L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

CAPITULO XIII

Que trata de nuestra visita al palacio del Califa y de la audiencia que se dignó concedernos. De los poetas y la amistad. De la amistad entre los hombres y de la amistad entre los números. El Hombre que Calculaba es elogiado por el Califa de Bagdad.

Cuatro días después, por la mañana, nos informaron de que seríamos recibidos en audiencia solemne por el Califa Abul—Abas—Ahmed Al—Motacén Billah, Emir de los Creyentes, Vicario de Allah. Aquella comunicación, tan grata para cualquier musulmán, era ansiosamente esperada no sólo por mí, sino también por Beremiz.

Es posible que el soberano, al oír al jeque Iezid narrar alguna de las proezas practicadas por el eximio matemático, hubiera mostrado interés en conocer al Hombre que Calculaba. No se puede explicar de otro modo nuestra presencia en la corte entre las figuras de más prestigio de la alta sociedad de Bagdad.

Quedé deslumbrado al entrar en el rico palacio del Emir. Las amplias arcadas superpuestas, formando curvas en armoniosa concordancia y sustentadas por altas y esbeltas columnas germinadas, estaban adornadas, en los puntos de donde surgían, con finísimos mosaicos. Pude notar que dichos mosaicos estaban formados por fragmentos de loza blancos y roja, alternando con tramos de estuco.

Los techos de los salones principales estaban adornados de azul y oro; las paredes de todas las salas se hallaban cubiertas de azulejos en relieve, y los pavimentos, de mosaico.

Las celosías, los tapices, los divanes, en fin todo lo que constituía el mobiliario de palacio demostraba la magnificencia insuperable de un príncipe de leyenda hindú.

Allá fuera, en los jardines, reinaba la misma pompa, realzada por la mano de la naturaleza, perfumada por mil aromas diversos, cubierta de alfombras verdes, bañada por el río, refrescada por innumerables fuentes de mármol blanco junto a las que trabajaban sin cesar miles de esclavos.

Fuimos conducidos al diván de las audiencias por uno de los auxiliares del visir Ibrahim Maluf.

Al llegar, descubrimos al poderoso monarca sentado en un riquísimo trono de marfil y terciopelo. Me turbó en cierto modo la belleza deslumbrante del gran salón. Todas las paredes estaban adornadas con inscripciones admirables realizadas por el arte caprichoso de un calígrafo genial. Las leyendas aparecían en relieve sobre un fondo azul claro, en letras negras y rojas. Noté que aquellas inscripciones eran versos de los más brillantes poetas de nuestra tierra. Por todas partes había jarrones de flores; en los cojines, flores deshojadas, y también flores en las alfombras o en las bandejas de oro primorosamente cinceladas.

Ricas y numerosas columnas ostentábanse allí, orgullosas con sus capiteles y fustes alegremente ornados por el cincel de los artistas arábigo—españoles, que sabían, como nadie, multiplicar ingeniosamente las combinaciones de las figuras geométricas asociadas a hojas y flores de tulipán, de azucenas y de mil plantas diversas, en una armonía maravillosa y de indecible belleza.

Se hallaban presentes siete visires, dos cadíes, varios ulemas y diversos dignatarios ilustres y de alto prestigio.

El honorable Maluf tenía que hacer nuestra presentación. El Visir, con los codos en la cintura y las flacas manos abiertas con la palma hacia fuera, habló así:

—Para atender vuestra orden ¡oh Rey del Templo! Determiné que compareciesen hoy en esta excelsa audiencia el calculador Beremiz Samir, mi actual secretario, y su amigo Hank—Tadé—Maiá, auxiliar de escriba y funcionario del palacio.

—¡Sed bienvenidos, oh musulmanes!, respondió el sultán con acento sencillo y amistoso. Admiro a los sabios. Un matemático, bajo el cielo de este país, contará siempre con mi simpatía y, si preciso fuera, con mi decidida protección.

¡Allah badique iá sidi!, exclamó Beremiz, inclinándose ante el rey.

Yo quedé inmóvil, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados, pues no habiendo sido objeto de los elogios del soberano, no podía tener el honor de dirigirle el saludo.

El hombre que tenía en sus manos el destino del pueblo árabe parecía bondadoso y sin prejuicios. Tenía el rostro magro, curtido por el sol del desierto y surcado por prematuras arrugas. Al sonreír, cosa que hacía con relativa frecuencia, mostraba sus dientes blanquísimos y regulares. Iba vestido con sencillez. Llevaba en la cintura, bajo la faja de seda, un bello puñal cuya empuñadura iba adornada con piedras preciosas. El turbante era verde con pequeñas barras blancas. El color verde —como todos saben— caracteriza a los descendientes de Mahoma, el Santo Profeta —¡Con El la paz y la gloria!—.

—Muchas cosas importantes quiero aclarar en esta audiencia, dijo el Califa. No quiero, sin embargo, iniciar los trabajos y discutir los altos problemas políticos sin recibir antes una prueba clara y precisa de que el matemático persa recomendado por mi amigo el poeta Iezid, es realmente un grande y hábil calculador.

Interpelado de ese modo por el glorioso monarca, Beremiz se sintió en el deber imperioso de corresponder brillantemente a la confianza que el jeque Iezid había depositado en él. Dirigiéndose, pues, al sultán le dijo:

—No soy yo ¡oh Comendador de los Creyentes! Más que un rudo pastor que acaba de verse distinguido con vuestra atención.

Y tras una corta pausa, siguió:

—Creen, sin embargo, mis generosos amigos que es justo incluir mi nombre entre los calculadores, y me siento lisonjeado por tan alta distinción. Pienso, sin embargo, que los hombres son en general buenos calculadores. Calculador es el soldado que en campaña valora con una sola mirada la distancia de una parasanga; calculador es el poeta que cuenta las sílabas y mide la cadencia de los versos; calculador es el músico que aplica en la división de los compases las leyes de la perfecta armonía; calculador es el pintor que traza las figuras según proporciones invariables para atender a los principios de perspectiva; calculador es el humilde esterero que dispone uno por uno todos los hilos de su trabajo. Todos en fin ¡oh rey! Son buenos y hábiles calculadores…

Y luego de pasear su noble mirada por los cortesanos que rodeaban el trono, prosiguió Beremiz:

—Veo con infinita alegría que estáis, señor, rodeado de ulemas y doctores. Veo a la sombra de vuestro poderoso trono hombres de valer que cultivan el estudio y dilatan las fronteras de paciencia. La compañía de los sabios ¡oh rey! es para mí el más grato tesoro. El hombre solo vale por lo que sabe. Saber es poder. Los sabios educan por el ejemplo, y nada hay que avasalle al espíritu humano de manera más suave y convincente que el ejemplo. No debe sin embargo, cultivar el hombre la ciencia si no es para utilizarla en la práctica del bien.

Sócrates, filósofo griego, afirmaba con el peso de su autoridad:

Sólo es útil el conocimiento que nos hace mejores”.

Séneca, otro pensador famoso, se preguntaba incrédulo:

“¿Qué importa saber lo qué es una línea recta si no se sabe lo que es la rectitud?”

Permitid pues, ¡oh rey generoso y justo! que rinda homenaje a los doctores y ulemas que se hallan en este salón.

Hizo entonces el calculador una pausa muy breve y siguió elocuente, en tono solemne:

—En los trabajos de cada día, observando las cosas que Allah sacó del No—Ser para llevarlas al Ser, aprendí a valorar los números y transformarlos por medio de reglas prácticas y seguras. Me siento, sin embargo, en dificultad para presentar la prueba que acabáis de exigir. Confiando, sin embargo, en vuestra proverbial generosidad, he de decir no obstante que no veo en este rico diván sino demostraciones admirables y elocuentes de que la matemática existe en todas partes. Adornan las paredes de este bello salón varios poemas que encierran precisamente un total de 504 palabras, y una parte de estas palabras está trazada en caracteres negros y la restante en caracteres rojos. El calígrafo que dibujó las letras de estos poemas haciendo la descomposición de las 504 palabras, demostró tener tanto talento e imaginación como los poetas que escribieron estos versos inmortales.

¡Si, oh rey magnífico!, prosiguió Beremiz. Y la razón es muy sencilla. Encuentro en estos versos incomparables que adornan este espléndido salón, grandes elogios sobre la Amistad. Puedo leer allí, cerca de la columna, la frase inicial de la célebre cassida de Mohalhil:

Si mis amigos huyeran de mí, muy infeliz sería, pues de mí huirían todos los tesoros.

Un poco más allá, leo el pensamiento de Tarafa:

El encanto de la vida depende únicamente de las buenas amistades que cultivamos.

A la izquierda destaca el incisivo verso de Labid, de la tribu de Amir—Ibn—Sassoa :

La buena amistad es para el hombre como el agua límpida y clara para el sediento beduino.

Si, todo esto es sublime, profundo y elocuente. La mayor belleza reside sin embargo en el ingenioso artificio empleado por el calígrafo para demostrar que la amistad que los versos exaltan no solo existe entre los seres dotados de vida y sentimiento. La Amistad se presenta también entre los números.

¿Cómo descubrir, preguntaréis sin duda, entre los números aquellos que están prendidos en las redes de la amistad matemática? ¿De qué medios se sirve el geómetra para apuntar en la serie numérica los elementos ligados por ese vínculo?

En pocas palabras podré explicaros en qué consiste el concepto de los números amigos en Matemáticas.

Consideremos, por ejemplo, los números 220 y 284.

El número 220 es divisible exactamente por los siguientes números:

1, 2, 4, 5, 10, 11, 20, 22, 44, 55 y 110

Estos son los divisores del número 220 con excepción del mismo.

El número 284 es, a su vez, divisible exactamente por los siguientes números:

1, 2, 4, 71 y 142

Esos son los divisores del número 284, con excepción del mismo.

Pues bien, hay entre estos dos números coincidencias verdaderamente notables. Si sumáramos los divisores de 220 arriba indicados, obtendríamos una suma igual a 284; si sumamos los divisores de 284, el resultado será exactamente 220.

De esta relación, los matemáticos llegaron a la conclusión de que los números 220 y 284 son “amigos”, es decir, que cada uno de ellos parece existir para servir, alegrar, defender y honrar al otro.

Y concluyó el calculador:

—Pues bien, rey generoso y justo, las 504 palabras que forman el elogio poético de la Amistad fueron escritas de la siguiente forma: 220 en caracteres negros y 284 en caracteres rojos. Y los números 220 y 284 son, como ya expliqué, números amigos.

Y fíjense aún en una relación no menos impresionante. Las 50 palabras completan, como es fácil comprobar, 32 leyendas diferentes. Pues bien, la diferencia entre 284 y 220 es 64, número que, aparte de ser cuadrado y cubo, es precisamente igual al doble del número de las leyendas dibujadas.

Un incrédulo diría que se trata de simple coincidencia, pero el que cree en Dios y tenga la gloria de seguir las enseñanzas del Santo Profeta Mahoma —¡Con El sea la oración y la paz!— sabe que las llamadas coincidencias no serían posible si Allah no las escribiera en el libro del Destino. Afirmo pues que el calígrafo, al descomponer el número 504 en dos partes —220 y 284—, escribió sobre la amistad un poema que emociona a todos los hombres de claro espíritu.

Al oír las palabras del calculador, el Califa quedó extasiado. Era increíble que aquel hombre contase, de una ojeada, las 504 palabras de los 30 versos y que, al contarlas, comprobase que había 220 de color negro y 284 de color rojo.

—Tus palabras, ¡oh Calculador!, declaró el rey, me han llevado a la certeza de que en verdad eres el geómetra de alto valor. He quedado encantado con esa interesante relación que los algebristas llaman “amistad numérica”, y estoy ahora interesado en descubrir quién fue el calígrafo que escribió, al hacer la decoración de este salón, los versos que sirven de adorno a estas paredes. Es fácil comprobar si la descomposición de las 504 palabras en partes que corresponden a números amigos fue hecha adrede o resultó un capricho del Destino —obra exclusiva de Allah, el Exaltado—.

Y haciendo que se aproximara al trono uno de sus secretarios, el sultán Al—Motacén le preguntó:

—¿Recuerdas, ¡oh Nuredin Zarur!, quién fue el calígrafo que trabajó en este palacio?

—Lo conozco muy bien, Señor: vive junto a la mezquita de Otman, respondió prontamente el jeque.

—¡Tráelo pues aquí, ¡oh Sejid!, lo antes posible!, ordenó el califa. Quiero interrogarle de inmediato.

—¡Escucho y obedezco!

Y el secretario salió, rápido como una saeta, a cumplir la orden del soberano.

 

 

 

 

 

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