L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

CAPITULO XVIII

Que trata de nuestra vuelta al palacio del jeque Iezid. Una reunión de poetas y letrados. El homenaje al maharajá de Lahore. La Matemática en la India. La hermosa leyenda sobre “la perla de Lilavati”. Los grandes tratados que los hindúes escribieron sobre las Matemáticas.

Al día siguiente, a primera hora de la sob, llegó un egipcio con una carta del poeta Iezid a nuestra modesta hostería.

—Aún es muy temprano para la clase, advirtió tranquilo Beremiz. Temo que mi paciente alumna no esté preparada.

El egipcio nos explicó que el jeque, antes de la clase de Matemáticas, deseaba presentar al calculador persa a un grupo de amigos. Convenía, pues llegar lo antes posible al palacio dl poeta.

Esta vez, por precaución, nos acompañaron tres esclavos negros, fuertes y decididos, pues era muy posible que el terrible y envidioso Tara-Tir intentase asaltarnos en el camino para asesinar a Beremiz, en quien veía posiblemente un odioso rival.

Una hora después, sin que nada anormal sucediera, llegamos a la deslumbrante residencia del jeque Iezid. El siervo egipcio nos condujo a través de la interminable galería, hasta un rico salón azul adornado con frisos dorados.

Le seguimos en silencio no sin cierta prevención mía por lo insólito de aquella llamada.

Allí se encontraba el padre de Telassim rodeado de varios letrados y poetas.

—¡Salam Aleicum!

—¡Massa al—quair!

—¡Venda ezzaiac!

Cambiados los saludos, el dueño de la casa nos dirigió amistosas palabras y nos invitó a tomar asiento en aquella reunión.

Nos sentamos sobre mullidos cojines de seda, y una esclava negra de ojos vivos, nos trajo frutas, pasteles y agua de rosas.

Me di cuenta de que uno de los invitados, que parecía extranjero, llevaba un vestido de lujo excepcional.

Vestía una túnica de seda blanca de Génova, ceñida con un cinturón azul constelado de brillantes, colgaba un bello puñal con la empuñadura incrustada de lapislázuli y zafiros. Se cubría con un vistoso turbante de seda rosa sembrado de piedras preciosas y adornado con hilos negros. La mano, trigueña y fina, estaba realzada por el brillo de los valiosos anillos que adornaban sus delgados dedos.

—Ilustre geómetra, dijo el jeque Iezid dirigiéndose al Calculador, bien sé que estarás sorprendido por la reunión que he organizado hoy en esta modestísima tienda. Me cabe, sin embargo, decir que esta reunión no tiene más finalidad que rendir homenaje a nuestro ilustre huésped, el príncipe Cluzir—el—din—Mubarec—Schá, señor de Lahore y Delhi.

Beremiz, con leve inclinación de cabeza, hizo un saludo al gran maharajá de Lahore, que era el joven del cinturón adornado con brillantes.

Ya sabíamos, por las charlas habituales de los forasteros en la hostería, que el príncipe había dejado sus ricos dominios de la India para cumplir uno de los deberes del buen musulmán; hacer la peregrinación a La Meca, la Perla del Islam. Pocos días pasaría, pues, entre los muros de Bagdad. Muy pronto partiría con sus numerosos siervos y ayudantes hacia la Ciudad Santa.

—Deseamos, ¡oh calculador!, prosiguió Iezid, que nos ayudes para poder aclarar una duda sugerida por el príncipe Cluzir Schá. ¿Cuál fue la contribución de los hindúes al enriquecimiento de la Matemática? ¿Quiénes los principales geómetras que destacaron en la India por sus estudios e investigaciones?

—¡Jeque generoso!, respondió Beremiz. Siento que la tarea que acabáis de lanzar sobre mis hombros es de las que exigen erudición y serenidad. Erudición para conocer con todos los pormenores los hechos de la Historia de las Ciencias, y serenidad para analizarlos y juzgarlos con elevación y discernimiento. Vuestros menores deseos ¡oh Jeque! son sin embargo, órdenes para mí. Expondré, pues, en esta brillante reunión, como tímido homenaje al príncipe Cluzir Schá —a quien acabo de tener el honor de conocer—, las pequeñas nociones que aprendí en los libros sobre el desarrollo de la Matemática en el País del Ganges.

El hombre que Calculaba, empezó así:

—¡Nueve o diez siglos antes de Mahoma, vivó en la India un brahmán ilustre que se llamaba Apastamba. Con intención de ilustrar a los sacerdotes sobre los sistemas de construcción de altares y sobre la orientación de los templos, este sabio escribió una obra llamada “Suba—Sutra” que contiene numerosas enseñanzas matemáticas. Es poco probable que esta obra pudiera recibir influencia de los pitagóricos, pues la geometría del sacerdote hindú no sigue el método de los investigadores griegos. Se encuentran, sin embargo, en las páginas de “Suba—Sutra” varios teoremas de Matemáticas y pequeñas reglas sobre construcción de figuras. Para enseñar la transformación conveniente de un altar, el sabio Apastamba propone la construcción de un triángulo rectángulo cuyos lados miden respectivamente 39, 36 y 15 pulgadas. Para la solución de este curioso problema aplicaba el brahmán un principio que era atribuido al griego Pitágoras:

El área del cuadrado construido sobre la hipotenusa, es equivalente a la suma de las áreas de los cuadrados construidos sobre los catetos.

Y volviéndose hacia el jeque Iezid, que escuchaba con la mayor atención, habló así:

—Mejor sería explicar, por medio de figuras, esa proposición famosa que todos deben conocer.

El jeque Iezid alzó la mano e hizo una señal a sus auxiliares. Al cabo de un momento dos esclavos trajeron al salón una gran caja de arena. Sobre la superficie lisa podría Beremiz trazar figuras y esbozar cálculos y problemas a fin de aclarar sus problemas al príncipe de Lahore.

—He aquí explicó Beremiz trazando en la arena las figuras con ayuda de una vara de bambú, un triángulo rectángulo. El lado mayor de éste se llama hipotenusa y los otros dos catetos.

Construyamos ahora, sobre cada uno de los lados de este triángulo, un cuadrado: uno sobre la hipotenusa, otro sobre el primer cateto y el tercero sobre el segundo cateto. Será fácil probar que el cuadrado mayor construido sobre la hipotenusa, tiene un área exactamente igual a la suma de las áreas de los otros dos cuadrados construidos sobre los catetos.

Queda pues, demostrado la veracidad del principio enunciado por Pitágoras.

Demostración gráfica del Teorema de Pitágoras

Los lados del triángulo miden respectivamente tres, cuatro y cinco centímetros. La relación pitagórica se verifica con la igualdad:

52 = 42 + 32

25 = 16 + 9

Preguntó el príncipe si aquella relación era válida para todos los triángulos.

Con aire grave, respondió Beremiz:

—Esta proposición es válida y constante para todos los triángulos rectángulos. Diré, sin temor a errar, que la ley de Pitágoras expresa una verdad eterna. Incluso antes de brillar el sol que nos ilumina, antes de existir el aire que respiramos, ya el cuadrado construido sobre la hipotenusa era igual a la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos.

Se mostraba el príncipe interesadísimo en las explicaciones que oía a Beremiz. Y hablando al poeta Iezid, observó con simpatía:

—¡Cosa maravillosa es, oh amigo mío, la Geometría! ¡Qué ciencia tan notable! Percibimos en sus enseñanzas dos aspectos que encantan al hombre más rudo o más despreocupado de las cosas del pensamiento: claridad y sencillez.

Y, tocando levemente con la mano izquierda en el hombro de Beremiz, interpeló al calculador con naturalidad:

—¿Y esa proposición que los griegos estudiaron, aparece ya en el libro “Suba—Sutra” del viejo brahmán Apastamba?

Beremiz respondió sin vacilar.

—¡Sí, oh príncipe! El llamado Teorema de Pitágoras puede leerse en las hojas del “Suba—Sutra” en forma algo diferente. Por la lectura de los escritos de Apastamba aprendían los sacerdotes la manera de calcular la construcción de los oratorios, transformando un rectángulo en un cuadrado equivalente, eso es en un cuadrado de la misma área.

—¿Y surgieron en la India otras obras de cálculo dignas de destacar? indagó el príncipe.

—Varias más, respondió prontamente Beremiz. Citaré la curiosa obra “Suna—Sidauta”, obra de autor desconocido; pero de mucho valor, pues expone en forma muy sencilla las reglas de la numeración decimal y muestra que el cero es de gran importancia en el cálculo. No menos notables para la ciencia de los brahmanes fueron los escritos de dos sabios que gozan hoy de la admiración de los geómetras: Aria—Bata y Brama—Gupta. El tratado de Aria—Bata estaba dividido en cuatro partes: “Armonías Celestes”, “El Tiempo y sus Medidas”, “Las Esferas” y “Elementos de Cálculo”. No pocos fueron los errores descubiertos en los escritos de Aria—Bata. Este geómetra enseñaba, por ejemplo, que el volumen de la pirámide se obtiene multiplicando la mitad de la base por la altura.

—¿Y no es cierta esa regla?, interrumpió el príncipe.

—Realmente es un error, respondió Beremiz. Un completo error. Para el cálculo de volumen de una pirámide, debemos multiplicar no la mitad, sino la tercera parte del área de la base —calculada en pulgadas cuadradas— por la altura —calculada en pulgadas—

Se hallaba al lado del príncipe de Lahore un hombre alto, delgado, ricamente vestido, de barba gris con hebras rubias. Un hombre extraño de apariencia para ser hindú. Pensé que sería un cazador de tigres, y me engañé. Era un astrólogo hindú que acompañaba al príncipe en su peregrinación a La Meca. Ostentaba un turbante azul de tres vueltas, bastante llamativo. Se llamaba Sadhu Gang y mostrábase muy interesado en oír las palabras de Beremiz.

En un momento dado, el astrólogo Sadhu decidió intervenir en los debates. Hablando mal, con acento extranjero, le preguntó a Beremiz:

—¿Es verdad que la Geometría, en la India, fue cultivada por un sabio que conocía los secretos de los astros y los altos misterios de los cielos?

Aquella pregunta no perturbó al calculador. Después de meditar durante unos instantes, tomó Beremiz su caña de bambú, borró todas las figuras trazadas en la caja de arena y escribió solo un nombre:

Bhaskhara, el Sabio.

Y dijo solemnemente:

—Este es el nombre del más famoso geómetra de la India. Conocía Bhaskhara los secretos de los astros y estudiaba los altos misterios de los cielos. Nació ese astrónomo en Bidom, en la provincia del Decán, cinco siglos después de Mahoma. La primera obra de Bhaskhara se titulaba “Bija—Ganita”.

—¿Bija—Ganita?, repitió el hombre del turbante azul. “Bija” quiere decir “simiente” y “ganita” en uno de nuestros viejos dialectos, significa “contar”, “calcular”, “medir”.

—Exactamente, confirmó Beremiz. Exactamente. La mejor traducción para el título de esa obra sería: “El Arte de Contar Simientes”.

Aparte del “Bija—Ganita” el sabio Bhaskhara escribió otra obra famosa: “Lilavati”. Sabemos que éste era el nombre de la hija de Bhaskhara.

—Dicen que hay una novela o una leyenda en torno a Lilavati. ¿Conoces ¡oh calculador!, esa novela o leyenda de que te hablo?

—Desde luego, respondió Beremiz, la conozco perfectamente, y si fuera del agrado de nuestro príncipe podría contarla ahora…

—¡Por Allah!, exclamó el príncipe de Lahore. ¡Oigamos la leyenda de Lilavati! ¡Con mucho gusto la escucharé! Estoy seguro de que va ser muy interesante…

En este momento, a una señal del poeta Iezid, dueño de la casa, aparecieron en la sala cinco o seis esclavos que ofrecieron a los invitados carne de faisán, pasteles de leche, bebidas y frutas.

Cuando hubo terminado la deliciosa merienda —y hechas las abluciones de ritual—, le pidieron de nuevo al calculador que narrara la leyenda.

Beremiz se irguió, paseó la mirada por todos los presentes y empezó a hablar:

—¡En nombre de Allah, Clemente y Misericordioso! Se cuenta que el famoso geómetra Bhaskhara, el Sabio, tenía una hija llamada Lilavati.

Su origen es muy interesante. Voy a recordarlo. Al nacer, el astrólogo consultó las estrellas y por la disposición de los astros, comprobó que estaba condenada a permanecer soltera toda la vida y que quedaría olvidada por el amor de los jóvenes patricios. No se conformó Bhaskhara con esa determinación del Destino y recurrió a las enseñanzas de los astrólogos más famosos de su tiempo. ¿Cómo hacer para que la graciosa Lilavati pudiera lograr marido y ser feliz en su matrimonio?

Un astrólogo consultado por Bhaskhara le aconsejó que llevara a su hija a la provincia de Dravira, junto al mar. Había en Dravira un templo excavado en la piedra donde se veneraba una imagen de Buda que llevaba en la mano una estrella. Solo en Dravira, aseguró el astrólogo, podría Lilavati encontrar novio, pero el matrimonio solo sería feliz si la ceremonia del enlace quedaba marcada en cierto día en el cilindro del tiempo.

Lilavati fue al fin, con agradable sorpresa, pedida en matrimonio por un joven rico, trabajador, honesto y de buena casta. Fijado el día y marcada la hora, se reunieron los amigos para asistir a la ceremonia.

Los hindúes medían, calculaban y determinaban las horas del día con auxilio de un cilindro colocado en un vaso lleno de agua. Dicho cilindro, abierto solo en su parte más alta, presentaba un pequeño orificio de la base, invadía lentamente el cilindro, éste se hundía en el vaso hasta que llegaba a desaparecer por completo, a una hora previamente determinada.

Colocó Bhaskhara el cilindro de las horas en posición adecuada con el mayor cuidado y esperó hasta que el agua llegara al nivel marcado. La novia, llevada por su incontenible curiosidad, verdaderamente femenina, quiso observar la subida del agua en el cilindro y se acercó para comprobar la determinación del tiempo. Una de las perlas de su vestido se desprendió y cayó en el interior del vaso. Por una fatalidad, la perla, llevada por el agua, obstruyó el pequeño orificio del cilindro impidiendo que entrara en él el agua del vaso. El novio y los invitados esperaban con paciencia, pero pasó la hora propicia sin que el cilindro la indicara como había previsto el sabio astrólogo. El novio y los invitados se retiraron para que, después de consultados los astros, se fijara otro día para la ceremonia. El joven brahmán que había pedido a Lilavati en matrimonio desapareció semanas después y la hija de Bhaskhara quedó soltera para siempre.

El sabio geómetra reconoció que es inútil luchar contra el Destino, y dijo a su hija:

—Escribiré un libro que perpetuará tu nombre y perdurarás en el recuerdo de los hombres durante un tiempo mucho más largo del que vivirían los hijos que pudieron haber nacido de tu malograda unión.

La obra de Bhaskhara se hizo célebre y el nombre de Lilavati, la novia malograda, sigue inmortal en la historia de las Matemáticas.

Por lo que se refiere a las Matemáticas el “Lilavati” es una exposición metódica de la numeración decimal y de las operaciones aritméticas entre números enteros. Estudia minuciosamente las cuatro operaciones, el problema de la elevación al cuadrado y al cubo, enseña la extracción de la raíz cuadrada y llega incluso al estudio de la raíz cúbica de un número cualquiera. Aborda después las operaciones sobre números fraccionarios, con la conocida regla de la reducción de las fracciones a un común denominador.

Para los problemas, adoptaba Bhaskhara enunciados graciosos e incluso románticos:

He aquí uno de los problemas del libro de Bhaskhara:

Amable y querida Lilavati de ojos dulces como la tierra y delicada gacela, dime cuál es el número que resulta de la multiplicación de 135 por 12.

Otro problema igualmente interesante que figura en el libro de Bhaskhara, se refiere al cálculo de un enjambre de abejas:

La quinta parte de un enjambre de abejas se posó en la flor de Kadamba, la tercera en una flor de Silinda, el triple de la diferencia entre estos dos números voló sobre una flor de Krutaja, y una abeja quedó sola en el aire, atraída por el perfume de un jazmín y de un pandnus. Dime, bella niña, cuál es el número de abejas que formaban el enjambre.

Bhaskhara mostró en su libro que los problemas más complicados pueden ser presentados de una forma viva y hasta graciosa.

Y Beremiz, siempre trazando figuras en la arena, presentó al príncipe de Lahore varios problemas curiosos recogidos del “Lilavati”.

¡Infeliz Lilavati!

Al repetir el nombre de la desdichada muchacha, recordé los versos del poeta:

Tal como el océano rodea a la Tierra, así tú, mujer rodeas el corazón del mundo con el abismo de tus lágrimas.

 

 

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