoria de la teoría sobre el inmediatismo vulgar.

Después de que el jeque Nuredin Zarur —el emisario del rey— partiera en busca del calígrafo que había escrito los poemas que decoraban el salón, entraron en él cinco músicos egipcios que ejecutaron con gran sentimiento las más tiernas canciones y melodías árabes. Mientras los músicos hacían vibrar sus laúdes, arpas, cítaras y flautas, dos graciosas bailarinas djalicianas, danzaban para gozo de todos en un vasto tablado de forma circular.

Las esclavas destinadas a la danza eran particularmente escogidas y muy apreciadas pues constituían el mayor ornato y distracción, tanto para la satisfacción personal como para obsequiar a los huéspedes. Las danzas eran distintas según el origen de las bailarinas y su variedad era clara señal de riqueza y poderío. Una virtud muy estimada era el parecido físico entre ellas para lo cual era menester una cuidadosa y esmerada selección.

La semejanza entre ambas esclavas resultaba sorprendente para todos. Ambas tenían el mismo talle esbelto, el mismo rostro moreno, los mismos ojos pintados de khol negro; ostentaban pendientes, pulseras y collares exactamente iguales y, para completar la confusión, tampoco en sus trajes se notaba la menor diferencia.

En un momento dado, el Califa, que parecía de buen humor, se dirigió a Beremiz y le dijo:

—¿Qué te parecen mis lindas adjamis? Ya te habrás dado cuenta de que son parecidísimas. Una se llama Iclimia y la otra Tabessa. Son gemelas y valen un tesoro. No encontré hasta hoy quien fuera capaz de distinguir con seguridad una de la otra cuando saludan desde el tablado tras la danza. Iclimia, ¡fíjate bien!, es la que está ahora a la derecha; Tabessa está a la izquierda, junto a la columna, y nos dirige ahora su mejor sonrisa. Por el color de su piel, por el perfume delicado que exhala, parece un tallo de áloe.

—Confieso, ¡oh jeque del Islam!, respondió Beremiz, que estas bailarinas son realmente maravillosas. Alabado sea Allah, el Unico, que creó la belleza para con ella modelar las seductoras formas femeninas. De la mujer hermosa, dijo el poeta:

Es para tu lujo la tela que los poetas fabrican con el hilo de oro de sus imágenes; y los pintores crean para tu hermosura nueva inmortalidad.

Para adornarte, para vestirte, para hacerte más preciosa, da el mar sus perlas, la tierra su oro, el jardín sus flores.

Sobre tu juventud, el deseo del Corazón de los hombres derramó su gloria.

—Me parece, no obstante, ponderó el Calculador, bastante fácil distinguir a Iclimia de su hermana Tabessa. Basta fijarse en los trajes.

—¿Cómo es posible?, repuso el sultán. Por los trajes no se podrá distinguir la menor diferencia, pues ambas, por orden mía, visten velos, blusas y mahzmas idénticos.

—Os ruego que me perdonéis, ¡oh rey, generoso!, opuso cortésmente Beremiz, pero las costureras no acataron vuestras órdenes con el debido cuidado. La mahzma de Iclimia tiene 312 franjas mientras la de Tabessa tiene 309. Esa diferencia en el número total de franjas es suficiente para evitar cualquier confusión entre las hermanas gemelas.

Al oír tales palabras, el sultán dio unas palmadas, hizo parar el baile y ordenó que un haquim contara una por una las franjas de los volantes de las bailarinas.

El resultado confirmó el cálculo de Beremiz. La hermosa Iclimia tenía en el vestido 312 franjas, y su hermana Tabessa sólo tenía 309.

—¡Mac Allah! exclamó el Califa. El jeque Iezid, pese a ser poeta, no exageró. Este Beremiz es realmente un calculador prodigioso. Contó todas las franjas de ambos vestidos mientras las bailarinas giraban vertiginosamente sobre el tablado. ¡Parece increíble! ¡Por Allah!

Pero la envidia, cuando se apodera de un hombre, abre en su alma el camino a todos los sentimientos despreciables y torpes.

Había en la corte de Al—Motacén un visir llamado Nahum—Ibn—Nahum, hombre envidioso y malo. Viendo crecer ante el Califa el prestigio de Beremiz como onda de polvo erguida por el simún, aguijoneado por el despecho, deliberó poner en un aprieto a mi amigo y colocarlo en una situación ridícula y falsa. Así pues, se acercó al rey y dijo pronunciando lentamente las palabras:

—Acabo de observar, ¡oh Emir de los Creyentes! que el calculador persa, nuestro huésped de esta tarde, es ilustre en contar elementos o figuras de una serie. Contó las quinientas y pico de palabras escritas en la pared del salón, citó los números amigos, habló de la diferencia —64 que es cubo y cuadrado— y acabó por contar una por una las franjas del vuelo del vestido de las bellas bailarinas.

Malo sería si nuestros matemáticos se emplearan en cosas tan pueriles sin utilidad práctica de ningún tipo. Realmente ¿de qué nos sirve saber si en los versos que nos encantan hay 220 o 284 palabras? La preocupación de todos los que admiran a un poeta no es contar las letras de los versos o calcular el número de palabras negras o rojas de un poema. Tampoco, nos interesa saber si en el vestido de esta bella y graciosa bailarina hay 312, 319 o 1.000 franjas. Todo eso es ridículo y de muy limitado interés para los hombres de sentimiento que cultivan la belleza y el Arte.

El ingenio humano, amparado por la ciencia, debe consagrarse a la resolución de los grandes problemas de la Vida. Los sabios —inspirados por Allah, el Exaltado — no alzaron el deslumbrante edificio de la Matemática para que esa noble ciencia viniera a tener la aplicación que le quiere atribuir este calculador persa. Me parece, pues, un crimen reducir la ciencia de Euclides, de Arquímedes o del maravilloso Omar Khayyam —¡Allah lo tenga en su gloria!— a esa mísera condición de evaluadora numérica de cosas y seres. Nos interesa, pues, ver si este calculador persa es capaz de aplicar las condiciones que dice poseer a la resolución de problemas de valor real, esto es, problemas que se relacionen con las necesidades y exigencias de la vida cotidiana.

—Creo que estáis ligeramente equivocado, Señor Visir, respondió prontamente Beremiz, y me sentiría muy honrado si me permitierais aclarar ese insignificante equívoco, y para ello ruego al generoso Califa, nuestro amo y señor, que me conceda permiso para seguir dirigiéndole la palabra en este salón.

—No deja de parecerme hasta cierto punto juiciosa, repuso el rey, la censura que acaba de hacerte el visir Nahum—Ibn—Nahum. Creo que es indispensable una aclaración sobre el caso. Habla, pues: tu palabra podrá orientar la opinión de los que aquí se hallan...

En el salón se hizo un profundo silencio.

Luego habló el calculador:

—Los doctores y ulemas, ¡oh rey de los árabes!, no ignoran que la Matemática surgió con el despertar del alma humana. Pero no surgió con fines utilitarios. Fue el ansia de resolver el misterio del Universo lo que dio a esta ciencia su primer impulso. Su verdadero desarrollo resultó, pues, ante todo del esfuerzo de penetrar y comprender lo Infinito. Y aún hoy, después de habemos pasado siglos intentando en vano apartar el pesado velo, es la búsqueda del Infinito lo que nos hace avanzar. El progreso material de los hombres depende de las investigaciones abstractas o científicas del presente, y será a los hombres de ciencia, que trabajan para fines puramente científicos sin pensar en la aplicación práctica de sus doctrinas, a quienes deberá la Humanidad su desarrollo material en tiempos futuros.

Beremiz hizo una pequeña pausa, y prosiguió luego con espiritual sonrisa:

—Cuando el matemático efectúa sus cálculos o busca nuevas relaciones entre los números, no busca la verdad para fines utilitarios. Cultivar la ciencia por su utilidad práctica, inmediata, es desvirtuar el alma de la propia ciencia.

La teoría estudiada hoy, y que nos parece inútil, tendrá quizá proyecciones inimaginadas en un futuro. ¿Quién podrá imaginar ese enigma en su proyección, a través de los siglos? ¿Quién podrá resolver la gran incógnita de los tiempos venideros desde la ecuación del presente? ¡Sólo Allah sabe la verdad! Y es posible que las investigaciones teóricas de hoy proporcionen dentro de mil o dos mil años, recursos preciosos para la práctica.

Conviene no olvidar que la Matemática, aparte de su objetivo de resolver problemas, calcular áreas y medir volúmenes, tiene finalidades mucho más elevadas.

Por tener tan alto valor en el desarrollo de la inteligencia y del raciocinio, la Matemática es uno de los caminos más seguros para llevar al hombre a sentir el poder del pensamiento, la magia del espíritu.

La Matemática es, en fin, una de las verdades eternas, y, como tal, lleva a la elevación del espíritu, a la misma elevación que sentimos al contemplar los grandes espectáculos de la Naturaleza, a través de los cuales sentimos la presencia de Dios, Eterno y Omnipotente. Hay pues ¡oh ilustre visir Nahum—Ibn—Nahum! como ya dije, un pequeño error por vuestra parte. Cuento los versos de un poema, calculo la altura de una estrella, cuento el número de franjas de un vestido, mido el área de un país o la fuerza de un torrente, aplico en fin las fórmulas algebraicas y los principios geométricos, sin ocuparme del lucro que pueda resultar de mis cálculos y estudios. Sin el sueño y la fantasía, la ciencia se envilece. Es ciencia muerta.

¡Uassalam!

Las palabras elocuentes de Beremiz impresionaron profundamente a los nobles y ulemas que rodeaban el trono. El rey se acercó al Calculador, le alzó la mano derecha y exclamó con decidida autoridad:

—La teoría del científico soñador venció y vencerá siempre al oportunismo vulgar del ambicioso sin ideal filosófico. ¡Ke1imet—Quallah!

Al oír tal sentencia, dictada por la justicia y por la razón, el rencoroso Nahum—lbn—Nahum se inclinó, dirigió un saludo al rey, y sin decir palabra se retiró cabizbajo del salón de las audiencias.

Razón tenía el poeta al escribir:

Deja volar alto la Fantasía;

Sin ilusión, la vida ¿qué sería?

 

 

 

 

 

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