La llegada de los Europeos

 Por: Mario R. Cancel & Mayra Rosario Urrutia

Hacia el año 1625, el imperio castellano había perdido la vitalidad que lo había caracterizado. Mientras España estaba bajo signos evidentes de desgaste político, administrativo y militar, Inglaterra y Holanda se fortalecían en Europa y se transformaban en un reto concreto en el mundo americano. El ascenso de ambos poderes explica en gran medida sus reiteradas agresiones a San Juan Bautista entre 1595 y 1625.

Mas no se trata solamente de ese reordenamiento de poder. A partir del año 1624 esas dos potencias marítimas europeas junto a Francia, comenzaron a adoptar una actitud más belicosa sobre sus posibilidades expansivas en los mares navegados y las tierras descubiertas por los castellanos durante el siglo 16.

Entre 1624 y 1655 los países enemigos de España en Europa ejecutaron una política colonial agresiva, tratando de romper con la idea de los castellanos de que el océano Atlántico y las Indias Occidentales debían estar cerrados para la colonización por parte de otros países que no fueran España y Portugal. Las posibilidades de que el monopolio español sobre estas tierras durase para siempre, estaban en duda.

El foco de interés de la expansión no-española en América se concentró en aquel momento principalmente en las Antillas Menores. A pesar de que España las reclamaba como suyas, no había puesto empeño en colonizarlas. De ese modo, San Cristóbal quedó en manos de ingleses y franceses (1624). Aquello fue solamente el inicio de un proceso a través del cual Barbados terminó en manos de los ingleses (1624), Santa Cruz fue compartida por los ingleses y los holandeses (1625), Nieves, Antigua y Montserrat (1628) fueron recolonizadas por los ingleses, y Martinica y Guadalupe (1635) por los franceses. Las Antillas Menores, otrora jurídicamente españolas, se iban a convertir a la larga en un caleidoscopio cultural muy rico en manos de los nuevos poderes europeos. Paralelamente, esas mismas potencias ocuparon tierras en la zona de la Guayana, al norte del continente suramericano, desde donde podían proteger sus intereses coloniales insulares.

Limpiar las islas de las bandas de habitantes autóc-tonos que aún pululaban por ellas fue la primera necesidad de los nuevos invasores. Los descendientes de los caribes y los taínos no pudieron soportar el empuje del nuevo adversario blanco bien apertrechado y con la experiencia obtenida de las derrotas hispánicas en aquellos territorios. Las islas de Barlovento y Sotavento iban a ser utilizadas en adelante para promover las relaciones comerciales tanto
legales como ilegales entre los europeos y los hispano-criollos de las islas. A España no le quedó más remedio que aceptar la situación como un hecho consumado.

Desde el año 1655 aquel proceso de expansión se amplió hacia otros horizontes. También en las Antillas Mayores había territorios parcialmente despoblados que España reclamaba como suyos. La penetración inglesa de Jamaica, que garantizó la soberanía inglesa hacia 1660, es un buen ejemplo de ello. Del mismo modo, entre 1665 y 1697, los franceses, usando la Isla de la Tortuga como base de operaciones, se hicieron de una tercera parte de La Española, lugar en el cual fundaron la colonia del Santo Domingo francés, futura república de Haití.

Definitivamente, para el año 1700, muy poco estaba seguro dentro del imperio colonial español en América. El enemigo europeo tenía bases de operaciones en todos los puntos cardinales de las Antillas desde donde podían desplazarse sin mayores problemas a cualquier lugar del mundo español. Las consecuencias que todo aquello tuvo para San Juan Bautista de Puerto Rico fueron decisivas para su futuro colonial inmediato.

 

Se sabe que, en general, Puerto Rico seguía teniendo un grave problema demográfico: la isla estaba poco poblada y había una gran escasez de varones. Entre las epidemias y la voluntad de los escasos colonos por seguir camino hacia tierras de mayor promisión que ésta ?la Nueva España o la Nueva Granada, por ejemplo- San Juan Bautista no se consolidaba materialmente como posesión española. La isla era vista como puerto de paso hacia otros territorios y no como una meta.

A partir de 1625 la economía ganadera, la producción de cueros y carnes de res, se consolidó como la principal industria del país. Los hatos o predios de ganado de todo tipo se multiplicaron por todas partes. Pero en vista de lo frágiles que eran los lazos con los grandes puertos de la península, buena parte de aquellas mercancías acabaron en poder de los extranjeros. Los ingleses, holandeses y franceses habían ido ocupando las Antillas Menores y Mayores, las cuales ofrecían mejores términos para el comercio.

 

No se trataba sólo de los derivados del ganado. Las maderas puertorriqueñas, los excedentes de frutos de la tierra que podía producir una agricultura de subsistencia, los pocos azúcares que se seguían produciendo, el jengibre y el cacao recién introducido a Puerto Rico desde 1635, tenían un mercado seguro y bien pagado en las islas. A la larga, el contrabando se convirtió en el modus vivendi de la mayoría de los hispano-criollos de todos los niveles sociales.

Todo parece indicar que el viejo partido de San Germán, con sus amplias costas y sus excelentes bahías distantes del centro de autoridad de la capital, era la zona de mayor monto de tráfico ilegal durante aquel período de la historia puertorriqueña. Lo cierto es que las mismas autoridades españolas de la capital, a pesar de que allí el poder era una realidad más palpable, se constituían en cómplices del contrabando en vista de los beneficios netos que el mismo reportaba. En Puerto Rico, alegan varios testigos de aquella época, todos contrabandeaban porque en cierto modo no les quedaba otro remedio para suplir las necesidades básicas de la poca población insular. La idea de que el trato ilegal era un "delito" o un "pecado", se hizo ciertamente cada vez más rala en la mentalidad común de los pobladores. La frontera entre lo legal y lo ilegal técnicamente no se podía precisar.

Bajo aquellas circunstancias era lógico que España se sintiera amenazada por todas partes. A pesar del poco interés que se había puesto en la explotación económica eficiente de San Juan Bautista de Puerto Rico y de los fracasos del proyecto colonial, las autoridades imperiales sabían que esta tierra era fundamental en la defensa de sus posesiones coloniales. Puerto Rico era algo así como la frontera entre un territorio invadido por el enemigo y la España que habían construido los conquistadores. La fortificación de la isla seguía siendo una de las claves si se deseaba mantener la unidad de las posesiones españolas.

 

La reafirmación del valor estratégico y militar de Puerto Rico es una de las tendencias más claras de este período histórico. Fue precisamente la presencia de los ingleses, los holandeses y los franceses en las Antillas Menores lo que demostró la necesidad de redefinir las defensas del hoy San Juan antiguo. En 1631 se decidió amurallar el casco urbano de la isleta. Entre 1634 y 1638 la obra estaba completa. Trabajadores civiles y militares, jornaleros y esclavos de los vecinos, se vieron involucrados en aquel proyecto que le daría a la capital de Puerto Rico una fisonomía arquitectónica y una personalidad especial que las distinguen hasta el presente. Aquel esfuerzo era una demostración de que a España sí le interesaba Puerto Rico en la medida en que esta tierra le garantizase la seguridad de su imperio continental.

A la larga, la vida social y cultural de la capital al amparo de las murallas desarrolló unos ritmos que la fueron diferenciando de la vida en el resto de la colonia. San Germán, a pesar de su antigüedad, no podía compararse con la capital. Apenas era un villorrio montado sobre las Lomas de Santa Marta desde 1573 en donde la gente vivía mirando hacia el campo, subsistiendo en función de la ganadería y la agricultura. La vida social y económica de los sangermeños los hizo esencialmente rebeldes y reticentes a las autoridades del centro.

Arecibo, Aguada, Ponce, Coamo y Loíza apenas tenían vida urbana alrededor de una iglesia. A pesar de ello aquellas comunidades recibieron título de partido en el año 1692. Los dos partidos tradicionales, el de San Germán y el de Puerto Rico, comenzaban a fragmentarse en localidades con rasgos culturales propios dentro del orbe hispano-criollo. Aquellas estructuras jurídicas no tendrían los mismos privilegios legales de los partidos más antiguos. De hecho, no poseerían alcalde ni cabildo. Serían gobernados por un funcionario llamado "teniente a guerra" en quien se concentraría la mayor parte de las funciones de esas instituciones.

 

 

Culturalmente la experiencia fue muy rica. En aquellos ambientes agrestes del mundo rural las diferencias regionales se fueron afirmando de una manera notoria.

Impactos europeos: 1700-1765

El siglo 18 es, por mucho, uno de los más significativos en la formulación de definiciones sobre la identidad puertorriqueña moderna. En ese sentido, vive procesos paralelos a los de la construcción de la idea de la Europa Moderna de la que todavía la isla era parte integrante. Los acontecimientos europeos afectaron de una manera notable la evolución histórica insular especialmente durante la primera mitad del siglo tal y como se verá de inmediato.

Uno de los cambios más trascendentales que sufrió el imperio español en las primeras décadas de aquella centuria fue precisamente el fin de la línea sucesoria de los habsburgos, dinastía de linaje alemán que había llegado al poder en la primera mitad del siglo 18. El ascenso de la dinastía de los borbones, que todavía hoy ocupa el trono español, se convirtió en una suerte de conflicto internacional. Todos los grandes poderes del continente europeo estaban interesados de alguna manera en los destinos de España.

Inglaterra, Holanda, Austria, Portugal y algunas provincias españolas, respaldaron que el poder se perpetuara en manos de los habsburgos. Francia, lógicamente, patrocinó las aspiraciones de Felipe de Anjou, luego quinto de España, quien a la larga consiguió quedarse con la corona. Los arreglos de paz de Utrecht de 1713 tuvieron que haber dejado un mal sabor en los peninsulares de su tiempo. Si bien los mismos garantizaban el respeto internacional a la nueva dinastía, era obvio que abrían las puertas de la América española a la intervención no hispánica a través de toda una serie de concesiones a los ingleses que a largo plazo debilitarían la soberanía española en estos territorios.

Los temores que habían ido incubándose desde el primer tercio del siglo 17, etapa en la cual comenzó la expansión no-española en las islas de Barlovento y Sotavento, se concretaron después de 1713. La España borbónica obtuvo una victoria política pero en verdad perdió la batalla económica ante el poder británico. La cesión del Peñón de Gibraltar con todo su valor geopolítico y estratégico a los ingleses; la autorización del tráfico de esclavos por un período de 30 años y la concesión de un permiso especial de comercio, todo ello a los adversarios ingleses, demuestra que el mare liberum se había establecido de facto en el llamado Nuevo Mundo a pesar de la constante oposición española. Todo ello coadyuvó a facilitar la penetración sajona de América y a debilitar aún más el poder español en estos territorios.

Los borbones, sin embargo, procedían de una tradición jurídica para la cual la centralización del poder, la eficiencia administrativa, la administración racional y ordenada eran la orden del día. En cierto modo, la presencia francesa en la península ibérica posibilitó que España adoptara técnicas y prácticas del complejo fenómeno del pensamiento y el orden ilustrados. La revisión de las estructuras internas de poder condujo a la larga a la revisión de las relaciones con las colonias. A pesar de las reformas, hay que decirlo, la España ilustrada nunca fue igual que la Francia ilustrada.

Buena parte de las prácticas administrativas consideradas efectivas en el siglo 17 cayeron en desuso tras el ascenso de los borbones. Un ejemplo de ello es el control total del tráfico comercial con las colonias alrededor de la mítica "carrera de las Indias". Si hacia 1650 el mismo había estado bajo el amparo del sistema de flotas y galeones, desde 1755 aquella práctica fue revisada totalmente. La entrega del tráfico a compañías monopolísticas, especialmente catalanas, interesadas en el desarrollo de la agricultura comercial en las Antillas alteró los privilegios sevillanos de más de dos siglos.

 

España estaba en aquel momento mirando constantemente hacia Francia como modelo hecho que, a la larga, le iba a resultar extremadamente costoso. Aparte de eso, la mentalidad española no estaba dispuesta a romper con todo el fárrago de la tradición como, a fin de cuentas, trató de hacer el pueblo francés. La costumbre y el ritual pesaban mucho sobre el espíritu español y las diferencias nacionales con los franceses se imponían.
 

Lo que sí es notable es la lentitud con la que las prácticas del reformismo ilustrado llegaron a Puerto Rico. No fue sino después del año 1750 y, muy en especial, tras la visita oficial del Mariscal de Campo Alejandro O'Reilly como delegado del Rey Carlos III en 1765 y sus recomendaciones, que las mismas comenzaron a ponerse en planta. La Guerra de Sucesión Española de 1700-1713 avivó la rivalidad entre los ingleses y los holandeses por una parte, y los españoles por otra en la zona caribeña. A pesar de que no hubo una agresión de la naturaleza de las de 1595, 1598 y 1625, los temores a una invasión estuvieron siempre presentes en la gente común de las islas. Vieques, conocida como "Crab Island" por los ingleses, fue la manzana de la discordia entre ambos poderes hasta 1718. Ese año pasó definitivamente a la Isla Grande. Otras agresiones menores por Loíza, Arecibo y Guayanilla entre 1702 y 1703, demostraron que los criollos efectivamente querían seguir siendo españoles y que el espíritu anti-inglés y anti-holandés en la colonia estaba muy vivo. En ausencia de una defensa oficial respaldada por el estado, los criollos eran capaces de armarse sencillamente y defender la soberanía española en la colonia.

La situación de la guerra dejó claro, por lo tanto, que Puerto Rico no era una colonia uniforme política e ideológicamente y que los derechos y los privilegios de las localidades, de las comunidades, no podían ser violados irresponsablemente por el poder central. Prueba al canto fueron los sucesos de San Germán durante la misma época. La resistencia de los vecinos del viejo partido a respaldar las políticas fiscales del gobernador Gutiérrez de Riva entre 1702 y 1713 con el propósito de garantizar la seguridad de su localidad es demostración de ello.

Dos elementos pueden explicar aquel fenómeno histórico. Primero, que aquellos sangermeños no eran partidarios del afrancesamiento del imperio español y les molestaba la intervención de las autoridades centrales en los asuntos puramente locales. Segundo, que el localismo y el provincialismo habían madurado en estas regiones de una manera evidente y los sangermeños se entendían como una comunidad diferenciada de la capital. El estado de resistencia no culminó en una rebelión armada. A la larga todo se quedó en amenazas. Pero sí demostró las fisuras que tenía aquella colonia en un momento en el cual lo que se necesitaba era la unidad más vigorosa contra los enemigos europeos en el continente y en las islas.

 

 

La presencia de los corsarios

A fin de garantizar la defensa de sus costas de la amenaza extranjera, el gobierno español autorizó la emisión de patentes de corso en las principales ciudades de las Antillas. Los corsarios cumplirían la función de guardacostas en ausencia de una guardia costanera formal. Obtendrían beneficios y dividendos de la liquidación de las mercancías rescatadas durante la captura de embarcaciones sospechosas o de bandera enemiga en aguas españolas. Aquella institución, creada con la mayor buena fe por el poder colonial español, pronto se le fue de las manos a las autoridades. Los corsarios puertorriqueños, quienes debían vigilar las aguas litorales de Puerto Rico, se dispersaron por todo el Caribe desde el extremo de las Antillas Mayores hasta Trinidad.

 

Las fronteras entre la actividad corsaria y la piratería fueron cada vez más difíciles de establecer. El Caribe, región peligrosa de por sí, se transformó en territorio de guerra de corsarios de las más diversas banderas. Después de todo, como demuestra el caso del zapatero mulato Miguel Henríquez, las posibilidades de enriquecimiento fácil con aquella actividad arriesgada eran muchas. El carácter del ser humano común de mediados del siglo 18, está más que bien significado en la imagen de aquel personaje de la frontera: el corsario puertorriqueño, con todo su carácter heroico y toda su carga de tragedia. Como Henríquez, el corsario era respetado y odiado por las castas blancas que le sabían necesario para la seguridad de la colonia, pero podían sentirlo como una amenaza para su hegemonía social.

Tendencias poblacionales

Uno de los rasgos más notables de este período es que, en términos generales, la estadística poblacional experimenta un cambio radical. Si durante los primeros dos siglos de la presencia española en Puerto Rico, este territorio se había caracterizado por el estancamiento demográfico, a partir del 1700 se afirma una tendencia al crecimiento que, con más o menos velocidad, no se detendrá hasta entrado el siglo 20. Los cálculos de la población hacia el 1700 son variados. Los números más conservadores se afirman entre los 6,000 y los 7,000 habitantes; los más atrevidos nos conducen a la frontera de los 20,000. Sin embargo, cuando hacia 1765 Alejandro O'Reilly organizó el primer censo moderno de Puerto Rico, la isla contaba con 44,883 habitantes, de los cuales más de la mitad eran mujeres y 5,037 eran esclavos. Una parte significativa de aquella población estaba en edad reproductiva. Tenía la colonia una población joven cuyo potencial de crecimiento era verdaderamente grande.

La pregunta que se hacen los historiadores es cómo explicar coherentemente el crecimiento de la población. A la larga, tan sólo se cuenta con dos respuestas. Por un lado, se le atribuye al crecimiento natural y, por otro lado, a la inmigración de nuevos pobladores desde diferentes partes del mundo. Ambos argumentos representan múltiples impactos que incidieron en el desarrollo de definiciones sobre la cultura puertorriqueña de una manera definitiva.

El crecimiento natural significa, en términos generales que en Puerto Rico la tasa de natalidad superó por mucho la de mortalidad. Pero no se trata sólo de eso. En general las posibilidades de que un niño sobreviviera y llegara a la edad reproductiva en la segunda mitad del siglo 18 debieron ser mucho mayores que en épocas anteriores. Las razones para ello fueron varias. Una reducción en la incidencia de enfermedades epidémicas y una mejoría en la dieta general de los insulares pudieron haber coadyuvado a que fuese de ese modo. Los analistas están de acuerdo en que aquellos son fenómenos difíciles de medir y de categorizar, pero aceptan que en general son válidos para la interpretación de la realidad de aquellos momentos.

El fenómeno inmigratorio es mucho más fácil de medir matemáticamente porque conllevó esfuerzos oficiales por parte de la monarquía a fin de estimularlo. El interés en facilitar la inmigración de ciudadanos de las Islas Canarias con destrezas agrarias, familia, capitales y esclavos es una demostración de ello. Entre 1720 y 1740 los canarios nutrieron de población caucásica a una isla que se había caracterizado desde el siglo 16 por la preeminencia del elemento africano, afro-caribeño y mulato. Sin embargo, el flujo inmigratorio más significativo no lo constituyeron aquellos sectores blancos privilegiados por el imperio español.

Desde fines del siglo 17 y durante todo el siglo 18 Puerto Rico se fue nutriendo de una considerable población afro-caribeña y africana pura que afirmaría la naturaleza mulata de la nacionalidad. Esclavos prófugos de las islas de Barlovento eran considerados libres desde que ponían pie en Puerto Rico desde 1664. Más tarde, a pesar de los prejuicios raciales de la sociedad blanca de la capital, aquellos grupos humanos pudieron consolidar una comunidad en la zona de San Mateo de Cangrejos, hoy Santurce. Los esclavos introducidos desde la Paz de Utrecht en 1713 por los ingleses, los traídos de contrabando durante buena parte del siglo 18, y los importados por compañías catalanas como la Aguirre Aristegui a partir de 1766; estimularon aquella negritud en ciernes que ha sido el elemento distintivo de todo el Gran Caribe desde la afirmación del contacto con los pueblos europeos.

Aquel crecimiento poblacional iba a llevar a la afirmación de ciertas localidades que luego adquirirían caracteres de pueblo así como la transformación de las más antiguas comunidades en villas con autoridades municipales formales. Aparte de la afirmación de un Vieques legalmente parte de Puerto Rico, frontera de los intereses de los ingleses en Barlovento, quizá lo más importante de este período fue precisamente que se comenzó formalmente la colonización de la Cordillera Central con la afirmación del Otoao (Utuado) original. Del mismo modo, el crecimiento poblacional forzó que entre 1730 y 1750 los partidos más grandes fuesen fragmentándose sistemáticamente en pequeñas comunidades agrarias estables a expensas de los espacios físicos de los ganaderos. Así nacieron Manatí, Calvache (Rincón), Mayagüez, Yauco, Añasco y La Tuna (Isabela), todos ellos desprendimientos o de San Germán o de Aguada, los partidos más antiguos del oeste del país. El localismo de los sangermeños se afirmó en los pueblos y villas que de él se fueron separando.

A la larga, la historia cultural de Puerto Rico se complicará aún más durante este período del siglo 18. Si la nacionalidad en ciernes iba a ser un concepto manejado por los sectores blancos esencialmente; la cultura popular, las formas distintivas de la vida cotidiana se iban a diferenciar por su carácter eminentemente mulato. La diversidad y la pluralidad se habían manifestado de una vez y por todas. Al final del siglo 18 ya se puede hablar de una cultura puertorriqueña distintiva.

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