O b r a    d i s e ñ a d a   y   c r e a d a   p o r   H é c t o r  A.  G a r c í a

Alejandro Tapia y Rivera, escritor  Escritores de Puerto Rico  

Nació en San Juan (1826) y falleció en la misma capital, el 19 de julio de 1882, mientras hacía uso de la palabra en una junta de la Sociedad Protectora de la Inteligencia, que se celebraba en el salón de actos del Ateneo Puertorriqueño.

Estudió los grados primarios en San Juan y fue discípulo del Maestro Rafael. Ejerció un puesto en Hacienda y a raíz de un duelo con un oficial de artillería fue deportado a España. En Madrid (1850-52), completó sus estudios literarios y se unió a la Sociedad Recolectora de Documentos Históricos, Relativos a Puerto Rico, que había sido fundada por otros eminentes compatriotas.

Por su obra literaria, se le considera el padre de la literatura puertorriqueña ya que -a excepción de la poesía y el cuento- fue el iniciador de los demás géneros en la isla, si se tiene en cuenta la cantidad y calidad de su producción.

Las piezas más destacadas de su obra son: las novelas y leyendas El heliotropo (1848), La palma del cacique (1852), La antigua sirena (1862), Póstumo el transmigrado (1872) y una segunda parte, Póstumo el envirginado (1882), La leyenda de los veinte años (1874), y Cofresí (1876); los dramas Roberto D'Evreux (1856), Bernardo de Palyssy o El heroísmo del trabajo (1857), La cuarterona (1867) y Camoens (1868), Vasco Núñez de Balboa (1872); las obras biográficas sobre José Campeche (1854) y Ramón Power (1873); los poemas La Sataniada (1874) y los incluidos en Misceláneas(1880); el libreto de la ópera Guarionex, estrenada en 1854; además de la publicación de conferencias, antologías, cuadros de costumbres, ensayos y un trabajo autobiográfico, Mis memorias, que quedó inconcluso y se publicó póstumamente en 1927.

Ejerció la docencia en el Museo de la Juventud, de Ponce, fue presidente del Ateneo Puertorriqueño y, entre sus muchas condecoraciones y honores, el gobierno de España le concedió la medalla de Caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III.

La palma del cacique

Por: Alejandro Tapia y Rivera

Leyenda histórica de Puerto Rico

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- I -

     Era el año de 1511, y gobernaba la isla de Puerto Rico D. Juan Ponce de León, por otro nombre el Capitán del Higüey, que tan luego como obtuvo del monarca su reposición, envió a España, acusándoles de excesos, a su antecesor Juan Ceron y al alguacil mayor Miguel Díaz.

     Habían formado los nuevos pobladores, junto a Quebrada Margarita en la comarca del hoy llamado Pueblo Viejo, la villa de Caparra, cuyos restos se ven en la actualidad entre las malezas, y que debieran conservarse con exquisito esmero, por ser la primera piedra, que en aquel lejano país, asentó nuestra raza. Una iglesia de mampostería de ignorada arquitectura, alguna que otra casucha de barro y cañas, semejantes a las que en el día se ven en la conocida aldea de Cangrejos (2), y otras varias, basadas sobre gruesos troncos, con piso y paredes de palma y techo de yaguas, iguales en todo a muchas de las que hoy existen en los campos de aquel país, componían el caserío de la villa. Había además una plaza en medio, y sus calles un si no es rectas, estaban entapizadas de lozana yerba. En la plaza, veíase la morada del gobernador Ponce, la más ventajosa en capacidad por ser la casa del rey y consistorial al propio tiempo, ostentando en días festivos el estandarte castellano. En igual estilo, si bien con menos proporciones habíase fundado, no lejos del pueblo de la Aguada y hacia el Nordeste de la isla, la villa de Sotomayor, en cuyas inmediaciones, ocurrieron algunos de los sucesos que van a referirse.

     El gobernador Ponce, continuando el sistema establecido en la isla Española, había procedido al repartimento de los indios de Borinquen (3) en encomiendas. Consistían estas, en poner cierto número de indios al cuidado de cada uno de los conquistadores y pobladores según sus hechos e influencia, reservando algunos al rey, pero este sistema sobre ser muy perjudicial a los naturales, arruinó con el tiempo la población y cultivo de los campos, por lo que el monarca, en más de una ocasión, trató de modificar y aun de abolir, este sistema de repartimientos, tan debatido, y que a causa de los opuestos intereses y pasiones inconciliables, ha sido la cuestión de más importancia, durante la primera época de la historia moderna de aquel país. Esta institución como su nombre lo indica, imponía tanto al encomendero como al encomendado, deberes mutuos que jamás se cumplieron por parte de aquel, que estaba obligado a alimentar a sus indios, cuidando de su salud y de su educación civil y religiosa; al paso que el último debía ayudar a su señor en las tareas y labores de sus cultivos y granjerías; pero el poblador exigía demasiado de las fuerzas del indio, olvidando su doctrina y su alimento, y éste exasperado o temeroso, se alzaba contra el encomendero, o le abandonaba refugiándose en la aspereza de las montañas; sin que las repetidas instrucciones del monarca, ni las evangélicas amonestaciones de los religiosos, bastasen a contener tamaño mal, traspasando por una y otra parte, los límites que la institución de encomiendas prefijaba, con daño notorio de la nueva colonia.

     Andaban con tal sistema muy descontentos los indios, y los alarmantes síntomas que cundían por todas partes,  anunciaban una lucha, en que si bien los conquistadores lograron la victoria, no dejó de sufrir gran menoscabo, la prosperidad inmediata, que la natural fertilidad y riqueza del país les ofrecía.

     Tales eran las circunstancias le la isla de Borinquen al comenzar los sucesos que van a contarse en esta leyenda.

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- II -

     En un sereno día del mes de julio, el sol derramaba su luz sobre la faz de la tierra, y la brisa tropical templaba un tanto su ardoroso fuego. En las cercanías de Sotomayor se laboreaba una rica mina de oro, de cuya existencia no quedan vestigios, si bien la tradición la sitúa no lejos de la villa, en la vertiente de varias colinas. Veíanse en sus lomas entre otros árboles, el castaño de América, el medicinal jigüero, el mamey de sabroso fruto, y la palma de yaguas con su espada verde y aguda, que descuella sobre sus elegantes ramas, sirviendo su punta de asiento a las canoras avecillas, y el plátano cuyas anchas, sonantes y lánguidas ramas se mecen suavemente doradas por la luz del día; todo esto en medio de pastos frescos y abundosos en que se veían pacer algunas vacas mientras retozaban sus terneras.

     -¡Pobre Naguao! -decía un indio contemplando el cadáver de un camarada tendido en tierra.

     -¡Más valiera a ese infeliz -respondía otro- el haber huido a los bosques! No se acordó de que el pez está más seguro lejos de las redes, y hele ahí aplastado por un peñasco en esas odiosas minas.

     -¡Qué importa! La tierra, amigo Taboa, no da de balde esas riquezas que guarda en sus entrañas.

     -Por lo que a mí hace -tornó a decir éste- tan luego como pueda burlar la vigilancia, haré por dar seguro a mi vida entre los árboles del bosque; allí con mi arco y mis flechas, mataré aves para mi alimento, y cuando no, los árboles dan fruto y yo tengo brazos para alcanzarlos.

     -¡Y el infeliz Yoboan! Cuánto llorará al saber que el más querido de los suyos, el único que quedaba de su familia, el último de sus hermanos, su Naguao, ha emprendido  el viaje a la otra tierra, dejándole solo y triste como una roca en el mar.

     -Dichoso él -replicó Taboa, acabando de romper contra una piedra una enorme nuez de coco, y después de haber apurado todo su sabroso líquido.- Va a vivir en esa tierra lozana y de muchas frutas y flores, en donde no se trabaja, y se pasa la vida sin fatigas ni dolencias, en donde no se envejece, ni alcanza el poderío del mal genio... ¡Y quién sabe lo que acá nos aguarda! Trabajos, fatigas, cansancio... y todo esto solo por ese oro, buscado con tanto afán y que no sirve más que para adornar el pecho de un cacique o las orejas de alguna mujer en día de areyto

     A tal punto llegaba el diálogo, cuando el chasquido del látigo y la estentórea voz del mayoral, llamaban a las tareas a los mineros.

     Comenzaron estas, y cada cual emprendió con actividad su faena. Entre los que cavaban la tierra en pos de la vena metálica, había uno, cuyo rostro inundado de sudor expresaba profunda tristeza. De vez en cuando brillaba en sus ojos una mirada siniestra, semejante al rojo fulgor de un volcán en noche oscura.

     Cuatro indios conducían el cadáver de Naguao a una sepultura abierta al pie de un guanábano silvestre, que con sus verdes hojas le servía de dosel. El cráneo del minero estaba hecho pedazos, y su rostro desfigurado; sin embargo, el indio que cavaba, que no era otro que su hermano Yoboan, le reconoció cuando le pasaron junto a él, y la dolorosa sorpresa se mostró en su semblante. Dejó caer el azadón, cruzó los brazos y su mirada extática siguió el cadáver de su pobre hermano.

     Cruel fue esto momento para Yoboan, sus pies no pudieron dar un solo paso, sus brazos no pudieron articular un movimiento, su pecho no pudo lanzar una sola queja, y únicamente sus ojos, fríos como un espectro, dieron salida a una lágrima.

     Pero el látigo que hería su espalda, sacó a Yoboan de éxtasis profundo, y volviendo la faz sorprendido, miró [174] con ira al que así lo castigaba. Entonces el mayoral levantó el látigo por segunda vez, pero antes de que hubiese podido descargarle, el indio lo arrancó de su mano y lo arrojó de sí una buena pieza.

     -Ya estás vencido, cristiano -exclamó con desdén.

     Entonces el mayoral se lanzó sobre el insolente, que así ultrajaba su autoridad, y momentánea, si bien esforzada lucha, sucedió a lo que acabamos de contar.

     No podía ser dudoso el éxito, atendida la corpulenta contextura del salvaje, que parecía un Hércules. Cayeron ambos por tierra y la lucha continuaba.

     Parecía Yoboan uno de aquellos toros fieros de las dehesas de Castilla, que se ceban en la victima palpitante aún, y que ya moribunda, tan sólo opone la débil expresión de su agonía el temblor nervioso que conmueve hasta la última fibra, y que revela los postreros instantes de la existencia.

     Alzose al cabo Yoboan: acababa de ahogar a su enemigo entre sus brazos.

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- III -

     Observaban los indios mineros esta escena con muda admiración.

¡A ellos! gritó un mayoral que corría, aunque tarde, en ayuda de su camarada. Y oída esta voz de alarma acudían todos en tropel gritando, ¡venganza!

     Los indios, al presenciar el triunfo de su camarada Yoboan, habían cobrado bríos, y armados de los picos y azadas de sus labores, caían sobre sus contrarios dando suelta a su rencor.

     Terrible era la pelea. Las armas se chocaban y herían, y ancha brecha daba paso a la caliente sangre.

     Un gozoso clamoreo anunció la llegada del valiente Guarionex, que armado de su macana daba recios golpes...

     Era regular y apuesta su figura; su edad juvenil. -Su piel cobriza estaba, como la de los demás indios, ornada con diversas figuras, y decoraba su frente la diadema de los caciques. Pendía de su espalda la aljaba [175] provista de agudas flechas, sobre la cual podía verse el flexible arco; y su trenzada cabellera estaba realzada por vistosas plumas.

     A la llegada de este campeón sucedió la del valiente Salazar, cuyo mortal acero abría con cada mandoble una tumba.

     De elevada estatura y robustos miembros, moreno el rostro, a cuyas abultadas facciones daban expresión unos ojos de mirada firme, negros como su cabello y espesa barba, ofrecía en su conjunto, el exterior del hombre fuerte y animoso, cuya marcial energía, revelaba al intrépido conquistador del nuevo mundo.

     Vestía Diego de Salazar almilla de velarte con calzón de lo mismo, listadas calzas y botín de piel, completando su arreo el enorme sombrero, el escudo y la tizona fiera.

     A vista de tan terrible adalid, la multitud huía pavorosa, y no era extraño que su presencia infundiese tal terror, puesto que ya los indígenas conocían su esfuerzo, y a su brazo se debió en mucho la conquista y pacificación de Puerto Rico, porque a semejanza del Cid, ganaba batallas sólo con su nombre.

     Guarionex se las había con Salazar, acosado por éste, que le acometía armado de superior manera, se batía en retirada: atento no solo a los golpes que le iban dirigidos sino a contener con la agilidad de un tigre, la embestida de los contrarios, evitaba de este modo el exterminio de los suyos, que huían temerosos a las vecinas selvas.

     Hubo un momento en que acometido Guarionex por todas partes, pues era el que ofrecía más resistencia, estuvo a punto de ser prisionero o muerto; su macana era inútil contra tantas armas; pero en este instante debilitaron los contrarios el ataque, y tuvo ocasión de ganar en dos saltos la distancia y la espesura, guardando su vida y libertad para otros días. Preso o muerto, ¿qué sería de los suyos?

     A la contienda sucedió el silencio, el cansancio de los vencedores y un lago de sangre cubierto de restos humanos.

     Entre estos, veíase lleno de heridas el cadáver de Yoboan junto al de su hermano. Había dado su vida en cambio de una lágrima consagrada a su memoria.

 

- IV -

     A distancia de un cuarto de legua de Sotomayor, pequeña villa fundada por el capitán del mismo apellido, no lejos de la Aguada existía un bosque en una extensa llanura; cuadro que merece describirse ya por lo agradable de su conjunto, ya porque en todas y en cada una de sus partes, se mostraba la naturaleza tropical, con toda la exquisita frescura y la vigorosa lozanía que la distinguen.

     Circundaba el bosque un riachuelo, cuyos cristales se quebraban sobre menudas guijas. En sus orillas las palmas, cargadas de racimos, balanceaban su flexible tronco, al par que sus ramas se mecían resonando; brindaban los naranjos con su fruto de oro, mientras encantaban la vista las floridas hojas del helecho indígena; y sobre, el cedro, el collor y el quiebra-hacha, levantábase erguida la orgullosa Seiba. Aquí y allá las flores derramaban sus aromas, al paso que llenaban el aire de armonías, el zumbador enamorado, el melodioso sinsonte, el bullicioso pitirre y la calandria esquiva. -Mansión de los amores, hubiérase Venus regocijado al verla, y en ella fijara su Eliseo, a poder elegirlo a voluntad.

     Pero incompleto sería semejante cuadro, a no figurar entre sus bellezas, esa alma que presta el hombre a todo cuanto le rodea; por lo que vamos a ofrecer al lector una de aquellas escenas de la vida, tanto más propia, cuanto que estarán íntimamente relacionados en ella, el hombre y la naturaleza: esta con todas sus galas, aquel con toda la rudeza y fogosidad de un corazón primitivo.

     Las doncellas que acompañaban a Loarina, hermana del cacique Agueinaba, complacidas en gran manera de los atractivos del lugar, colocaron sus hamacas de silvestre maguey entre los árboles, a orillas del arroyuelo, que, con su deliciosa frescura, a la dulce somnolencia convidaba.

     Bellas eran las indias que acompañaban a la princesa, pero entre sus encantos y los de su señora, había la diferencia que existe entre el rosado capullo y las hojas que lo rodean. Si en las doncellas de Loarina resplandecían las gracias con todos sus fulgores, en la última se unía al hechizo de estas, la altiva superioridad de una sultana.

     Contaba apenas quince años, y advertíase ya en su brillante encarnación, el precoz desarrollo de la vida en los países de la zona tórrida. Su cutis, con el color propio de su raza, no estaba destituido de aquella pureza inherente a lo muelle de sus costumbres. Deliciosa era la expresión de sus facciones, negros sus ojos como la noche, y ardientes como el sol que vieron por la vez primera, y su boca conjunto de deleites, parecía, un hermoso ramo en que las rosas de sus labios, circundaban el mate jazmín de sus menudos dientes. Sobre su espalda caía en perfumadas trenzas su cabello negro, ceñido a la sien por la diadema de oro. De su nariz y orejas pendían argollas del propio metal, y ornaban su garganta... nacaradas perlas.

     Desnudo el seno, ostentaba dos orbes voluptuosos, cubriendo en parte sus mórbidas formas una especie de túnica, que partiendo de la cintura, terminaba en la nunca bien ponderada pierna, cuyos suaves contornos se ofrecían a la vista codiciosa, como se ve alrededor de nube cenicienta, la claridad de la luna. Por último, anillos de oro en que suplía la profusión al arte, adornaban los redondos y pequeños dedos de su mano.

     Ataviadas con gracia las jóvenes de su séquito, vagaban por el bosque, ocupadas en juegos y danzas, a fin de proporcionar pasatiempo a su pensativa señora.

     Reclinada ésta en su hamaca, y jugueteando una de sus manos con los cristales del riachuelo, abismábase en la suave indolencia que presta un país abrasado, y balanceándose colgada de los árboles, parecía la imagen de un tierno pensamiento, flotante como una aureola, en la fantasía de alguna virgen. Entregada a cavilaciones, ya risueñas, ya tristes, fijábanse sus ojos en todos los objetos que la rodeaban, sin que su conmovido espíritu  pudiese darse cuenta de ellos. Errante su alma, complacíase ante la imagen del hombre adorado, y su alma fatigada veía sólo aridez en todo lo que no fuese su amor. Mas si por desgracia, la idea de un afecto mal pagado enlutaba su corazón, el furor y luego la tristeza empañaban el fulgor de su mirada.

     Apareció de repente por entre la arboleda, un indio de gallarda estatura; su semblante era agradable en medio de la tristeza que le encubría con su manto enlutado: su mirada era viva y penetrante, y la dulzura o el furor, se expresaba con igual energía. Era Guarionex.

     Joven y robusto, teníanle por uno de los más animosos e intrépidos de su tierra, cualidades que había mostrado de una manera heroica, en las guerras contra los vecinos caribes, perpetuos enemigos de Borinquen; y es fama que al esfuerzo de su brazo, se debió más de una vez la paz o la alianza demandadas por aquellos, como una merced, en vista de la fortaleza de tal caudillo. El combate y el amor hallaron a Guarionex siempre pronto. Eran sus pasiones extremadas y violentas; y el amor, el odio, el valor y la amistad generosa hicieron siempre latir con fuerza, la ardiente fibra de su alma. En la edad media, en aquellos siglos de hierro, en que la manopla del poderoso ahogaba sin piedad al desvalido, y en que destituida la sociedad de todo apoyo en favor del débil, se creaban como una necesidad, las ilustres y generosas congregaciones, de que hoy, sin objeto, sólo queda el vano título; Guarionex, trasladado a Europa y educado a la usanza feudal, habría sido, obedeciendo a su corazón apasionado y valiente, todo un noble y cumplido caballero.

     Su lenguaje era poético como la naturaleza que le había dado el ser, y sus palabras rudas, notoriamente con la belleza y energía del pensamiento; resultando de aquí aquella sencillez en la expresión, que realza las sublimes concepciones de toda imaginación apasionada.

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