HACIA UNA NUEVA ERA

CRISIS Y CAMBIOS EN LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

 

Proyecto Salón Hogar

 

La caída del muro de Berlín

 

 

 

 

 

Publicado en: Historia de las Civilizaciones. Editorial Océano, Barcelona, 1998.

INDICE

La edad dorada.

La era atómica.

Los primeros síntomas del malestar.

Los mayos de 1968.

Los nuevos movimientos sociales.

El ecologismo.

La crisis de los Estados del bienestar.

La caída del muro de Berlín.

Un mundo complejo.

La globalización.

Una nueva forma de pensar para un nuevo milenio.

Bibliografía sucinta.

 

 

En el último tercio del siglo XX un conjunto de fenómenos y procesos, que han discurrido por cauces paralelos y en ocasiones concurrentes, han puesto en cuestión los pilares sobre los que se ha asentado la civilización occidental, generando un amplio consenso social e intelectual a la hora de definir las problemáticas sociales, políticas, económicas, culturales y ecológicas con las que se enfrenta la humanidad en este fin de milenio, un vocablo ha sido recurrentemente utilizado para referirse a los cambios que caracterizan este último tercio del siglo XX: la palabra crisis. Las páginas, las pantallas y las ondas de los medios de comunicación se han referido hasta la saturación a la crisis social, la crisis política, la crisis económica, la crisis cultural o la crisis ecológica para explicar las transformaciones y alteraciones que han sacudido los diferentes escenarios de las sociedades y el ecosistema planetario en los últimos treinta años del siglo XX. Sin embargo, a la hora de caracterizar el alcance y significado de la crisis, o las crisis, los analistas han mostrado importantes divergencias y desacuerdos. A pesar de ello, se puede hablar con propiedad de la existencia de una crisis fin de siglo, constituida por una multiplicidad de manifestaciones que han cuestionado los fundamentos sobre los que parecía asentarse con firmeza la civilización occidental en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX.

La edad dorada.

En efecto, desde una perspectiva global, las décadas que transcurren desde la finalización de la II guerra mundial hasta el inicio de los años setenta pueden ser considerados como una auténtica edad de oro de la civilización occidental. Es el período de la historia de la humanidad en el que los sistemas de valores emanados de una civilización, la occidental, han logrado una hegemonía incontestable a escala planetaria, culminación de una onda de largo alcance que encontró su punto de aceleración en la segunda mitad del siglo XIX con los procesos de expansión colonial. La superioridad tecnológica, militar y económica de Occidente impuso a lo largo del siglo XIX su dominio sobre otras civilizaciones con las que había convivido, de forma más o menos conflictiva. En sentido estricto la mundialización del planeta es un fenómeno del siglo XX, cuando todos los continentes y sociedades se encuentran interrelacionados bajo la batuta directora de los modelos y sistemas de valores de la civilización occidental. Es el momento en el que se realiza plenamente la ideología del Progreso heredera de la Ilustración europea.

A la altura de 1945 los modelos sociales, económicos y políticos que emergieron tras el fin de la II guerra mundial se fundamentaban en los sistemas de valores herederos de la Ilustración, tanto en su vertiente liberal, liderada por los Estados Unidos, como en su vertiente marxista, encabezada por la Unión Soviética. Dos grandes modelos ideológicos, políticos, económicos y sociales que se confrontaron a lo largo y ancho del planeta hasta el fin de la guerra fría en el decenio de los ochenta, pero cuyos fundamentos procedían de una matriz civilizatoria común. De hecho, los procesos descolonizadores puestos en marcha en la segunda mitad del siglo XX fueron protagonizados por elites imbuidas de los valores de la civilización occidental. Los líderes independentistas pretendían liberarse del yugo de la dominación colonial, pero los modelos que perseguían para sus sociedades se basaban en los presupuestos de los dos grandes modelos cristalizados por Occidente y representados emblemáticamente por los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Al inicio de la década de los sesenta, una vez superado el peor momento de la guerra fría, la crisis de los misiles de Cuba, en octubre de 1962, que situó al planeta al borde de una guerra nuclear, se abrió paso un modus vivendi, por el que el enfrentamiento entre bloques encontró unos cauces normalizados, cuyo fin último era impedir que la confrontación entre Este-Oeste desembocará en el holocausto nuclear, mediante la combinación de la carrera de armamentos, la disuasión nuclear, la focalización de los conflictos abiertos -como la guerra de Vietnam, la permanente crisis de Oriente Próximo...- y la competencia entre sistemas -ejemplificada en la teoría de la coexistencia pacífica enunciada por el líder soviético Kruschev en el XX Congreso del PCUS, Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1956-. Fueron los años de máximo esplendor de la edad dorada de la civilización occidental, el punto álgido de su dominio e influencia a escala planetaria.

En la parte del planeta liderada por Estados Unidos las sociedades del bienestar consolidaron la confianza y el optimismo. El largo ciclo alcista registrado por la economía internacional tras la segunda guerra mundial, que permitió la rápida reconstrucción de las economías y sociedades europeo-occidentales, alimentada por el Plan Marshall, generó un contexto económico favorable para el rápido desarrollo de las sociedades del bienestar. Junto al excepcional ciclo económico de los decenios de los cincuenta y sesenta, los Estados del bienestar fueron posibles por el cambio de los postulados teóricos y prácticos de las políticas económicas puestas en marcha tras la guerra: el keynesianismo, cuyo acento en las políticas de demanda, impulsadas por el estado, pretendía garantizar un crecimiento económico sostenido. Crecimiento económico, sistemas democráticos y paz social terminaron por cristalizar un amplísimo consenso social en torno a los Estados del bienestar, que permitieron la extensión y consolidación de la sociedad de consumo que había iniciado su despegue en los Estados Unidos en el periodo de entreguerras. En las sociedades industrialmente avanzadas el pleno empleo y la elevación de los niveles materiales de vida transformaron radicalmente los modos y las costumbres. Frente a las predicciones marxistas de una creciente polarización social ligada a las leyes del desarrollo del capitalismo surgió y se consolidó una sociedad de clases medias, de la mano de los procesos de terciarización y del crecimiento sostenido de los ingresos, tanto directos como indirectos, de los trabajadores asalariados, a través de la cualificación de la mano de obra y la acción de los sindicatos. La sociedad de consumo desactivó el carácter revolucionario del conflicto entre capital y trabajo que había acompañado a las anteriores etapas del desarrollo de la sociedad industrial.

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En los países bajo influencia soviética la desestalinización iniciada en el XX Congreso del PCUS alimentó las esperanzas de una mayor autonomía respecto de Moscú, abriéndose paso los discursos sobre la vía nacional al socialismo. Sin embargo, el balance fue enormemente contradictorio, poniendo al descubierto los estrechos márgenes de maniobra del modelo soviético. De hecho el experimento liberalizador emprendido por Kruschev se saldó con un triple fracaso: en el plano económico las medidas reformistas dirigidas a dinamizar y flexibilizar el sistema de planificación centralizado no pasaron del papel, lo que en el medio y largo plazo tendría consecuencias funestas; en el plano político la desestalinización terminó por ser sustituida por la esclerotización de la nomenklatura y, finalmente, en el plano internacional el monolitismo del bloque soviético comenzó su resquebrajamiento, con la crisis chino-soviética iniciada en la cumbre de Moscú de noviembre de 1960. Triple fracaso que se plasmó en la sustitución de Kruschev por Breznev, el 15 de octubre de 1964, con la consiguiente congelación de las propuestas reformistas y cuya más acabada expresión fue la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia en 1968, que puso fin al experimento de la primavera de Praga que trataba de construir un socialismo de rostro humano.

En cualquier caso, en el decenio de los años sesenta la civilización occidental, sus sistemas de valores, su potencial tecnológico, económico, militar y cultural brillaban en todo su esplendor a lo largo y ancho del planeta. La ideología del Progreso, crisol en el que se había fundido el proyecto de la Ilustración en el tránsito del siglo XVIII al XIX, encontrando su expresión más acabada en el sistema filosófico kantiano, cristalizó en el siglo XIX en las diferentes filosofías y teorías de la historia, desde el positivismo de Comte al evolucionismo de Spencer pasando por el materialismo dialéctico de Marx, en la convicción de la superioridad de Occidente sobre el resto de las civilizaciones que convivían en el planeta. La concepción lineal del tiempo subyacente a dicha ideología del Progreso encontró su confirmación en los irrefutables éxitos de Occidente a la hora de imponer su dominio a escala planetaria. Terminó por convertirse en un lugar común la convicción de que la historia de la humanidad se resolvía mediante la sucesión de formas civilizatorias, en las que Occidente constituía el modelo más evolucionado mientras el resto representaban formas atrasadas, condenadas a reproducir de manera acelerada el modelo histórico recorrido por la civilización occidental. Dicha ideología del Progreso quedó asociada a los espectaculares triunfos de la ciencia y la tecnología occidentales al lograr imponer el dominio de la humanidad sobre la Naturaleza, inaugurando una nueva era en la que las miserias y lacras que habían afligido a los seres humanos desde sus orígenes estaban llamadas a desaparecer en el corto lapso de algunas generaciones.

La era atómica.

Un futuro prometedor parecía al alcance de la mano, el paraíso terrenal se encontraba a la vuelta de la esquina, una vez se generalizaran las formas y niveles de vida occidentales, tanto en su vertiente de las más atractivas sociedades del bienestar como en las más austeras sociedades de economia planificada. Bien es cierto que en tan optimista paisaje persistían algunos nubarrones, derivados principalmente de la amenaza nuclear, símbolo de la ambigüedad del Progreso. La era atómica representaba paradigmáticamente el dominio del hombre sobre las fuerzas de la Naturaleza pero también los peligros que dicho control entrañaba, pues por primera vez en su historia la humanidad estaba en disposición de destruir el planeta. Este hecho, radicalmente nuevo en la historia de la humanidad consecuencia del desarrollo científico-tecnológico alcanzado por la civilización occidental, introduce un nuevo horizonte intelectual que afectó a la percepción del futuro, de un futuro hipotecado por el posible estallido de una guerra nuclear. La crisis de la ideología del Progreso se demoró, sin embargo, algunos lustros, consecuencia de los efectos culturales de la guerra fría y de la ola de crecimiento registrada en los cincuenta y sesenta, sólo a raíz del estallido de la crisis de los setenta la crisis de la ideología del Progreso se reveló en toda su intensidad.

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En efecto, el nacimiento de la era atómica con el estallido de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945, inauguran una nueva era en la historia de la humanidad. Hasta esa fecha las distintas civilizaciones que se han sucedido o han convivido a lo largo del tiempo y del espacio han interactuado con sus respectivos ecosistemas, alterando significativamente en numerosas ocasiones sus hábitats y paisajes, pero hasta entonces la acción del hombre tenía un alcance limitado. Desde 1945 la humanidad, por medio de la civilización occidental, se encuentra frente a un hecho inédito en la historia de la Tierra, por primera vez una especie esta en disposición de alterar radicalmente mediante sus acciones el ecosistema global del planeta. A la vez, el hombre ha adquirido la capacidad real de autodestrucción de la especie, mediante la Destrucción Mutua Asegurada -MAD-, estrategia militar alimentada por las dos grandes superpotencias durante la guerra fría, clave de bóveda sobre la que descanso la disuasión nuclear, mediante una desbocada carrera de armamentos que garantizara en caso de confrontación nuclear la destrucción absoluta del adversario.

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Los arsenales nucleares almacenados durante la guerra fría alcanzaron la capacidad de destruir varias veces la vida del planeta, al menos en sus formas actuales conocidas, con la consecuente desaparición de la especie humana, a través de los efectos inducidos por el invierno nuclear. Einstein, que con su formulación de la teoría especial de la relatividad hizo teóricamente factible la era atómica, al ligar la energía y la materia en su conocida fórmula E=mc2, señaló en 1949 la responsabilidad contraída por la humanidad: "La Bomba H se divisa en el horizonte como un objetivo verosímil... Si llega a construirse, la contaminación radioactiva de la atmósfera, y con ello la destrucción de la vida en la tierra, entrarán en el terreno de lo técnicamente plausible. El horror de este proceso reside en su aparente ineluctabilidad. Cada paso parece consecuencia inevitable del anterior. El aniquilamiento total aparece cada vez con más claridad al final del proceso... No puede llegar a forjarse una paz verdadera orientando todo nuestro comportamiento hacia la eventualidad de un conflicto. Cuanto más, si cada día resulta más evidente que este conflicto significaría la destrucción absoluta."

Las palabras de Einstein nos remiten a la especial configuración que la teoría del Progreso, elaborada por la civilización occidental, adquirió a lo largo del siglo XIX, al identificar miméticamente el Progreso de la humanidad con el Progreso de la ciencia. El espíritu cientifista, fundamentado en los éxitos de la física newtoniana y ratificado por la publicación en 1859 de El Origen de las especies de Darwin, cristalizó en la representación determinista de la Naturaleza. El descubrimiento de las leyes naturales garantizaban la comprensión de la Naturaleza, su aplicabilidad a través de las innovaciones tecnológicas era la expresión del dominio del hombre sobre la misma, el progreso de la ciencia no sólo significaba el triunfo del conocimiento humano sino también el despliegue de su capacidad para enfrentarse y solventar de una manera definitiva los problemas de la humanidad, allanando el camino hacia el reino de la felicidad. De esta forma, la Razón de la Ilustración derivó en razón instrumental, expresada paradigmáticamente en la ideología del Progreso, por la que quedaron soldados los términos: avance de la ciencia-innovación tecnológica-progreso material en una ecuación cuyo resultado desembocaría en el reino de la felicidad; ecuación compartida por las grandes ideologías surgidas en el siglo XIX y que han protagonizado el siglo XX, a pesar de sus profundas discrepancias a la hora de definir los medios y los criterios para alcanzar tan ansiada utopía, desde el utilitarismo británico al marxismo.

benjamin1a.JPG (24814 bytes)Fue Horkheimer quien encontró una definición para el programa de investigación emprendido por los miembros de la escuela de Frankfurt: la crítica de la razón instrumental título de una de sus obras más significativas, en la que mostraba su rechazo a la derivación tecnificada de la razón. La razón instrumental sería pues la configuración específica en la que el racionalismo de la Ilustración derivó como consecuencia del desarrollo de la sociedad industrial. Donde el protagonismo otorgado al principio de causalidad clásico terminó por confluir en una causalidad lineal en la que primaba el fin sobre los medios, desterrando al olvido la dimensión cualitativa y no utilitaria, que encontró su traducción en la construcción del estado contemporáneo en la que el individuo se disuelve en la colectividad anónima. La reflexión de Horkheimer enlazaba con la denuncia de la pérdida de la identidad del individuo frente al Moloch del Estado que invadía todas las esferas de la sociedad en la naciente sociedad de masas, que había sido denunciado por el expresionismo, particularmente por las pinturas de Munch y Ensor y la literatura de Kafka. Disolución del individuo, que encontraba su manifestación en la crisis del sujeto que llevó a Freud a desarrollar en los años del cambio de siglo su teoría psicoanalítica. Se comprende así el intento de lectura conectada de Marx con Freud realizada por los frankfurtianos.

Con ello, los integrantes de la escuela de Frankfurt llamaban la atención sobre la insuficiencia de la crítica economicista, a la hora de analizar y explicar las transformaciones acaecidas en la sociedad industrial, era preciso, a su juicio desarrollar paralelamente una crítica al ethos vinculado a las transformaciones de la organización socioproductiva, mediante el análisis de los procesos socioculturales. Horkheimer en el eclipse de la razón llegó a plantear que el simple análisis racional de la sociedad resultaba insuficiente e insatisfactorio, toda vez que esa razón había perdido su consciencia y autoconsciencia crítica, tal como se pondría de manifiesto en el carácter manipulable de la opinión pública, que en las sociedades de masas habría terminado por conducir a una completa cosificación del hombre. Para Adorno y Horkheimer el sesgo normativista de la Ilustración conduciría a la razón a la mitologización de la tecnificación.

Si bien la ideología del Progreso pervivió a un lado y otro del muro de Berlín, lo hizo en precario al reducirse su ámbito de aplicabilidad al horizonte de un crecimiento económico ilimitado, a través de la doctrina de la coexistencia pacífica. El horizonte del futuro se redujo simplemente a las cifras del cuadro macroeconómico, en tanto que éste fue abandonado a la esfera del desarrollo científico-tecnológico. La crisis civilizatoria de los años veinte, caracterizada por el cuestionamiento de los principios sobre los que se había edificado la racionalidad moderna de la civilización occidental, fue cegada, desapareció ante el resplandor del hongo nuclear. Las transformaciones acaecidas en el ámbito del edificio de la ciencia, con la cristalización del complejo científico-tecnológico, vinculado a las enormes necesidades financieras que requieren los proyectos de investigación, coadyuvan a este desplazamiento, tras la revolución científica del primer tercio del siglo XX, acaecido con la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, el interés se desplazó desde las consecuencias epistemológicas hacia su aplicabilidad práctica. Los problemas epistemológicos quedaron ocultados consecuencia de los nuevos derroteros de la ciencia básica, vinculada al complejo científico-tecnológico.

Los primeros síntomas del malestar.

Sin embargo, a finales del decenio de los sesenta el optimismo y la confianza en el futuro de las sociedades opulentas de los países desarrollados comenzaron a presentar los primeros síntomas de un malestar que terminaría por eclosionar en los mayos del sesentayocho. Sus antecedentes inmediatos se encuentran en los movimientos por la paz que desde finales de los años cincuenta recorrieron Europa occidental, particularmente en Gran Bretaña y la República Federal Alemana, centrados en la denuncia y la movilización ciudadana contra el peligro de una guerra nuclear; y en la aparición del tercermundismo, al calor de los procesos de descolonización y del definitivo descrédito entre amplios sectores de la izquierda occidental del comunismo soviético a raíz de su intervención militar en 1956 en Hungría. Este malestar encontró en la revolución cubana, la guerra de Argelia y, sobre todo, en la guerra de Vietnam los elementos movilizadores de una incipiente nueva izquierda, que desde el apoyo a los movimientos de liberación nacional y las guerrillas del denominado Tercer Mundo desarrollaron una crítica radical tanto de las sociedades opulentas del bloque liderado por los Estados Unidos como de los burocrátizados y dictatoriales regímenes de socialismo real, sometidos al férreo control de la Unión Soviética, a la búsqueda de una tercera vía que parecía apuntar con el nacimiento del movimiento de los países no alineados, cuyos primeros pasos fueron dados en las conferencias de Bandung -1955- y Belgrado -1961-.

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Por otra parte, la elevación de los niveles de vida, el creciente consumismo asociado al desarrollo de la sociedad de los mass media, la generalización de los sistemas educativos con la consiguiente masificación de la Universidad y la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo transformaron los valores de la sociedad, particularmente de las jóvenes generaciones nacidas tras la guerra y educadas en el contexto de las sociedades opulentas. El bienestar material parecía una conquista irrevocable, el horizonte aparecía preñado de promesas de la mano del desarrollo científico-técnico, nuevos productos inundaban los mercados, nuevas oportunidades surgían por doquier y la sociedad del ocio parecía una realidad al alcance de la mano. En otras palabras, la promesa de la conquista del paraíso terrenal nacida con la Ilustración había llegado, dejando de ser un horizonte más o menos lejano por el que combatir o en el que confiar. Sin embargo, a mediados del decenio de los felices sesenta el malestar comenzaba a corroer a determinados sectores de las sociedades del bienestar, particularmente entre los jóvenes que empezaban a mostrar síntomas de rebeldía, encontrando sus primeras manifestaciones en la fascinación que sentían por los nuevos ritmos musicales del pop y el rock and roll. Jóvenes rebeldes que se identificaban con los nuevos mitos cinematográficos: James Dean y Marlon Brando. Que escuchaban la música ininteligible de aquellos melenudos como los Beatles, los Rolling Stones, Janis Joplin o Jimmy Hendrix. Que comenzaban a leer a Jack Kerouac y daban los primeros pasos en el viaje iniciático de las sustancias alucinógenas: la maría y el LSD.

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El radicalismo político que proliferaba en los campus universitarios no resultaba la única manifestación de las transformaciones que se estaban produciendo entre las jóvenes generaciones de las sociedades del bienestar. Antes del mayo del 68 el cambio de valores mostraba evidencias en la liberalización de las costumbres, especialmente en las relaciones entre los sexos, que daría lugar a lo que se ha dado en llamar la liberación sexual, que camino de la mano con el nuevo papel que las mujeres reivindicaban en la sociedad, al calor de su incorporación masiva al mundo del trabajo, poniendo en cuestión los tradicionales roles asignados a la mujer como madre de familia y esposa. Autonomía e independencia de la mujer y, por tanto, reivindicación de su propio cuerpo y de su sexualidad.

La independencia económica adquirida por las mujeres y la elevación de sus niveles educativos coadyuvaron de manera decisiva a la ampliación del apoyo social de los movimientos en pro de la igualdad de los derechos de la mujer, nacidos en los lustros finales del siglo XIX representados por las sufragistas. De hecho, el movimiento de la mujer que cristalizó en los años sesenta representó un cambio cualitativo respecto del discurso, el eco y apoyo social de los movimientos sufragistas, marcó el nacimiento del movimiento feminista, puesto que además de reivindicar la igualdad de derechos y deberes de ambos sexos, planteaba la defensa específica de los valores asociados a la feminidad frente a los valores masculinos, dando lugar a una crítica global de la sociedad, identificada por su secular carácter patriarcal. De esta forma, el movimiento feminista actúa en un doble plano: la demanda de la igualdad entre los sexos, mediante modificaciones en el orden jurídico y político que hagan factible dicha igualdad -son las campañas en favor del divorcio, del derecho de aborto, de la igualdad de salarios, la no discriminación por razones de sexo...-, que llevó a partir de los años setenta a la reivindicación de políticas de discriminación positiva -establecimiento de cuotas para las mujeres en todos los planos de la vida social- destinadas a corregir en la práctica la tradicional discriminación de la mujer, progresivamente eliminada en el orden jurídico; de otro lado, el discurso feminista al desarrollar una crítica global a la sociedad patriarcal se dirige desde la reivindicación de la autonomía e independencia de las mujeres -del control sobre su cuerpo y de la maternidad pasando por la igualdad de derechos- a la defensa de nuevos valores asociados a la feminidad para plantear un cambio sustantivo en las formas de organización y relación social. En 1949 Simone de Beauvoir publicó Le deuxième sexe -el segundo sexo-, obra inaugural del feminismo de la segunda mitad del siglo XX. El 18 de agosto de 1960 se iniciaba en los Estados Unidos la comercialización de la píldora anticonceptiva, que puso en manos de las mujeres un instrumento básico en el control de su sexualidad. En 1963 Betty Friedan publicó The feminine mystique -la mística de la feminidad-, obra básica con la de Beauvoir en la fundamentación del discurso feminista, en años posteriores les siguieron The dialectic of sex -la dialéctica del sexo- de Shulamith Firestone (1970), The female eunuch -el eunuco hembra- de Germaine Greer (1970), Women´s estate -la condición de la mujer- de Juliet Mitchell (1971), Sexual politics -Política sexual- de Kate Millet (1971), The politics of women´s liberation -la política de la liberación de la mujer- de Jo Freeman (1975), por sólo citar algunos de los más relevantes títulos de una abundantísima literatura.

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Surgió así un nuevo horizonte, que se acrecentaría a lo largo de los años sesenta, que discutía los planteamientos lineales del desarrollo de la humanidad que habían caracterizado a la racionalidad moderna de la civilización occidental respecto de la evolución de la humanidad, fundamentados en las diferentes manifestaciones de la ideología del Progreso. La descolonización avivó el interés por el estudio de otras formas civilizatorias distintas de la occidental, impulsando el desarrollo de la etnología y la antropología, que con los trabajos de Lévi-Strauss derivaron hacía un planteamiento claramente estructuralista, que trata de explicar las permanencias de las estructuras, los valores y la resistencia de sociedades que responden a parámetros diferenciales respecto de Occidente. El estudio de las otras civilizaciones llevó a Lévi-Strauss a plantear la irreductibilidad de la naturaleza humana, reactualizando los planteamientos del racionalismo ilustrado, sobre la base de la existencia de unas estructuras profundas comunes a las diferentes civilizaciones, que revelarían la unicidad de la naturaleza humana, en función del fondo común presente en el significado y las funciones desempeñadas por la estructura de los mitos y de las relaciones elementales del parentesco, dando lugar al nacimiento de una antropología estructural que sin embargo pretendía hacer compatible con la afirmación de la diversidad civilizatoria.

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Fue en este contexto problemático, cargado de ambigüedades, en el que se fundían sin solución de continuidad el optimismo de los años sesenta, alimentado por los éxitos continuados de los estados del bienestar, con el malestar de las nuevas generaciones nacidas en las sociedades opulentas respecto de los valores dominantes en las mismas, cuando estallaron los mayos del 68. Mayo del 68 no surgió pues de la nada. En Estados Unidos, la presidencia de John F. Kennedy quedó dramáticamente interrumpida por su asesinato, el 22 de noviembre de 1963, sus resultados fueron contradictorios y, sin embargo, se convirtió en una leyenda que perdura en el imaginario colectivo de los estadounidenses. Las razones hay que buscarlas en su juventud y dinamismo, que trasladó a su presidencia al rodearse de una serie de jóvenes y brillantes profesionales que representaban las nuevas aspiraciones y formas de la optimista sociedad opulenta que tomaba las riendas del país al inicio de la década prodigiosa de los sesenta. Kennedy representaba un cambio generacional, un nuevo estilo, conocedor del poder de los mass media, capaz de encarnar y proyectar las ilusiones de la sociedad norteamericana. El mito Kennedy se construyó con la televisión. Las elecciones presidenciales las ganó ante las cámaras frente a Nixon, su asesinato y funerales fueron transmitidos en directo por televisión.

mexico1.jpg (27653 bytes)Una nueva época, la era dominada por los medios de comunicación de masas, llegaba con la figura de Kennedy y alimentó su leyenda. El vicepresidente demócrata Lyndon B. Johnson ganó las elecciones presidenciales de 1964 en una sociedad todavía traumatizada por el asesinato de Kennedy. Arropado por el sentimiento de culpa, logró el apoyo del Congreso para el programa reformista de la Nueva Frontera y para la legislación más amplia jamás aprobada contra la segregación racial. En 1964 la Ley sobre Derechos Civiles prohibía la discriminación racial en hoteles, restaurantes y teatros, otorgaba poderes al fiscal general para garantizar el fin de la segregación en las escuelas y el ejercicio del derecho de voto a la población de color. Se creó la Comisión de Oportunidades Iguales para acabar la discriminación laboral por razones de raza, sexo o religión. Para luchar contra la pobreza se aprobó en 1964 la Ley sobre Oportunidad Económica por la que se destinaban importantes fondos públicos a la educación y la formación profesional. Todas estas medidas iban destinadas a crear la Gran Sociedad que permitiera a todos los ciudadanos norteamericanos disfrutar de la prosperidad y de las libertades. Las leyes de 1965 extendieron el sistema de salud pública y reforzaron el sistema educativo. Esta política reformista se vio acompañada y reforzada por la acción del Tribunal Supremo en los terrenos de los Derechos Civiles, las garantías procesales para los individuos acusados ante la justicia o la defensa de la libertad de expresión y asociación.

Los mayos del 68.

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Sin embargo, la presidencia Johnson pasó a la historia por el malestar de la sociedad norteamericana, sobre todo entre los jóvenes que empezaban a mostrar síntomas de rebeldía. La guerra de Vietnam jugó un papel determinante. La oposición a la guerra de Vietnam fue creciendo en los campus universitarios estadounidenses entre 1964 y 1969, oposición en la que los mass media, y especialmente la televisión con sus crudas imágenes de la guerra, desempeñaron un papel de primer orden. El 17 de abril de 1965 tuvo lugar en Washington la primera protesta masiva contra la guerra de Vietnam. La rebeldía de los jóvenes se expresó también en la formación de diferentes tribus urbanas, que con sus vistosas vestimentas y sus ídolos cinematográficos y musicales manifestaban el rechazo de los valores tradicionales, donde los conciertos se transformaron en los espacios por excelencia de identificación colectiva: de los rockers a los hippies. El 17 de agosto de 1969 comenzaba el festival pop de Woodstock bajo el lema love and peace. Paralelamente se desarrollaba la revuelta negra. A pesar de la mejora de la situación legal de la población de color a raíz de la aprobación de la Ley sobre Derechos Civiles de 1964, la insatisfacción de la población de color se incrementó a consecuencia de su marginación económica y social. Los avances registrados en la igualdad legal ponían de manifiesto la desigualdad real. El desempleo entre la población de color duplicaba la media nacional, un tercio vivía por debajo de los umbrales de pobreza y las viviendas y escuelas de los barrios negros eran muy inferiores a los niveles medios mínimamente aceptables.

Surgieron grupos que reivindicaban un nacionalismo negro que cuestionaba los métodos no violentos de Martin Luther King, como los Musulmanes Negros, las Panteras Negras o el SNCC -Student Nonviolent Coordinating Committee, Comité Coordinador No Violento de Estudiantes-. Stokely Carmichael y Malcolm X fueron dos de los representantes más significativos del radicalismo negro de los sesenta, simbolizado por la reivindicación del Poder Negro, formulación ambigua que iba desde la afirmación de la conciencia y orgullo negros al separatismo frente a la integración. La guerra de Vietnam intensificó el radicalismo negro, dado el peso de los soldados de color en las tropas destinadas a Vietnam. Desde 1965 estallaron toda una serie de revueltas urbanas, las más graves del siglo. El momento álgido de la protesta negra se alcanzó entre el verano de 1967, con revueltas en más de cien ciudades, y el asesinato de Martin Luther King, el 4 de abril de 1968.

A la vez que la independencia económica adquirida por las mujeres y la elevación de sus niveles educativos coadyuvaron de manera decisiva a la ampliación del apoyo social de los movimientos en pro de la igualdad de los derechos de la mujer. La National Organization of Women, creada en 1966, fue el instrumento para impulsar las reivindicaciones feministas, pronto contó con decenas de miles de afiliadas.

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Francia estuvo al borde del abismo. Mayo del 68 había actuado como el crisol en el que se fundieron todos los síntomas del malestar que arrastraba la sociedad francesa. De una parte, la nueva conciencia social de determinados sectores de las nuevas clases medias atraídas por las tesis tercermundistas que habían ido cristalizando desde el conflicto de Argelia y que habían encontrado su proyección en la guerra de Vietnam. De otra, el creciente distanciamiento de amplios sectores de la sociedad francesa, respecto del régimen paternalista y con acendrados ribetes autoritarios del general De Gaulle, pero también el alejamiento respecto de una izquierda tradicional, representada fundamentalmente por el PCF, anclada en una posición acomodaticia donde se combinaban simultáneamente una retórica de la transformación social con la plena aceptación del estatus político y social. Además, los nuevos valores asociados a la sociedad del bienestar, representados por las demandas y aspiraciones de unos universitarios masificados, hijos de esas clases medias, que habían nacido y crecido en la floreciente sociedad de consumo, representaban una ruptura generacional que cuestionaba no sólo el orden social sino también el discurso y la práctica de la izquierda tradicional. Mayo del 68 fracasó como revolución, pero transformó la sociedad francesa. Fracasó como revolución desde los cánones clásicos de la izquierda, puesto que no se produjo la sustitución radical del viejo orden político. Sin embargo, cambio pautas de comportamiento, introdujo nuevos valores. Cuestiones tales como el reconocimiento de los derechos de la mujer, la liberalización de las costumbres, la democratización de las relaciones sociales y generacionales, la destrucción del autoritarismo en la enseñanza... cristalizaron en las calles de París.

Paralelamente, al otro lado del telón de acero soplaban vientos que amenazaban con cuartear el rígido edificio del totalitarismo soviético y su influencia en Europa oriental. La controversia chino-soviética, pronto convertida en abierto enfrentamiento ideológico-político, halló eco en los países de Europa del Este. De un lado, afianzando la autonomía yugoslava, al ampliar el margen de maniobra de Tito, embarcado en el proyecto del no alineamiento. De otro, favoreciendo la creciente autonomía respecto de Moscú de Albania y Rumania, que anclados en la ortodoxia estalinista se distanciaban de la URSS. Hungría en 1956 había representado la más evidente prueba del vasallaje impuesto por la Unión Soviética. Las reformas de Gomulka en Polonia se habían estrellado contra los estrechos y altos muros del socialismo real. A pesar de ello, Checoslovaquia representaba una esperanza para aquellos que confiaban en reformar desde dentro los regímenes de democracias populares, mediante la construcción de un socialismo de rostro humano.

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Las tímidas reformas iniciadas por Novotny en 1963 pronto fueron desbordadas. La elección de Alexander Dubcek como secretario del Partido Comunista Checoslovaco, en enero de 1968, significó el triunfo de los sectores reformistas, que encontraron un fuerte apoyo social al iniciar un ambicioso proceso de democratización. Era la primavera de Praga. La restauración de las libertades civiles y políticas por Dubcek fue vista con temor y aprensión por los burócratas de la Europa oriental, sobre todo en Polonia y la República Democrática Alemana que temían el contagio social de los aires de libertad que recorrían Praga, expresado en los incidentes callejeros de junio en Varsovia. El rumbo de los acontecimientos llevó de la preocupación al rechazo en Moscú, temeroso de que Checoslovaquia rompiera los vínculos con el Pacto de Varsovia y el bloque del Este. La noche del 21 de agosto las tropas soviéticas, polacas, alemanas democráticas, húngaras y búlgaras ocupaban Checoslovaquia. La resistencia popular fue vencida rápidamente por los tanques soviéticos, poniendo fin de manera sangrienta a la Primavera de Praga.

Los sucesos de 1968, tanto del mayo francés como de Checoslovaquia, dejaron importantes secuelas en la izquierda occidental a corto y medio plazo. Los partidos comunistas occidentales acentuaron el distanciamiento respecto de Moscú, particularmente del PCI y del PCE, dando lugar al eurocomunismo, que mediante la fórmula del compromiso histórico trataban, respectivamente, de abrir las puertas a un gobierno con los democristianos en Italia y articular, en España, un amplio acuerdo político capaz de poner fin a la dictadura franquista. La plena aceptación del marco democrático significaba la definitiva renuncia a la estrategia revolucionaria abierta por los bolcheviques en 1917, con ello no sólo se alejaban del modelo soviético también trataban de responder a las transformaciones acaecidas en las sociedades industrialmente avanzadas, mediante el concepto de revolución científico-técnica, con ello pretendían adecuar el análisis clasista marxista a la nueva sociedad de clases medias surgida con las sociedades del bienestar. A pesar de ello, amplios sectores sociales comprometidos en los movimientos del sesentayocho mostraron abiertamente sus recelos respecto de los partidos comunistas occidentales por la combinación de varios factores: mientras la invasión de Checoslovaquia representó la definitiva ruptura con el modelo soviético para la nueva izquierda; las vacilaciones y tibieza, cuando no abierta hostilidad, con las revueltas del sesentayocho de dichos partidos les alejaron de los grupos más comprometidos.

A corto plazo, condujo a una reafirmación en los postulados del izquierdismo, basado generalmente en el marxismo-leninismo, el trosquismo y el maoísmo. El fracaso de las revoluciones del sesentayocho respondió, a juicio de los grupos izquierdistas, a la ausencia de una organización revolucionaria capaz de dirigir el proceso revolucionario, dada la traición de la izquierda tradicional. Por ello, la tarea del momento residía en construir el partido de la revolución. A medio plazo, el izquierdismo se reveló como un camino que miraba más hacia el pasado que hacia el futuro, su fracaso se manifestó en la permanente fragmentación de unos grupos que difícilmente salían de la marginalidad política y social. La frustración de las esperanzas en el pronto estallido de la revolución llevó a algunos, influidos por la mitificación de las luchas guerrilleras del Tercer Mundo, a postular estrategias de guerrilla urbana que desembocaron en varios países en la formación de grupos terroristas, como las Brigadas Rojas en Italia o el RAF -fracción del ejército rojo- en la República Federal Alemana, durante los años setenta.

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El descrédito del socialismo real en algunos sectores de la intelectualidad occidental quedó subsumido en la fascinación ejercida por la revolución maoísta, particularmente por la lectura idealizada de la revolución cultural. El maoísmo occidental permitía enlazar con las tesis tercermundistas, alimentando la utopía revolucionaria desde el cuestionamiento de los valores y las realidades de la civilización occidental, aparecía así como una tercera vía, que en el plano de la política internacional encontraba su expresión en el conglomerado del movimiento de los no alineados. Intelectualmente, esta configuración podía enlazar con los planteamientos del estructuralismo sin abandonar la rebeldía. Sartre se hizo maoísta y Foucault redescubrió a los olvidados, que no eran ya ni el pueblo de Michelet ni los trabajadores, organizados como la clase social portadora del futuro, en un momento en el que estos habían sucumbido a las prácticas reformistas asociadas al creciente bienestar material de las sociedades de consumo de masas. Son los locos, los marginados, las mujeres, las minorías los nuevos objetos de estudio.

Fue el momento del esplendor de la antipsiquiatría, del triunfo de la escuela de Frankfurt de la mano de Marcuse y su crítica del hombre unidimensional de la sociedad de consumo. Movimiento intelectual que floreció de la mano del mayo del 68, donde nuevos actores sociales emergieron al primer plano de la actualidad, los llamados nuevos movimientos sociales, los jóvenes rebeldes, el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, el hippismo, la contracultura, lo underground, del rock and roll y del culto a los nuevos paraísos escapistas ofrecidos por la droga. Revolución de las costumbres y los valores que con el estallido de la crisis de los setenta se conjugó con la crisis de la ideología del Progreso, planteándose con fuerza el problema de los límites del crecimiento.

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Con Foucault la historia abandonaba sus pretensiones de totalidad para interesarse por la fragmentación de los saberes y las prácticas. Frente a la continuidad se impone la discontinuidad, frente a la homogeneidad la heterogeneidad. Discontinuidad irreductible en su singularidad a todo sistema de causalidad, sustituido por un poliformismo de lo real que se resiste a ser aprehendido en un discurso de la totalidad, en el que cada estrato de lo real se desenvuelve en su propia temporalidad, imposibilitadora de la reconstrucción utópica de la ideología del Progreso en la que se sobreimponen las líneas de continuidad sobre las discontinuidades de los cambios, de las revoluciones en un sentido más kuhniano que político, tratando de escapar a toda interpretación finalista a la que estaba condenada la Historia por la ideología de Progreso.

Mayo del 68 dejó tras de sí un poso ambivalente. Tras el desengaño del socialismo real los nuevos movimientos sociales: feminismo, ecologismo y pacifismo no han sido capaces de elaborar y ofrecer un proyecto alternativo totalizante a la sociedad de consumo, tal como hizo el marxismo respecto de la sociedad industrial. La crítica al orden social, económico, político y cultural de la sociedad de consumo se resuelve en los años ochenta mediante la valorización del papel del individuo frente a la perspectiva colectiva. La disolución de lo colectivo en lo individual se tradujo en una fragmentación de los discursos, los referentes se transforman en individuales, los metarrelatos desaparecen frente a los juegos del lenguaje que caracterizarían a la condición posmoderna analizada por Lyotard.

Los nuevos movimientos sociales.

Con el apelativo de nuevos movimientos sociales, tanto sus agentes sociales como los investigadores, quieren marcar las distancias que les separan de los movimientos sociales tradicionales surgidos con la sociedad industrial, en particular con el movimiento obrero. Estos últimos, nacieron y se desarrollaron sobre una base clasista, que respondía a la estructura social característica de las sociedades industriales desde su nacimiento a mediados del siglo XX. Dicha estructura social se caracterizaba por una clara polarización en función de las posiciones económicas y sociales que ocupaban los distintos grupos. El conflicto social quedaba articulado sobre la base de la confrontación de los distintos intereses económicos y sociales de la estructura clasista de las sociedades industriales. Las transformaciones en los modos, las costumbres y las cosmovisiones asociadas al nacimiento de la sociedad industrial coadyuvaron a la formación de los distintos movimientos sociales a lo largo del siglo XIX, resistencias e innovaciones contribuyeron a configurar las formas de respuesta social del conflicto. El proceso histórico de conformación de las sociedades liberales contribuyó a dotar de contenido político las reivindicaciones y las identidades de los distintos grupos sociales. Las demandas y las respuestas obtenidas, las formas de expresión de las reivindicaciones y los resultados cosechados conformaron el modelo por excelencia del conflicto en la sociedad industrial, imponiéndose progresivamente la huelga y la conquista del poder político, bien por medios parlamentarios y pacíficos o revolucionarios, como los instrumentos por excelencia del conflicto en la sociedad industrial.

Surgieron así nuevas identidades, nuevas cosmovisiones y representaciones que dotaron de cohesión interna a los diferentes grupos sociales en pugna. El marxismo actuó de cimentador de las señas de identidad del movimiento obrero, dotándole de un discurso, un modelo organizativo, una práctica política y social y un horizonte que hizo posible la cristalización de dicho movimiento como clase obrera, transformando al proletariado en uno de los principales agentes de la sociedad industrial. Los nacionalismos populistas surgidos en el último tercio del siglo XIX, particularmente en Centroeuropa, actuaron de manera similar entre aquellos grupos sociales que se sentían amenazados por el avance de los procesos de industrialización, sus discursos se fundamentaron y edificaron en contraposición con los valores y los grupos que encarnaban esa sociedad industrial, tanto el capitalismo, identificado míticamente con el capitalista financiero asociado a la figura del judío, reelaborando sobre nuevas bases el secular antisemitismo de la civilización occidental, como del proletario revolucionario, construyendo unas mitologías basadas en una serie de contraposiciones: taller frente a fábrica, tierra y propiedad frente a especulación, familia frente a individualismo, nación frente a internacionalismo, tradición frente a revolución, raza frente a clase, comunidad frente a socialismo...

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En contraposición, los nuevos movimientos sociales se nutren de activistas y simpatías de todos los sectores de la estructura de las sociedades industrialmente avanzadas. Sus discursos, mensajes y demandas van dirigidas al conjunto de la sociedad y no a ningún grupo en particular en función de la posición que ocupa social y económicamente. Se caracterizan por el carácter global de sus reivindicaciones y, a la vez, por el carácter particular de los objetivos y propuestas. Actúan más en la dirección de provocar cambios globales en la escala de valores que de provocar alteraciones en las bases funcionales del sistema político. Los movimientos ecologistas y por la paz reclutan efectivos y simpatías de un arco difuso de la estructura social. El movimiento feminista obtiene apoyos sobre la base de la desigualdad de las mujeres como género, obteniendo la adhesión de las mujeres independientemente de su posición en la estructura social.

Por otra parte, el sistema social de los países industrialmente avanzados ha mostrado una gran flexibilidad a la hora de incorporar algunas de las demandas de estos movimientos. A ello ha contribuido la consolidación de la democracia como el sistema político asociado a las sociedades del bienestar. El juego político del sistema de partidos se fundamenta en la conquista de mayorías sociales, obligando a los partidos a presentar programas y actuar en conformidad con los valores y reivindicaciones de los diferentes grupos sociales. De tal manera que cuando un determinado valor o demanda es asumido por un amplio sector de la población, este nuevo valor o demanda es incorporado por la sociedad de consumo y, por ende, por el sistema político. Este carácter magmático de las sociedades del bienestar permite incorporar progresivamente reivindicaciones y valores de los movimientos sociales, ofreciendo salidas consensuales a las contradicciones presentes en la estructura social, imposibilitando o, al menos, debilitando la confrontación radical entre grupos sociales, dando lugar a procesos de ósmosis social más que de fagocitosis.

sedeotanabril1997b.jpg (18995 bytes)Esta porosidad de la sociedad ha influido en la dinámica de los nuevos movimientos sociales, el pluralismo de la sociedad ha encontrado traducción en dichos movimientos, la herencia antiautoritaria de las revueltas del sesentayocho ha empujado en la misma dirección, por lo que la cohesión se ha centrado en la asunción y defensa de nuevos valores y no en el ámbito organizativo, donde han primado los mecanismos de democracia de base y descentralización, por lo que los grupos dinamizadores han mostrado una fuerte inestabilidad compatible con la permanencia de los nuevos movimientos sociales. La flexibilidad organizativa con la consiguiente entrada y salida permanente de activistas, responde al carácter difuso del apoyo social que obtienen, en concordancia con los ciclos de movilización y desmovilización que les caracterizan, al inclinarse por actuar sobre la opinión pública más que desde el entramado institucional conformado por el sistema de partidos y organizaciones sociales tradicionales, como los sindicatos, a los que influyen transversalmente en función del eco social alcanzado por sus demandas. Sus formas de actuación tratan de optimizar los mecanismos de las sociedades mediáticas, las campañas son pensadas y organizadas para obtener la mayor repercusión en los mass-media e influir desde ahí a la opinión pública, combinando marchas masivas y actuaciones espectaculares, basadas en la no-violencia y la acción directa, que involucran a núcleos reducidos de activistas, el ejemplo paradigmático sería la actividad de Greenpeace. El espacio del conflicto se desplaza desde el centro de trabajo -la fábrica- a la calle y a los medios de comunicación, en función del carácter global de sus reivindicaciones y de las transformaciones socioculturales asociadas al papel dominante de los mass-media.

El ecologismo.

La crisis de los setenta, los crecientes problemas de contaminación medioambiental, la quiebra de la ideología del Progreso, la masificación urbana y el consiguiente empeoramiento de la calidad de vida, accidentes como los de Seveso en Italia (1976) y de Harrisburg en Estados Unidos (1979), dieron alas y argumentos al movimiento ecologista, que desde posiciones marginales fue ampliando su base social, despertando una nueva sensibilidad en los países industrializados, llegando a condicionar la acción de los gobiernos y al poco permeable sistema de partidos. Los inicios del movimiento ecologista se sitúan en Estados Unidos a raíz del gran apagón, de noviembre de 1963, que dejó sin electricidad a gran parte del norte de los Estados Unidos y del sur de Canadá, sobre el que Barry Commoner basó su obra Ciencia y Supervivencia, aparecida en 1966, uno de los primeros textos en los que se denuncia la espiral productivista asociada al optimismo tecnológico. En 1969 David Brower fundó Amigos de la Tierra -Friends of the Earth-, una de las primeras organizaciones ecologistas de carácter mundial. Un año más tarde funcionaban en Estados Unidos más de tres mil organizaciones ambientalistas y ecologistas. Ese mismo año la National Academy of Sciences de los Estados Unidos publicó el informe Resources and Man -los recursos y el hombre-, primero de los informes procedentes de la comunidad científica que alertó sobre la limitación de los recursos y la explosión demográfica.

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En febrero de 1970 los matrimonios Bohlen y Stowe trataron de impedir una explosión nuclear estadounidense en Amchitka -Alaska- prevista para 1971, fundaron para ello el grupo No Hagáis Olas, que botó un barco bajo el nombre de Greenpeace el 15 de septiembre de 1971, con ello nació Greenpeace. El 22 de abril de 1970 varios millones de personas participaron en Estados Unidos en el Earth Day -Día de la Tierra-, las repercusiones de la afirmación de la conciencia ambientalista en la sociedad norteamericana llevó a la creación por el gobierno de la Agencia de Protección del Medio Ambiente. El 12 de abril de 1971 varios centenares de personas se manifestaban frente a la central nuclear en construcción de Fessenheim -Alsacia- era el inicio del movimiento antinuclear francés. El 11 de mayo de ese año 2.200 científicos de todo el mundo se dirigieron a la ONU alertando sobre la degradación del medio ambiente, fue el Mensaje de Menton que proclamó "Vivimos en un sistema cerrado, totalmente dependientes de la Tierra y unos de otros, y eso durante toda nuestra vida y durante la de las generaciones que vendrán". El eco del movimiento ecologista comenzó a tener una resonancia internacional, rebasando los límites de los grupos activistas para comenzar a instalarse en la conciencia de la opinión pública, especialmente en los países industrialmente avanzados, donde la degradación del medio ambiente comenzaba a deteriorar los niveles de calidad de vida. En 1972 apareció el primer informe del Club de Roma sobre los límites del crecimiento. En junio de 1972 se celebró en Estocolmo la primera Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente Humano, organizada por la ONU, que dio lugar a la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), con sede en Nairobi.

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El 22 de marzo de 1975 se produjo el primer accidente grave -conocido- en una central nuclear, en Browns Ferry -Alabama, Estados Unidos-, donde estuvo a punto de fundirse el núcleo del reactor. Desde ese año el carácter antinuclear del movimiento ecologista tendió a cobrar un creciente protagonismo hasta la paralización de los programas nucleares en la mayoría de los países industrializados tras los accidentes de Harrisburg y Chernóbil. El 10 de julio de 1976 tuvo lugar la catástrofe de Seveso -Italia-, una nube de dioxina contaminó la zona, obligando al desalojo de una amplia zona de la región norte de Milán, todavía hoy la zona permanece vallada y clausurada. El 16 de marzo de 1978 el petrolero Amoco-Cadiz vertió frente a las costas bretonas 230.000 toneladas de crudo. En junio de ese año se celebró en Albany -Estados Unidos- el Congreso de Mujeres sobre el Medio Ambiente, síntoma del acercamiento del feminismo a la problemática ecologista, ratificado por la publicación de las obras de Susan Griffin, Woman and Nature. The Roaring Inside Her, y Mary Daly, Gyn-Ecology: The Metaethics of Radical Feminism. El 5 de noviembre de 1978, el movimiento antinuclear austríaco logró la paralización del programa nuclear en un referéndum. Unos meses más tarde, el 28 de marzo de 1979, ocurrió el accidente en la central nuclear de Three Mile Island -Harrisburg-, provocado por la fusión parcial del núcleo del reactor, la gravedad y repercusión del acontecimiento paralizó el programa nuclear norteamericano. El 9 de diciembre se celebró en Bruselas una manifestación contra la instalación de los euromisiles en Europa -misiles nucleares de alcance medio-, fue el inicio del nuevo movimiento pacifista europeo con la formación en 1980 de la Campaña Europea por el Desarme Nuclear (END), en la que se evidenciaron las estrechas relaciones entre el movimiento antinuclear y el movimiento por la paz de los años ochenta.

El incremento de la sensibilidad medioambientalista por la opinión pública mundial se tradujo en la aprobación el 5 de marzo de 1980 de la Estrategia Mundial de la Conservación de la Naturaleza, elaborado por la UICN, el PNUMA y el WWF. Ese mismo mes un referéndum obligó al gobierno sueco a programar el abandono de la energía nuclear para el año 2010. 1980 fue el año de la publicación del Informe Global 2000. Report to the President of the U.S., encargado por el presidente James Carter al Departamento de Estado y al Consejo de Calidad Ambiental, sus conclusiones eran aún más alarmantes si cabe que las del primer informe del Club de Roma sobre los límites del crecimiento. A estas alturas, los argumentos del movimiento ecologista difícilmente podían ser obviados por la opinión pública y los gobiernos, la sensibilidad medioambiental se extendió como una mancha de aceite entre las poblaciones de los países industrialmente avanzados. La ecología y el conservacionismo dejaron de ser patrimonio exclusivo del movimiento ecologista, sus demandas empezaron a encontrar eco en los partidos tradicionales, barnizando sus programas y discursos de un tenue color verde con el que atraer a un electorado cada vez más sensibilizado por la degradación del medio ambiente.

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1981 fue el año en el que se anunció por científicos británicos que desde 1970 se reproducía cada primavera un agujero en la capa de ozono en la Antártida, presumiblemente provocado por la acción de los CFC -gases clorofluorocarbonados-, en 1990 se confirmó que otro agujero en la capa de ozono se producía en el Polo Norte. En mayo de 1984, la conferencia de Nairobi, convocada por el PNUMA, alertó sobre los procesos de desertización provocados por la acción humana, que afectaban al 40 por ciento de la superficie terrestre. En junio de 1984, tras las elecciones europeas, se formó el grupo Arcoiris que aglutinaba a los europarlamentarios verdes de la CEE. En Octubre de ese año se reunió por primera vez la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, creada por la Asamblea General de la ONU de 1983, bajo la presidencia de la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, sus trabajos desembocaron en 1987 en el Informe Nuestro futuro común, que proponía la adopción de un programa mundial para hacer posible un desarrollo sostenible.

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El 3 de diciembre de 1984 un escape de la multinacional Union Carbide en Bhopal -India- provocó la muerte inmediata a 2.000 personas y lesiones de diversa consideración a otras 200.000, poniendo en evidencia las crecientes dificultades para las producciones de riesgo en los países industrializados y la estrategia de las transnacionales de trasladar las mismas hacia los países del Tercer Mundo, menos estrictos en lo referente a las normativas y controles gubernamentales y sociales sobre los procesos industriales de riesgo. El accidente de Bhopal y los agujeros de la capa de ozono plantearon en toda su crudeza el carácter mundial de la conservación del medio ambiente, confirmado dramáticamente por el accidente de Chernóbil. En marzo de 1985 se celebró en París una conferencia mundial sobre la deforestación, ante la magnitud del problema -cada año desaparecen diez millones de hectáreas de superficie arbolada-, en ese año la mitad de los bosques de la República Federal Alemana se encontraban afectados por las emisiones sulfurosas -lluvia ácida-. El 26 de abril de 1986, el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil -Ucrania- estallaba, fundiéndose el núcleo del reactor, 140.000 personas tuvieron que ser evacuadas y, en 1990, 640.000 se encontraban bajo control médico debido a las emisiones radiactivas, 30.000 km2 de territorio serán baldíos durante al menos dos generaciones, la nube radiactiva se extendió por el territorio occidental de la URSS alcanzando a Europa occidental. Chernóbil representó el golpe de muerte para los procesos de nuclearización, las moratorias nucleares se extendieron a lo largo y ancho de Europa.

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En mayo de 1988, la reproducción anormal de un alga, provocada por los vertidos de azufre y fósforo, causó la muerte de millones de peces en las costas de Suecia y Noruega, la contaminación de los mares Báltico y del Norte causaron la aniquilación de buena parte de su vida animal, la mitad de las focas desaparecieron de esos mares. En junio la NASA presentó pruebas sobre los primeros síntomas del efecto invernadero -recalentamiento del planeta consecuencia de las emisiones de gases a la atmósfera, principalmente CO2-. El 24 de marzo de 1989, el petrolero Exxon Valdez provocó una marea negra de cerca de 20.000 km2 en Alaska. El 5 de junio se celebró el Día Mundial del Medio Ambiente bajo el lema Alerta mundial, la Tierra se calienta, propuesto por la ONU para llamar la atención sobre el efecto invernadero. Los efectos medioambientales de la guerra del Golfo -1992- no han sido evaluados, pero el incendio de los pozos petrolíferos de Kuwait significó una de las mayores catástrofes de la segunda mitad del siglo XX. En junio de 1992 se celebró la Segunda Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente en Rio de Janeiro, convocada por la ONU, la presencia masiva de jefes de Estado y de gobierno simbolizó la creciente preocupación de la opinión pública mundial sobre el deterioro del medio ambiente, sus conclusiones aunque no llegaron a comprometer a los gobiernos con las medidas propuestas por el informe Brundtland Nuestro futuro común apuntaban en la dirección de perseguir un desarrollo sostenible, las voces de los países del Tercer Mundo se dejaron hacer oír para que este fuera compatible con la mejora de la situación de sus poblaciones.

Tras la caída del muro de Berlín se conoció la situación catastrófica del medio ambiente en la Unión Soviética y los países de Europa del Este. El caso de la destrucción del lago Baikal es paradigmático al respecto, Chernóbil no fue sino la confirmación de la regla: el absoluto desprecio por el medio ambiente de las burocracias gerontocráticas de estos países.

La crisis de los Estados del bienestar.

En el decenio de los setenta varios factores confluyeron en el declive temporal de las protestas que habían atravesado las sociedades opulentas. De una parte, la derrota de las revueltas del sesentayocho, más aparente que real por lo que se refiere a determinados aspectos de los nuevos valores postmaterialistas de las que eran portadoras, en tanto que estos se abrieron camino en la sociedad a medio plazo, como la liberalización de las costumbres, la igualdad de derechos de las mujeres, el antiautoritarismo,... provocó un reflujo de la dinámica de la protesta de los sesenta, manifestado en la progresiva marginalidad de los grupos herederos del sesentayocho. De otra, el cambio de las expectativas, fruto del estallido de la crisis de los setenta, que puso en cuestión el optimismo en un crecimiento ilimitado, basado en la ideología del Progreso identificada con un incremento continuado de los niveles de bienestar material. La primera crisis del petróleo resquebrajó la fe en un Progreso material ilimitado, ofreciendo fuertes argumentos al movimiento ecologista. La crisis de los años setenta transmuto el optimismo de los sesenta por el pesimismo de los setenta.

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El estallido de la crisis del petróleo en 1973 escenificó ante los ojos de la opinión pública mundial el fin del ciclo alcista que había registrado la economia mundial desde el fin de la segunda guerra mundial, particularmente brillante en los países industrialmente desarrollados. Con la perspectiva del tiempo, la crisis de los años setenta se ha revelado como la crisis del modelo de crecimiento sobre el que se basó la construcción y consolidación de los Estados del bienestar. La quiebra del sistema monetario internacional configurado en Bretton Woods en 1944; la crisis de las políticas keynesianas, sobre las que había girado la acción de los gobiernos, y su sustitución en los años ochenta por políticas neoliberales; la reorganización de los sectores productivos unido a los procesos de globalización de las economías, con la consecuente pérdida de la capacidad de acción y control de los gobiernos a la hora de definir los escenarios macroeconómicos nacionales en una economia mundializada; la creciente autonomía de los mercados, ahora globales, en particular de los mercados de capitales, tanto financieros como bursátiles, pero también de mercancías, merced a los procesos de automatización, estandarización y computarización, que han transformado a las empresas multinacionales, que operando desde sus respectivas casas matrices trataban de conquistar mercados a través de la expansión de sus filiales, en empresas transnacionales, cuyas estrategias responden a la lógica de un mercado global, son los elementos más significativos de la quiebra del modelo de crecimiento surgido tras la segunda guerra mundial, una de cuyas manifestaciones más emblemáticas ha sido la crisis de los Estados del bienestar.

La crisis de los Estados del bienestar fue consecuencia del encadenamiento de una multiplicidad de factores. El fin del ciclo alcista en el decenio de los setenta acentuó la crisis fiscal del Estado, consecuencia del crecimiento del gasto público y de la disminución de los ingresos públicos fruto de la crisis económica. Los déficits públicos se dispararon y las políticas keynesianas se mostraron ineficaces en un contexto de estancamiento económico, inflación e incremento del desempleo. Las políticas de ajuste que se pusieron en marcha en los años setenta trataron de corregir los desequilibrios macroeconómicos mediante la reestructuración de los sectores en crisis, con el consecuente incremento de las tasas de desempleo y del gasto social. Dos fenómenos concurrentes explican las elevadas tasas de desempleo de las economías industrializadas durante el último tercio del siglo XX, independientemente de la evolución del ciclo económico: la menor mano de obra exigida por los nuevos sectores y procesos productivos, los procesos de automatización, robotización e informatización incrementaron exponencialmente la productividad por hora trabajada; por otra parte, la globalización de los mercados empujó en la dirección de la transnacionalización del mercado laboral, desplazando puestos de trabajo a terceros países con menores costes laborales.

Ante la ineficacia de las políticas keynesianas una nueva ortodoxia económica se impuso en el decenio de los años ochenta, el neoliberalismo, cuyos máximos representantes fueron el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, y la primera ministra británica Margaret Thatcher. Ronald Reagan abanderó la revolución conservadora. Un programa que en política exterior propugnaba el restablecimiento de la cuestionada supremacía norteamericana y en política interior el saneamiento de una debilitada económica, mediante el catecismo del neoliberalismo sintetizado en la fórmula de menos estado y más sociedad, por el que se pretendía relanzar la economia a partir de la iniciativa individual, a través de la bajada de los impuestos y la reducción del déficit público, merced a la disminución del papel del Estado en la economia, frente a la tradición del Welfare State inaugurada con el New Deal de los años treinta.

Los nuevos conservadores postulaban que las ayudas sociales reproducían la marginación y la pobreza, porque destruían la iniciativa de los individuos acostumbrados a vivir de la asistencia social. El fin del optimismo de los sesenta dejó paso a un sentimiento de desconfianza hacia el futuro que alimentó la aparición y auge de las sectas protestantes fundamentalistas, a través de los telepredicadores, que clamaban por un retorno a los valores puritanos del pasado frente a la liberalización de las costumbres de los años sesenta. Ley y orden, familia, religión y moral tradicional se ofrecían como solución al incierto futuro.

Reagan.jpg (30832 bytes)El presidente Reagan encarnaba los principios y presupuestos de la revolución neoconservadora en marcha. Sin embargo, esta política no cosechó los resultados esperados, la razón fundamental estribó en la política exterior de la presidencia Reagan. Estados Unidos había sufrido en los años setenta fuertes descalabros militares y políticos con la derrota del Vietnam y la revolución iraní, que habían erosionado su posición en el mundo. Decidido a restablecer el liderazgo internacional de los Estados Unidos, el presidente Reagan se embarcó en una política de incremento de los gastos de defensa, sintetizada en su proyecto conocido como guerra de las galaxias que disparó los déficits presupuestarios.

La reducción de la inflación y el aumento continuado de los gastos de defensa permitieron la recuperación de la crisis económica de 1981-82, iniciándose una expansión que se prolongó hasta finales de su presidencia en 1988. Fueron los años del culto al dinero y del éxito fácil, la llamada época de los yuppies. Pero el crecimiento se asentaba sobre unas bases frágiles: un dólar fuerte y un crecimiento descontrolado de los déficits internos y externos, que generaron una espiral especulativa alimentada desde la Bolsa, con operaciones millonarias de enorme riesgo. Finalmente la burbuja especulativa estalló con la crisis bursátil de 1987, la más grave desde el crac de la bolsa de Nueva York de 1929. La época del dinero fácil y la especulación terminó abruptamente.

Si bien el neoliberalismo reaganiano había controlado la expansión de la intervención gubernamental, el Estado continuó desempeñando un papel de primer orden en la economia. Aunque durante los años ochenta las tesis neoconservadoras reorientaron el orden de prioridades del gasto estatal, desde los programas sociales hacia el sector industrial-militar, y, a través de la política fiscal, disminuyeron la redistribución de la renta, el Welfare subsistió pese a ver recortadas sus dimensiones y cuestionada la filosofía política que le sustentaba. Otro tanto sucedió en Gran Bretaña con Margaret Thatcher.

La caída del muro de Berlín.

El definitivo descrédito del comunismo soviético, como modelo alternativo a las democráticas sociedades del bienestar, tras el aplastamiento sangriento de la primavera de Praga, mostró la incapacidad de apertura y reforma de los esclerotizados regímenes de socialismo real. Fustigadas dichas esperanzas, las sociedades de los países del Este se desentendieron de la retórica y de las promesas vacías de unas gerontocracias que imponían su dominio asfixiante en el sistema social y político a través de los efectos combinados del sistema de partido único y de una economia planificada cada vez más ineficiente y corrompida. La contestación social al sistema quedó circunscrita en el decenio de los ochenta a Polonia, una contestación que no pretendía, por considerarla imposible, la reforma del modelo sino su derrumbamiento, mediante una sostenida protesta social canalizada por Solidaridad. La normalización impuesta tras los sucesos de Praga encubría un falso espejismo de paz social y aceptación de los regímenes de socialismo real, en sus estancadas aguas nada parecía moverse y el dominio soviético se proyectaba en el tiempo de un futuro paralizado.

Sin embargo, tras la calma chicha de la apatía social se encubría la profunda deslegitimación de unos regímenes fracasados cuyo rápido desmoronamiento sorprendería a propios y extraños. El relanzamiento de la carrera de armamentos al inicio del decenio de los ochenta con la llegada de Reagan a la presidencia de los Estados Unidos no hizo sino acelerar un proceso que arrancaba de principios de los sesenta. Económica y tecnológicamente la Unión Soviética venia registrando un retraso acumulativo respecto de los Estados Unidos, retraso acelerado al inicio del decenio de los ochenta en sectores punta relacionados con la carrera de armamentos como la microelectrónica y la informática, que no hizo sino agravarse con el relanzamiento de la carrera de armamentos por el presidente Reagan, simbolizada en su Iniciativa de Defensa Estratégica, conocida popularmente como la guerra de las galaxias.

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Al final de la época de Breznev el sistema de economia planificada de la Unión Soviética mostraba claros síntomas de agotamiento, la ineficiencia, el despilfarro, la deficiente asignación de los recursos y una corrupción generalizada se retroalimentaron en un proceso que desembocó en el estrangulamiento del sistema, incapaz de enfrentarse con éxito a la sustitución de los viejos sectores productivos, basados en la industria pesada, por los nuevos que en Estados Unidos estaban protagonizando una profunda transformación de la economia productiva, con fuertes implicaciones en el campo de la tecnología militar. La llegada en 1985 de Gorbachov a la cúspide del poder soviético se demostró demasiado tardía. De una parte los proyectos reformistas de Gorbachov, la perestroika y la glasnost, chocaron con las resistencias de amplios sectores de la inmovilista y gerontocrática nomenklatura soviética. De otra parte, la reforma del sistema de economia planificada se demostró inviable a la altura de finales del decenio de los ochenta, las reformas llegaban demasiado tarde y la rigidez del sistema respondió con su cuarteamiento, hasta desembocar en su completa desarticulación. Finalmente, el desentendimiento de la sociedad respecto de los avatares de un sistema social, que había perdido hacia tiempo la legitimidad en el ejercicio del poder, hizo que los impulsos reformistas alentados desde la cúspide del poder no encontrarán eco social, hundiendo en el descrédito a su principal protagonista, atrapado en el dilema imposible de avanzar en la transformación del sistema desde arriba y satisfacer, o al menos neutralizar, a los poderosos sectores inmovilistas. En el corto espacio de tiempo de seis años, los que mediaron entre 1985, con la llegada de Gorbachov, y 1991, en el que se produjo el intento de golpe de estado que precipitó la disolución de la Unión Soviética, con la fecha simbólica de 1989 año de la caída del muro de Berlín, el aparentemente monolítico y sólido poderío de la Unión Soviética fue barrido por el vendaval de la historia, ante el asombro de los analistas internacionales que no daban crédito ante el acelerado proceso de descomposición del imperio soviético.

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La caída del muro de Berlín escenificó el fin de la guerra fría, con ello se ponía fin al sistema internacional que había articulado las relaciones internacionales desde el termino de la segunda guerra mundial. La desaparición del Pacto de Varsovia y la descomposición de la Unión Soviética así lo atestiguaron. Ahora bien, el alcance de los procesos desatados en los países bajo regímenes de socialismo real fue más allá de estas transcendentales consecuencias. El desmoronamiento de los regímenes sometidos al dominio soviético y los derroteros emprendidos por la República Popular China bajo la dirección de Deng Xiaoping han certificado la quiebra del modelo económico y social de economia planificada, que desde la aprobación del primer plan quinquenal de 1929, en la Unión Soviética dirigida por Stalin, se ofreció como un modelo alternativo al de las economías de mercado. De esta forma, el fin de la guerra fría se saldó no sólo con la derrota de una de las dos grandes superpotencias en pugna, la Unión Soviética, y la pérdida de su área de influencia frente a la otra, los Estados Unidos, sino también con el descrédito y abandono del modelo político, social y económico a ella vinculado. Por otra parte, al ser la guerra fría una confrontación de sistemas contrapuestos, la ideología que sustentaba el sistema soviético no ha sido ajena al desmoronamiento de dicho modelo, la crisis del marxismo se ha rebelado desde noviembre de 1989 con toda su intensidad. Uno de los grandes discursos ideológicos surgidos de la Ilustración europea, que a lo largo del siglo XX había demostrado su capacidad para articular la acción social y política a escala planetaria, ha naufragado estrepitosamente en la parte final del siglo.

Un mundo complejo.

Desaparecido el enemigo secular algunos analistas, llevados de su visión occidentalcentrista de la historia de la humanidad, reactualizaron algunas viejas tesis referidas al fin de la historia. El triunfo de los Estados Unidos en la guerra fría debía suponer el triunfo indiscutible e indisputado de su modelo económico, social, político y cultural. La economia de mercado y la sociedad liberal, sin enemigos capaces de articular modelos alternativos globales, impondría su dominio planetario, provocando una progresiva uniformización bajo el liderazgo de los Estados Unidos. Sin embargo, los acontecimientos desarrollados desde 1989 han demostrado una mayor complejidad de lo apuntado por tan reduccionistas análisis. El fracaso, en el decenio de los setenta, de las expectativas creadas en los países del llamado Tercer Mundo, tanto en su vertiente liberal como socialista, para ingresar en el club de los países desarrollados alimentó movimientos de resistencia a los procesos de uniformización y aculturación de unas sociedades cuyas formas civilizatorias estaban siendo desarticuladas por los embates de los modelos importados desde Occidente.

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Desengañados por los pobres resultados cosechados sectores amplios de las jóvenes generaciones de las elites de estos países, formadas ya tras la culminación de los procesos de descolonización, volvieron sus ojos hacia los valores de sus civilizaciones de origen, dando lugar a movimientos socio-políticos que rechazan las vías propuestas por los dos modelos surgidos de Occidente, tanto el liberal como el socialista, su expresión más acabada y radicalizada se ha encontrado en los denominados fundamentalismos, particularmente el fundamentalismo islámico que han cuestionado tanto el modelo liberal, ejemplificado por la revolución iraní encabezada por Jomeini, como el socialista, representado por los casos de Afganistán y Argelia.

Estas respuestas de reafirmación civilizatoria frente a Occidente han llevado a algunos analistas a hablar de choque de civilizaciones a la hora de dibujar los escenarios del conflicto del siglo XXI, en una visión marcadamente defensiva que trata de salvaguardar la primacía alcanzada por la civilización occidental en los dos últimos siglos a escala planetaria. En cualquier caso, a finales del siglo XX se puede afirmar frente a la etapa anterior protagonizada por el enfrentamiento entre bloques, y la consecuente amenaza de un posible holocausto nuclear, que la humanidad se enfrenta ante un mundo más seguro pero más inestable, fruto del alejamiento en el horizonte de una guerra nuclear generalizada, lo cual no significa que haya desaparecido la amenaza nuclear, dada la proliferación de la tecnología militar nuclear en manos de terceros países. Por otra parte, en la segunda mitad del siglo XX han surgido nuevas amenazas vinculadas a la acción y presión de la humanidad sobre el ecosistema planetario, en una escala sin precedentes en la historia de la especie que permiten hablar con propiedad de la existencia de una crisis ecológica.

La globalización.

Los cambios sucedidos en la economia mundial en el último tercio del siglo XX han modificado sustancialmente los parámetros de funcionamiento y regulación de los sistemas económicos surgidos tras el fin de la segunda guerra mundial. Contemplados desde una perspectiva global, más allá de los avatares del ciclo económico, se puede afirmar que dichas transformaciones son de tal envergadura y alcance que nos encontraríamos ante lo que algunos autores han denominado tercera revolución industrial y otros como el nacimiento de la sociedad posindustrial. En efecto, los sectores productivos que habían protagonizado el crecimiento económico tras 1945, combinado con las políticas keynesianas de los países industrializados, han mostrado desde el decenio de los setenta su incapacidad para reproducir a escala ampliada el modelo económico y social de las sociedades del bienestar. Los nuevos sectores productivos vinculados a la microelectrónica, la informática, la robótica, la biotecnología y la genética con la consecuente creación de nuevos productos y mercados y su influencia en la reorganización y reestructuración de los sectores maduros -la siderurgia y la industria de la automoción en especial- están generando un nuevo espacio productivo a escala mundial con evidentes repercusiones en las economías nacionales.

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En primer lugar, los efectos combinados de la microelectrónica y la informática han revolucionado el mundo de las comunicaciones. Las nuevas tecnológicas de la comunicación, a través de las redes integradas de ordenadores, fibra óptica y satélites, han favorecido la expansión de los mercados, en especial de los financieros y bursátiles, hasta desembocar en un mercado global en tiempo real por el que transitan cientos de miles de millones de dólares a velocidades de vértigo. A mediados de los años noventa, las transacciones diarias en el mercado de divisas mundial alcanzaron la astronómica cifra de 1,3 billones de dólares. La globalización de la economia mundial es uno de los acontecimientos más relevantes del último tercio del siglo XX. Por ejemplo, en 1980 los flujos financieros internacionales producidos en las economías de los países del Grupo de los siete -Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Canadá- representaban menos del diez por ciento de su Producto Interior Bruto -PIB-, a mediados del decenio de los noventa superaban ampliamente el valor de su PIB, excepto en el caso de Japón, que sólo alcanzaba el 75 por ciento. Las multinacionales, que en 1970 eran 7.000 a mediados de los noventa alcanzaban la cifra de 37.000, se han transnacionalizado operando en el mercado global, tanto en sus estrategias empresariales, financieras, productivas y de marketing como en la composición de su capital accionarial. Merced a la revolución de las comunicaciones numerosas empresas han transnacionalizado su producción, generando un espacio productivo global en el que el proceso de producción se integra a escala planetaria, de tal manera que investigación, desarrollo, administración, gestión, producción, marketing, distribución y comercialización se integran en tiempo real -instantáneamente- mediante las redes de comunicación aunque sus centros se encuentren fragmentados espacialmente, separados por distancias de miles de kilómetros.

El paso de una economia-mundo articulada sobre la base de los intercambios realizados por las economías nacionales a una economia-mundo globalizada, en la que los mercados globales marcan las pautas, ha reducido los márgenes de actuación de los espacios nacionales, tanto en el plano del diseño de las políticas económicas -con la reducción drástica de los márgenes de discrecionalidad de la acción de los gobiernos- como en la acción y estrategias de los agentes económicos y sociales. Ni siquiera la Unión Europea ha podido elaborar sus estrategias económicas al margen de las expectativas de los mercados globales, la crisis del Sistema Monetario Europeo en 1992 provocada por grandes movimientos especulativos en los mercados globales de divisas, con la consiguiente salida de la libra y la lira y el realineamiento de las paridades, fue una prueba palmaria de la dependencia de las economías nacionales y regionales de las apuestas y expectativas de los mercados globales, particularmente de los financieros. Otro ejemplo significativo de la transnacionalización de la economia es la reducción de la capacidad de acción e influencia de los sindicatos, cuyas estrategias e influencia había sido desarrollada en el marco de las economías nacionales, desbordados por las dimensiones planetarias de los procesos de reorganización productiva y las estrategias globales de las empresas transnacionales, cuyas decisiones influyen en las condiciones del mercado laboral -niveles de empleo, modalidades de contratación, evolución de salarios...- pero también en el amplio entramado de empresas -grandes, medianas y pequeñas- a ellas subordinado.

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Otro tanto ha ocurrido con los medios de comunicación de masas y la circulación de la información. Las comunicaciones por satélite, la tecnología digital y las redes informáticas y por cable han creado un mercado global de comunicaciones en el que operan grandes conglomerados empresariales multimedia, con un claro liderazgo estadounidense. La revolución de las comunicaciones del último tercio del siglo XX no tiene sólo una dimensión tecnológica sino también empresarial. Los satélites, la fibra óptica y la tecnología digital han propiciado la formación de grandes gigantes de la comunicación, sectores antes segregados ahora se unifican, mediante compras, absorciones, intercambios accionariales... en los que se funden empresas de telecomunicación, cadenas audiovisuales y estudios y productoras cinematográficas, de televisión y musicales, como los grupos Time-Warner, Disney o Murdoch. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de la nueva revolución de las comunicaciones son las autopistas de comunicación, con la red de redes Internet, cuya estructura horizontal permite la conexión en tiempo real de todos los usuarios de forma interactiva, esto es para recibir o transmitir información, en una red global que abre un universo de nuevas dimensiones culturales, sociales, económicas y políticas de un futuro inmediato que ya es realidad.

La aceleración en la transmisión de la información y su globalización plantean un nuevo escenario que modifica las pautas sobre las que las sociedades y las personas habían construido tradicionalmente sus identidades. Los acontecimientos han entrado en una vorágine en la que son consumidos a velocidades de vértigo, en correspondencia con las nuevas estructuras mediáticas instaladas en una voraz carrera por la novedad y la espectacularidad destinadas a atrapar el interés de unas audiencias cada vez más saturadas de información y con menor capacidad de sorpresa. La espectacularización de la información termina por embotar los sentidos en un acelerado proceso de asimilación, banalización y aculturación. Asistimos a una auténtica paradoja, en el momento de la historia de la humanidad en el que las personas manejan un mayor volumen de información los individuos se muestran incapaces de asimilarla y procesarla para reafirmar, reconstruir o edificar sus identidades, los acontecimientos pierden significado más allá del impacto puntual que son capaces de generar los mass-media, es lo que los comunicólogos conocen como ruido. La información ha entrado de lleno en los circuitos de la lógica del consumo fragilizando los procesos de construcción de las identidades colectivas y personales. Nos encontramos en una sociedad mediática que se rige por el principio consumista del usar y tirar.

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La uniformización de las costumbres y los sistemas de valores propiciados por el sistema mediático global actúa de disolvente de las identidades nacionales y locales, los referentes culturales y sociales sobre los que las personas construían sus identidades y permitían su posicionamiento en el mundo al proveer un sentido a sus vidas han perdido buena parte de su fuerza cohesionadora en el ámbito individual y social. La mercantilización de los usos y costumbres ha invadido las esferas privadas, afectando no sólo a las relaciones sociales sino también a las personales, incluidas las familiares. La fragilización de las relaciones familiares entre los cónyuges y entre padres e hijos es una muestra palmaria de ello. Ante esta perdida de identidad y de referentes importantes sectores de la sociedad occidental buscan refugio en un pasado mitificado con el que construir nuevas identidades con fuertes lazos cohesionadores, a través de la recuperación de los discursos nacionalistas, generalmente en dimensiones menores a los espacios nacionales construidos durante los siglos XIX y XX, dada la perdida de peso específico de los estados nacionales como consecuencia de los procesos de mundialización; o mediante la fascinación ejercida por todo tipo de sectas y movimientos, más o menos esotéricos, capaces de proveer un sentido de pertenencia en la que el individuo puede sentirse acogido y reconocido.

A finales del siglo XX la sociedad occidental se encuentra caracterizada por una fuerte ambivalencia. De una parte los procesos de globalización tienden a la homogeneización de las costumbres y las identidades, sobre unos parámetros planetariamente comunes; de otra, aparecen marcadas tendencias hacia la afirmación de las diferencias, mediante la construcción de identidades locales, bien territorialmente o de sistemas de creencias, en muchos casos con un señalado componente irracional.

dolly.jpg (34734 bytes)Por otra parte, el desarrollo de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas durante el último tercio del siglo XX plantean nuevos retos a la humanidad. Particularmente en el ámbito de la biotecnología y la genética. Las nuevas técnicas de reproducción asistida, la manipulación genética de las especies, tanto vegetales como animales, las técnicas de clonación abren nuevas perspectivas para la solución de determinados problemas hasta entonces irresolubles en una multiplicidad de campos, desde la salud a la alimentación, pasando por la creación de nuevos materiales. Estos nuevos horizontes vienen acompañados de nuevos interrogantes sobre las posibles consecuencias de determinados avances para el equilibrio ecológico del planeta y para el futuro de la especie humana. La ética y los sistemas de valores tradicionales se muestran incapaces de ofrecer soluciones convincentes a los nuevos retos planteados, generando incertidumbres respecto de las decisiones y direcciones a adoptar ante las desconocidas consecuencias que para el futuro pueden tener determinadas acciones.

El debate abierto en la comunidad científica, en la sociedad política y en los mass-media se encuentra ante el problema de la aceleración del tiempo en el ámbito de la investigación, los nuevos adelantos y descubrimientos van muy por delante del posible establecimiento de unas reglas y normas que sean capaces de gobernar las nuevas realidades que surgen y sus posibles consecuencias. La dinámica no es nueva, así ha ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad, el problema surge por el impacto global que algunas de estas nuevas realidades pueden tener, generando procesos irreversibles a escala regional o planetaria.

La segunda mitad del siglo XX nos ofrece algunos ejemplos, a escala reducida, de los efectos de la acción del hombre sobre el planeta, desde el agujero de la capa de ozono a los procesos de desertización, o el calentamiento de la atmósfera. La biotecnología y la genética plantean de una forma ampliada el problema de la responsabilidad del género humano respecto del futuro del planeta y de la propia especie, puesto que las decisiones del presente pueden condicionar irreversiblemente el futuro. Una nueva ética de la responsabilidad se impone, en la que deberán ser sometidos a cuestión determinados valores que han primado la acción de la civilización occidental en los últimos tres siglos, sin por ello renunciar al avance de la ciencia y de la innovación tecnológica, pero sustituyendo el inocente optimismo de la ideología del Progreso en vigor desde la Ilustración por una nueva actitud que tome en consideración las consecuencias para el futuro de los actos y decisiones del presente, reactualizando la reflexión weberiana sobre la ética de la responsabilidad.

Una nueva forma de pensar para un nuevo milenio.

Una nueva forma de pensar acorde con los nuevos tiempos y las nuevas realidades surgidas a lo largo del último tercio del siglo XX. Nueva forma de pensar que en estos años se ha ido abriendo camino en algunos ámbitos de la ciencia y el pensamiento. Los avances en el conocimiento de los sistemas inestables en la física, la biología, la ecología y la sociología han introducido el concepto de complejidad. Los trabajos de Prigogine son los más consistentes en este campo. El debate epistemológico introducido en la primera mitad del siglo XX como consecuencia del desarrollo de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica ha reaparecido con nuevos bríos y planteamientos como consecuencia de los nuevos desarrollos de la ciencia. La realidad física y biológica se ha revelado mucho más compleja de lo previsto por los presupuestos de la ciencia clásica. La presunción de que todos los fenómenos quedaban bajo el férreo control del principio de causalidad estricto, mediante leyes deterministas, ha tenido que ceder el paso a la aceptación de la existencia de procesos irreversibles consecuencia de la flecha del tiempo, provocada por la entropía, la existencia de procesos inestables, que regidos por la dinámica de fluctuaciones ofrecen desde condiciones iniciales comunes trayectorias divergentes y no previsibles, la existencia de procesos caóticos, regulados por leyes deterministas e indeterministas han ocupado la atención de numerosos científicos y han permitido un mejor conocimiento del funcionamiento de la Naturaleza.

En fin, la realidad se ha demostrado más compleja de lo pensado por el hombre de ciencia de principios del siglo XX. Procesos reversibles e irreversibles conviven y conforman la Naturaleza. Leyes deterministas e indeterministas configuran la realidad de la ciencia de finales del siglo XX. Caos y causalidad, orden y desorden constituyen un entramado indisociable de la realidad de los fenómenos físicos y biológicos. La vieja pretensión cientifista de considerar a la realidad como algo perfectamente previsible y determinable, mediante el descubrimiento de las leyes deterministas que regían los distintos procesos tiene que ceder el paso a una nueva concepción de la realidad. Una realidad compleja en la que no todo está determinado, en la que el conocimiento y determinación de las condiciones iniciales no garantiza el conocimiento determinista de la dinámica futura en la evolución del sistema. Es lo que se ha dado en llamar el paradigma de la complejidad.

9734aw2.jpg (28737 bytes)La revolución científica del siglo XX ha dado lugar a una nueva representación del Universo y de la Naturaleza. Del Universo infinito y estático característico de la época moderna, surgido de la revolución newtoniana, se ha pasado al universo dinámico y en expansión de las revoluciones relativista y cuántica. De la Naturaleza regida por leyes deterministas, derivadas del carácter universal de la Ley natural de la causalidad se ha pasado a una concepción de la Naturaleza articulada sobre la base de los procesos complejos, en los que el carácter probabilístico de los fenómenos cuánticos afecta no sólo al ámbito de la física del microcosmos y del macrocosmos sino también a los propios procesos biológicos, como consecuencia de la trascendencia de los procesos bioquímicos en los organismos vivos.

La representación determinista característica de la racionalidad de la civilización occidental en la época moderna, que se articulaba en tres grandes postulados -espacio y tiempo absolutos y principio de causalidad estricto-, tiene que ser reemplazada por una nueva racionalidad. Una nueva racionalidad que desde el paradigma de la complejidad sea capaz de integrar de forma coherente y consistente azar y necesidad. Una nueva forma de enfrentarse al mundo, tanto natural como social, con la que Occidente sea capaz de construir un sistema de relaciones más equilibrado y respetuoso con otras civilizaciones y con el medio ambiente. Que contemple los problemas del presente y los retos del futuro desde la complejidad de las interacciones entre los procesos globales y los sistemas locales, tanto en el ecosistema como en las sociedades. Que sea capaz de combinar las tendencias hacia la homogeneidad con la pluralidad, en un equilibrio que parta de la asunción de que nos encontramos en un sólo mundo interdependiente pero a la vez diverso, cuyo futuro está determinado por nuestras acciones y no por ningún tipo de teleología, secular o religiosa, donde las decisiones del presente condicionan los escenarios del futuro. Un presente responsable del legado que dejemos a las generaciones que nos sucedan.

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Bibliografía sucinta.

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Morin, E.: Ciencia con consciencia. Barcelona, Anthropos, 1984.

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