L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

CAPITULO VIII

 

Donde Beremiz diserta sobre las formas geométricas. De nuestro feliz encuentro con el jeque Salem Nassair y con sus amigos los criadores de ovejas. Beremiz resuelve el problema de las veintiuna vasijas y otro que causa el asombro de los mercaderes. Cómo se explica la desaparición de un dinar de una cuenta de treinta.

Se mostró Beremiz satisfechísimo al recibir el bello presente del mercader sirio.

—Está muy bien hecho, dijo dando la vuelta al turbante y mirándolo cuidadosamente por un lado y por otro. Tiene sin embargo un defecto, en mi opinión, que podría ser evitado fácilmente. Su forma no es rigurosamente geométrica.

Lo miré sin poder esconder mi sorpresa. Aquel hombre, aquel original calculador, tenía la manía de transformar las cosas más vulgares hasta el punto de dar forma geométrica incluso a los turbantes de los musulmanes.

—No se sorprenda, amigo mío, prosiguió el inteligente persa, de que quiera turbantes en formas geométricas. La Geometría está en todas partes. Fíjese en las formas regulares y perfectas que presentan muchos cuerpos. Las flores, las hojas e incontables animales revelan simetrías admirables que deslumbran nuestro espíritu.

La Geometría, repito, existe en todas partes: en el disco solar, en las hojas, en el arco iris, en la mariposa, en el diamante, en la estrella de mar y hasta en un diminuto grano de arena. Hay, en fin, una infinita variedad de formas geométricas extendidas por la naturaleza. Un cuervo que vuela lentamente por el cielo, describe con la mancha negra de su cuerpo figuras admirables. La sangre que circula por las venas del camello no escapa tampoco a los rigurosos principios geométricos, ya que sus glóbulos presentan la singularidad —única entre los mamíferos— de tener forma elíptica; la piedra que se tira al chacal importuno dibuja en el aire una curva perfecta, denominada parábola; la abeja construye sus panales con la forma de prismas hexagonales y adopta esta forma geométrica, creo yo, para obtener su casa con la mayor economía posible de material.

La Geometría existe, como dijo el filósofo, en todas partes. Es preciso, sin embargo, tener ojos para verla, inteligencia para comprenderla y alma para admirarla .

El rudo beduino ve las formas geométricas, pero no las entiende; el sunita las entiende, pero no las admira; el artista, en fin, ve a la perfección las figuras, comprende la Belleza, y admira el Orden y la Armonía. Dios fue el Gran Geómetra. Geometrizó el Cielo y la Tierra.

Existe en Persia una planta muy apreciada como alimento por los camellos y las ovejas, y cuya simiente…

Y siempre discurriendo, con entusiasmo, sobre la multitud de bellezas que encierra la Geometría, fue Beremiz caminando por la extensa y polvorienta carretera que va del Zoco de los Mercaderes al Puente de la Victoria. Yo lo acompañaba en silencio, embebido en sus curiosas enseñanzas.

Después de cruzar la Plaza Musaén, también llamada Refugio de los Camelleros, avistamos la bella Hostería de las Siete Penas, muy frecuentada en los días calurosos por los viajeros y beduinos llegados de Damasco y de Mosul.

La parte mas pintoresca de esa Hostería de las Siete Penas era su patio interior, con buena sombra para los días de verano, y cuyas paredes estaban totalmente cubiertas de plantas de colores traídas de las montañas del Líbano. Allí se vivía en un ambiente de comodidad y de reposo.

En un viejo cartel de madera, junto al que los beduinos amarraban sus camellos, se podía leer:

“HOSTERIA DE LAS SIETE PENAS”

—¡Siete Penas!, murmuró Beremiz observando el cartel. ¡Es curioso! ¿Conoces por casualidad al dueño de esta hostería?

—Lo conozco muy bien, respondí. Es un viejo cordelero de Trípoli cuyo padre sirvió en las tropas del sultán Queruán. Le llaman “El Tripolitano”. Es bastante estimado, por su carácter sencillo y comunicativo. Es hombre honrado y acogedor. Dicen que fue al Sudán con una caravana de aventureros sirios y trajo de tierras africanas cinco esclavos negros que le sirven con increíble fidelidad. Al regresar del Sudán dejó su oficio de cordelero y montó esta hostería, siempre auxiliado por los cinco esclavos.

—Con esclavos o sin esclavos, replicó Beremiz ese hombre, el Tripolitano, debe de ser bastante original. Puso en su hostería el número siete para formar el nombre, y el siete fue siempre, para todos los pueblos: musulmanes, cristianos, judíos, idólatras o paganos, un número sagrado, por ser la suma del número “tres” —que es divino— y el número “cuatro”— que simboliza el mundo material. Y de esa relación resultan numerosas vinculaciones entre elementos cuyo total es “siete”.

Siete las puertas del infierno;

Siete los días de la semana;

Siete los sabios de Grecia;

Siete los cielos que cubren el Mundo;

Siete los planetas;

Siete las maravillas del mundo.

E iba a proseguir el elocuente calculador con sus extrañas observaciones sobre el número sagrado, cuando vimos a la puerta de la hostería, a nuestro buen amigo, el jeque Salem Nasair, que repetidamente nos llamaba con un gesto de la mano .

—Muy feliz me siento por haberte hallado ahora. ¡Oh Calculador!, dijo risueño el jeque cuando nos acercamos a él. Tu llegada es providencial, no solo para mí, sino también para estos tres amigos que están aquí en la hostería.

Y añadió, con simpatía y visible interés.

—¡Pasad! ¡Venid conmigo, que el caso es muy difícil!

Nos hizo seguirle por el interior de la hostería a través de un corredor sumido en la penumbra, húmedo, hasta que llegamos al patio interior, acogedor y claro. Había allí cinco o seis mesas redondas. Junto a una de estas mesas se hallaban tres viajeros.

Los hombres, cuando el jeque y el Calculador se aproximaron a ellos, levantaron la cabeza e hicieron el salam. Uno de ellos parecía muy joven; era alto, delgado, de ojos claros y ostentaba un bellísimo turbante amarillo como la yema del huevo, con una barra blanca donde lanzaba destellos una esmeralda de rara belleza; los otros dos eran bajos, de anchas espaldas y tenían la piel oscura, como los beduinos de África.

Se diferenciaban de los demás tanto por su aspecto como por sus vestidos. Estaban absortos en una discusión que a juzgar por los ademanes era enconada como ocurre cuando la solución al problema es difícil de hallar.

El jeque dirigiéndose a los tres musulmanes, dijo:

—¡Aquí tenemos al eximio Calculador!

Luego señalando a éstos añadió:

—¡Aquí están mis tres amigos! Son criadores de carneros y vienen de Damasco. Se les plantea ahora uno de los más curiosos problemas que haya visto en mi vida. Es el siguiente:

Como pago de un pequeño de lote de carneros recibieron aquí en Bagdad, una partida de vino excelente, envasado en 21 vasijas iguales, de las cuales se hallan :

7 llenas

7 mediadas

7 vacías

Quieren ahora repartirse estas 21 vasijas de modo que cada una de ellos reciba el mismo número de vasijas y la misma cantidad de vino.

Repartir las vasijas es fácil. Cada uno se quedará con siete. La dificultad está, según entiendo, en repartir el vino sin abrir las vasijas; es decir, dejándolas exactamente como están. ¿Será posible, ¡oh Calculador!, hallar una solución satisfactoria a este problema?

Beremiz, después de meditar en silencio durante dos o tres minutos, respondió:

—El reparto de las 21 vasijas podrá hacerse, ¡oh jeque! sin grandes cálculos. Voy a indicarle la solución que me parece más sencilla. Al primer socio le corresponderán:

2 vasijas llenas;

1 mediada

3 vacías.

Recibirá así un total de 7 vasijas.

Al segundo socio le corresponderán:

2 vasijas llenas;

3 mediadas;

2 vacías.

Recibirá así también siete vasijas.

La parte que corresponderá al tercero será igual a la del segundo, esto es:

2 vasijas llenas;

3 mediadas;

2 vacías.

Según la división que acabo de indicar cada socio recibirá 7 vasijas e igual cantidad de vino. En efecto: Llamemos 2 —dos— a la porción de vino de una vasija llena, y 1 a la porción de vino de la vasija mediada.

El primer socio recibirá, de acuerdo con la división:

2 + 2 + 2 + 1

y esa suma es igual a siete unidades de vino.

Cada uno de los otros dos socios recibirán:

2 + 2 + 1 + 1 + 1

y esa suma es también igual a 7 unidades de vino.

Esto viene a robar que la división que he sugerido es cierta y justa. El problema, que en apariencia es complicado, no ofrece la mayor dificultad en cuanto a su resolución numérica.

La solución presentada por Beremiz fue recibida con mucho agrado, no solo por el jeque, sino también por sus amigos damacenos.

Exposición gráfica de la resolución del Problema de las Veintiuna Vasijas. La primera hilera está constituida por las siete vasijas llenas, la segunda por las siete vasijas medianas y la tercera por las siete vasijas vacías. La partición propuesta deberá efectuarse siguiendo las líneas punteadas.

—¡Por Allah!, exclamó el joven de la esmeralda. ¡Ese calculador es prodigioso! Resolvió en un momento un problema que nos parecía dificilísimo.

Y volviéndose al dueño de la hostería, preguntó en tono muy amistoso:

—Oye, Tripolitano. ¿Cuánto hemos gastado aquí, en esta mesa?

Respondió el interpelado:

—El gasto total, con la comida, fue de treinta dinares.

El jeque Nasair deseaba pagar él solo la cuenta, pero los damacenos se negaron a que lo hiciera, entablándose una pequeña discusión, un cambio de gentilezas, en el que todos hablaban y protestaban al mismo tiempo. Al final se decidió que el jeque Nasair, que había sido invitado a la reunión, no contribuiría al gasto. Y cada uno de los damascenos pagó diez dinares. La cuenta total de 30 dinares fue entregada a un esclavo sudanés y llevada al Tripolitano.

Al cabo de un momento volvió el esclavo y dijo:

—El patrón me ha dicho que se equivocó. El gasto asciende a 25 dinares. Me ha dicho, pues, que les devuelva estos cinco.

—Ese Tripolitano, observó Nasair, es honrado, muy honrado.

Y tomando las cinco monedas que habían sido devueltas, dio una a cada uno de los damascenos y así de las cinco monedas sobraron dos. Después de consultar con una mirada a los damascenos, el jeque las entregó como propina al esclavo sudanés que había servido el almuerzo.

En este momento el joven de la esmeralda se levantó, y dirigiéndose muy serio a los amigos, habló así:

—Con este asunto del pago de los treinta dinares de gasto nos hemos armado un lío mayúsculo.

—¿Un lío? No hay ningún lío, se asombró el jeque. No veo por dónde…

—Sí, confirmó el damasceno. Un lío muy serio y un problema que parece absurdo. Desapareció un dinar. Fíjense. Cada uno de nosotros pagó en realidad solo 9 dinares. Somos tres: en consecuencia el pago total fue de 27 dinares. Sumando esos 27 dinares a los dos de la propina que el jeque ha dado al esclavo sudanés, tenemos 29 dinares. De los 30 que le fueron dados al Tripolitano, solo aparecen, 29. ¿Dónde está, pues, el otro dinar? ¿Cómo desapareció? ¿Qué misterio es éste?

El jeque Nasair, al oír aquella observación, reflexionó:

—Es verdad, damasceno. A mi ver, tu raciocinio es cierto. Tienes razón. Si cada uno de los amigos pagó 9 dinares, hubo un total de 27 dinares; con los 2 dinares dados al esclavo, resulta un total de 29 dinares. Para 30 —total del pago inicial— falta uno. ¿Cómo explicar este misterio?

En este momento, Beremiz, que se mantenía en silencio, intervino en el debate y dijo dirigiéndose al jeque:

—Está equivocado, jeque. La cuenta no se debe hacer de ese modo. De los treinta dinares pagados al Tripolitano por la comida, tenemos:

25 para el Tripolitano

 2 devueltos

 2 propina al esclavo sudanés.

No desapareció nada y no puede haber el menor lío en una cuenta tan sencilla. En otras palabras: De los 27 dinares pagados —9 veces 3—, 25 quedaron con el Tripolitano y 2 fueron la propina del sudanés.

Los damascenos al oír la explicación de Beremiz, prorrumpieron en estrepitosas carcajadas.

—¡Por los méritos del Profeta!, exclamó el que parecía más viejo. Este Calculador acabó con el misterio del dinar desaparecido y salvó el prestigio de esta vieja hostería… ¡allah!

 

 

 

 

 

 

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