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Antonio Machado

(1875-1939) Poeta español, nacido en Sevilla y muerto en Collioure (Francia). Antonio Machado estudió en Madrid en la Institución Libre de Enseñanza, en cuyo ambiente laico se formaría su talante liberal y su ancho humanismo.

Después de una estancia en París (1899 - 1902), en donde conocería y haría amistad con Oscar Wilde, Pío Baroja, Rubén Darío y Jean Moréas, obtuvo la cátedra de francés en el Instituto de Soria (1907).

En esta ciudad conocería a Leonor Izquierdo, con quien contrajo matrimonio en 1909. Logró una beca para estudiar en París, donde asistió a las clases del filósofo Bergson, pero una grave enfermedad contraída por su esposa les obligó a regresar. La muerte de su esposa, ocurrida en 1912 a muy temprana edad, llenaría al poeta de melancolía y motivaría versos de dolorido acento. Ese mismo año pasó al Instituto de Baeza.

En 1919 se trasladó a Segovia, donde debió de conocer a la Guiomar de sus poemas, ocupando el tema amoroso y erótico un lugar importante en sus Nuevas canciones (1924). De 1926 a 1932 presentó con su hermano Manuel varias comedias dramáticas. En 1931 se trasladó definitivamente al Instituto Calderón de Madrid.

En 1927 Antonio Machado había sido elegido miembro de la Academia Española y en 1936, al producirse el estallido de la Guerra Civil, se adhirió con entusiasmo al bando republicano. Cuando se trasladó a Valencia colaboró de forma asidua en la revista Hora de España, entonces tribuna del pensamiento democrático.


Antonio Machado

En 1939, con la derrota del ejército republicano, sale Machado de España rumbo a Francia como él había dicho en uno de sus versos: «ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar». Estuvo primero en un campo de refugiados españoles, hasta que la mediación de un grupo de intelectuales franceses (Cassou, Aragon, Malraux, Mauriac) hizo que el gobierno francés le trasladara a un hotelito de Collioure, donde se produciría poco después la muerte de la madre del poeta y la de él mismo con tres días de intervalo.

La poesía de Antonio Machado

Para considerar la obra de Antonio Machado en conjunto, conviene seguir la evolución de sus tres principales etapas, que en su sucesión expresan una excepcional aventura de reflexión en busca del sentido vital, no menos hermosa y fecunda por haber fracasado.

Ante todo, el libro Soledades, galerías y otros poemas, recogiendo su lírica entre 1899 y 1907, presenta una poesía todavía de signo romántico, subjetivista, explorando el fondo del alma del poeta en busca de su acento más sincero, aunque ya con sentido de la imposibilidad de tal empresa. En rigor, tal pretensión de autenticidad a ultranza acabaría con la posibilidad de hacer versos: Antonio Machado, sin embargo, puede hacerlos gracias a que utiliza formas populares de su tierra sevillana que nombran, respecticamente, la situación anímica del poeta y uno de sus grandes símbolos, las «galerías», los corredores internos de su espíritu y de sus sueños.

Además, el poeta, para evitar el monólogo, establece diálogos con sus propios símbolos -la fuente, la primavera, la noche, etc.-, hasta llegar siempre al fondo de su búsqueda: el alma se escapa ante sí misma, no sólo porque se la lleva la corriente del tiempo, desgranada en días de ayer, sino también porque el fondo último del Yo resulta inaprehensible y se esquiva y se enajena cuando lo quiere captar la conciencia. Así lo expresa una de las poesías claves del libro: aquella en que el poeta pregunta a la Noche dónde está «su secreto», la raíz desde donde sus lágrimas pueden ser de veras suyas. Pero la Noche responde al poeta que ella tampoco lo sabe: al asomarse al fondo del alma del poeta, le ha hallado siempre «vagando en un borroso laberinto de espejos».

Agotado este intento, Antonio Machado desarrolla la segunda etapa de su obra y de su experiencia espiritual en abierto contraste con la primera. El libro Campos de Castilla (1912) centra esta nueva actitud de entrega a la objetividad del mundo externo, sobre todo en el gran símbolo del paisaje de Castilla. El poeta, desengañado de la pretensión de hallar dentro de sí mismo la verdad, se vuelve ardientemente hacia la visión realista de las cosas, y ahora busca insertarse con la tradición popular, no ya de la canción andaluza, sino del viejo Romancero castellano, como modelo de creación de «poemas de lo eterno humano».

Más aún: en esto se siente Antonio Machado precursor de una nueva época del sentir de la humanidad, extinguido ya el presuntuoso egoísmo de la lírica individualista del siglo XIX: «Amo mucho más la edad que se avecina y a los poetas que han de surgir cuando una tarea común apasione las almas.» Abundan en esta colección de poesías las de tema descriptivo, de entrañable intimidad con el paisaje castellano y, en ocasiones, con profunda preocupación por los problemas nacionales e históricos: la culminación de la tendencia que anima este libro, aunque no de su logro en la calidad, la tenemos en el largo romance La tierra de Alvargonzález, donde el poeta toma la crónica de un crimen pueblerino convirtiéndolo en leyenda lírica y en visión emocionada de los campos de Castilla.


Autógrafo de Antonio Machado

Pero también se quiebra la esperanza del poeta, en esta etapa, de salir de su subjetivismo y, tomando contacto con las cosas y las gentes, quedar incluso abierto al Dios con que soñaba y a quien siempre iba «buscando entre la niebla». En coincidencia significativa, que rebasa la ocasión anecdótica, la muerte rompe entonces su matrimonio, que era la encarnación viva de su mejor esperanza humana. Castilla había sido también para él el hallazgo del amor; el profesor de francés del Instituto de Soria se había casado con una muchachita, sencillamente provinciana, que muere tres años más tarde. Y su desaparición es el símbolo del hundimiento en la gran empresa espiritual de Antonio Machado que, recaído en su soledad y su subjetividad, se vuelve gradualmente un pensador tan profundo como crítico, tan positivo y esperanzador para los demás como escéptico y desesperanzador para sí mismo.

El libro Nuevas canciones (1917-30) forma la transición hacia la etapa final de la obra de Antonio Machado, en parte prolongando temas y formas de Campos de Castilla, en parte volviendo a usar las formas del «cante hondo», pero ahora con un sentido más teórico que lírico, a modo de sentencias de honda filosofía, aparentemente sencillas, pero cargadas, sin embargo, de inagotable alcance reflexivo.

Comienza a predominar en su actividad la prosa sobre el verso. Primero son los apuntes de «arte poética» de su imaginario autor Juan de Mairena: luego, en 1936, será todo un libro bajo el nombre de este personaje apócrifo, seguido de unos cuantos inolvidables ensayos -sobre Heidegger, sobre la guerra, sobre Alemania...-. Pero ya los primeros pensamientos atribuidos a Mairena son algo más que teorización crítica sobre la propia poesía: Mairena, a su vez, alude a otro mítico autor, Abel Martín, que habría escrito una importante obra filosófica, cuyo resumen permite a Antonio Machado exponer, en forma irónica y sin comprometerse técnicamente con la filosofía, lo más hondo de su experiencia de pensador: el Ser, según Martín, tiende a desdoblarse, a ir a «lo Otro» -eso es el amor, en sentido metafísico-, pero ese «Otro» resulta en definitiva un espejismo, un nuevo encuentro con el mismo punto de partida.

Tales ideas, que nos hacen pensar en Hegel y todo el idealismo alemán, no llegan, sin embargo, a borrar la esperanza del hombre en un término objetivo, auténticamente divino, al margen y a pesar de la razón. Por eso dice: «Confiamos / en que no será verdad / nada de lo que pensamos.» La poesía es, mientras tanto, tarea de ir dando tiempo al tiempo, de ir inmortalizando lo vivido en su misma condición de transitoriedad, como instante inolvidable sorprendido en su huida. De aquí la idea maireniana de la poesía como «palabra en el tiempo» -sobre todo, en el Romancero, en Jorge Manrique; pero escasamente en el barroco-. Y así -volviendo sobre el tema de la esperanza en futuras edades de sentir común entre los hombres- la poesía sale del «rinconcito del Yo» para ser narración, historia para todos.

Es significativo, en ese sentido, el curioso diálogo entre Mairena y el imaginario Meneses, inventor de una «máquina de trovar», que expresa el sentimiento común de un grupo de personas, jamás el de un individuo, y que de ese modo irá educando a las masas en la expresión de su propio sentir (aunque, en un momento dado, en otro trabajo publicado más adelante, al referirse a ese arte profetizado, para grandes masas, Antonio Machado confiesa en un inciso: «el que esto escribe aspira a morirse antes de verlo»).

En esa época final, tan escasa en versos y tan concentrada en reflexiones escépticas, el poeta se muestra cada vez más obsesionado con la idea de Dios y de Cristo, saltando por encima del descreimiento de su cerebro para abrirse a la esperanza, tal vez ya no para él, sino para otros: «Y si el Cristo vuelve, de un modo o de otro, ¿habremos de renegar de Él sólo porque también le esperen los sacristanes?» Ahí llega a su extremo la gran paradoja de la vida y obra de Antonio Machado, con un conflicto entre necesidad de fe y escepticismo intelectual, cuya profundidad se escapa a la mirada.

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