L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

 

 

CAPITULO XXVIII

Prosigue el memorable torneo. El tercer sabio interroga a Beremiz. La falsa inducción. Beremiz demuestra que un principio falso puede ser sugerido por ejemplos verdaderos .

El tercer sabio que debía interrogar a Beremiz era el célebre astrónomo Abul Hassan Ali de Alcalá, llegado de Bagdad por especial invitación de Al—Motacén. Era alto, huesudo, y tenía el rostro surcado de arrugas. Su pelo era rubio y ondulado. Exhibía en la muñeca derecha un ancho brazalete de oro. Dicen que en ese brazalete llevaba señaladas las doce constelaciones del Zodíaco.

El astrónomo Abul Hassan, después de saludar al rey y a los nobles, se dirigió a Beremiz. Su voz, profunda y hueca, parecía rodar pesadamente.

—Las dos respuestas que acabas de formular demuestran ¡oh Beremiz Samir! Que tienes una sólida cultura. Hablas de la ciencia griega con la misma facilidad con que cuentas las letras del Libro Sagrado. Sin embargo, en el desarrollo de la ciencia matemática, la parte más interesante es la que indica la forma de raciocinio que lleva a la verdad. Una colección de hechos está tan lejos de ser una ciencia como un montón de piedras de ser una casa. Puedo afirmar igualmente que las sabias combinaciones de hechos inexactos o de hechos que no fueron comprobados al menos en sus consecuencias, se encuentran tan lejos de formar una ciencia como se encuentra el espejismo de sustituir en el desierto a la presencia real del oasis. La ciencia debe observar los hechos y deducir de ellos leyes. Con auxilio de esas leyes se pueden prever otros hechos o mejorar las condiciones materiales de la vida. Sí, todo eso es cierto. ¿Pero cómo deducir la verdad? Se presenta pues la siguiente duda:

¿Es posible extraer en Matemática una regla falsa de una propiedad verdadera? Quiero oír tu respuesta, ¡oh Calculador!, ilustrada con un ejemplo sencillo y perfecto.

Beremiz calló, durante un rato, reflexivamente. Luego salió del recogimiento y dijo:

—Admitamos que un algebrista curioso deseara determinar la raíz cuadrada de un número de cuatro cifras. Sabemos que la raíz cuadrada de un número es otro número que, multiplicado por sí mismo, da un producto igual al número dado. Es un axioma en matemáticas.

Vamos a suponer aún que el algebrista, tomando libremente tres números a su gusto, destacase los siguientes números: 2.025, 3.025 y 9.081.

Iniciemos la resolución del problema por el número 2.025. Hechos los cálculos para dicho número, el investigador hallaría que la raíz cuadrada es igual a 45. En efecto: 45 veces 45 es igual a 2.025. Pero se puede comprobar que 45 se obtiene de la suma de 20 + 25, que son partes del número 2.025 descompuesto mediante un punto, de esta manera: 20.25

Lo mismo podría comprobar el matemático con relación al número 3.025, cuya raíz cuadrada es 55 y conviene notar que 55 es la suma de 30 + 25, partes ambas del número 3.025.

Idéntica propiedad se destaca con relación al número 9.801, cuya raíz cuadrada es 99, es decir 98 + 01.

Ante estos tres casos, el inadvertido algebrista podría sentirse inclinado a enunciar la siguiente regla:

“Para calcular la raíz cuadrada de un número de cuatro cifras, se divide el número por medio de un punto en dos partes de dos cifras cada una, y se suman las partes así formadas. La suma obtenida será la raíz cuadrada del número dado”.

Esta regla, visiblemente errónea, fue deducida de tres ejemplos verdaderos. Es posible en Matemática, llegar a la verdad por simple observación; no obstante hay que poner cuidado especial en evitar la “falsa inducción”.

El astrónomo Abul Hassan, sinceramente satisfecho con la respuesta de Beremiz, declaró que jamás había oído una explicación tan sencilla e interesante de la cuestión de la “falsa inducción matemática”.

Seguidamente, a una señal del Califa, se levantó el cuarto ulema y se dispuso a formular su pregunta.

Su nombre era Jalal Ibn—Wafrid. Era poeta, filósofo y astrólogo. En Toledo, su ciudad natal, se había hecho muy popular como narrador de historias.

Jamás olvidaré su venerable y singular figura. Nunca se borrará de mí el recuerdo de su mirada serena y bondadosa. Se adelantó hacia el extremo del estrado, y, dirigiéndose al Califa, habló así:

—Para que mi pregunta pueda ser bien comprendida, he de aclararla contando una antigua leyenda persa…

—¡Apresúrate a contarla, oh elocuente ulema! respondió el Califa. Estamos ansiosos de oír tus sabias palabras, que son, para nuestros oídos, como pendientes de oro.

El sabio toledano, con voz firme y sonora como el andar de una caravana, narró lo siguiente:

 

 

 

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