L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r  

 

 

 

CAPITULO XXV

 

Beremiz es llamado nuevamente a palacio. Una extraña sorpresa. Difícil torneo de uno contra siete. La restitución del misterioso anillo. Beremiz es obsequiado con una alfombra de color azul. Versos que conmueven a un corazón apasionado.

La primera noche después del Ramadán tras llegar al palacio del Califa, fuimos informados por un viejo escriba, compañero nuestro de trabajo, que el soberano preparaba una extraña sorpresa a nuestro amigo Beremiz.

Nos esperaba un grave acontecimiento. El Calculador iba a tener que competir, en audiencia pública, con siete matemáticos, tres de los cuales habían llegado días antes de El Cairo.

¿Qué hacer? ¡Allah Akbar! Ante aquella amenaza procuré animar a Beremiz diciéndole que debía tener confianza absoluta en su capacidad tantas veces comprobada.

El calculador me recordó un proverbio de su maestro Nô—Elin:

Quien no desconfía de sí mismo no merece la confianza de los otros”.

Con pesada sombra de aprensiones y tristeza entramos en el palacio.

El enorme y rutilante salón, profusamente iluminado, aparecía repleto de cortesanos y jeques de renombre.

A la derecha del Califa se hallaba el joven príncipe Cluzir Schá, invitado de honor, acompañado de ocho doctores hindúes que ostentaban vistosos ropajes de oro y terciopelo, y exhibían curiosos turbantes de Cachemira. A la izquierda del trono se sentaban los visires, los poetas, los cadíes y los elementos de mayor prestigio de la alta sociedad de Bagdad. Sobre un estrado, donde se veían varios cojines de seda, se hallaban los siete sabios que iban a interrogar al Calculador. A un gesto del Califa, el jeque Nurendim Barur tomó a Beremiz del brazo y lo condujo con toda solemnidad hasta una especie de tribuna alzada en el centro del rico salón.

La expectación era visible en el rostro de los allí reunidos si bien los deseos eran dispares pues no todos deseaban que el éxito acompañara al Calculador.

Un esclavo negro gigantesco hizo sonar por tres veces consecutivas un pesado gong de plata. Todos los turbantes se inclinaron. Iba a iniciarse la singular ceremonia. Por mi imaginación, lo confieso, volaban alucinados mis pensamientos.

Un imán tomó el Libro Santo y leyó con cadencia invariable, pronunciando lentamente las palabras, las preces del Corán:

En nombre de Allah Clemente y Misericordioso Alabado sea el Omnipotente. Creador de todos los mundos. La misericordia es en Dios el atributo supremo. Nosotros te adoramos, Señor, e imploramos tu divina asistencia.

Llévanos por el camino cierto. Por el camino de aquellos esclarecidos y benditos por Ti.

Cuando la última palabra se perdió con su cortejo de ecos por las galerías del palacio, el rey avanzó dos pasos, se detuvo y dijo:

—¡Uallah! Nuestro amigo y aliado, el príncipe Cluzir—ehdin—Mubarec—Schá, señor de Lahore y Delhi, me pidió que proporcionara a los doctores de su comitiva la posibilidad de admirar la cultura y la habilidad del geómetra persa, secretario del visir Ibrahim Maluf. Sería un desaire dejar de atender a esa solicitud de nuestro ilustre huésped. Y así, siete de los más sabios y famosos ulemas del Islam van a plantear al calculador Beremiz una serie de preguntas relativas a la ciencia de los números. Si Beremiz responde a estas preguntas, recibirá —así lo prometo—, recompensa tal, que hará de él uno de los hombres más envidiados de Bagdad.

Vimos en este momento que el poeta Iezid se acercaba al Califa.

—¡Comendador de los Creyentes!, dijo el jeque. Tengo en mi poder un objeto que pertenece al calculador Beremiz. Se trata de un anillo encontrado en nuestra casa por una de las esclavas del harem. Quiero devolvérselo al calculador antes de que se inicie la importantísima prueba a que va a ser sometido. Es posible que se trate de un talismán y no deseo privar al calculador del auxilio de los recursos sobrenaturales.

Y tras breve pausa, el noble Iezid añadió:

—Mi encantadora hija Telassim, verdadero tesoro entre los tesoros de mi vida, me pidió que le permitiera ofrecer al geómetra persa, su maestro en la Ciencia de los Números, esta alfombra por ella bordada. Esta alfombra, si lo permite el Emir de los Creyentes, será colocada bajo el cojín destinado al calculador que va a ser sometido hoy a prueba por los siete sabios más famosos del Islam.

Permitió el Califa que el anillo y la alfombra fueran entregados inmediatamente al calculador .

El propio jeque Iezid, siempre amable y lleno de cordialidad, hizo entrega de la caja. Luego, a una señal del jeque, un mabid adolescente apareció trayendo en las manos una pequeña alfombra azul claro que fue colocada bajo el cojín verde de Beremiz.

—Todo esto es un hechizo; es baraka, insinuó en voz baja un viejo risueño, flaco, vestido con una túnica azul, que se hallaba detrás de mí. Ese joven calculador persa es un buen conocedor de la baraka. Hace sortilegios. Esa alfombra azul me parece un tanto misteriosa.

¿Cómo podía creer la mayoría de los asistentes que la gran disposición de Beremiz para el cálculo fuera fruto de la inteligencia?

El inculto, cuando algo escapa a su comprensión, busca siempre una razón en lo desconocido y lo atribuye a poderes mágicos y a sortilegios. Sin embargo, el nivel cultural de los jefes que provocaron y presidían la reunión era suficientemente elevado para comprender que lo que allí se dilucidaba era exclusivamente un juego de la inteligencia.

Beremiz iba a ser puesto, pues, a prueba por los hombres más capaces y precisamente en una materia en que los árabes hemos sido siempre adelantados.

¿Podría superarla el calculador Beremiz?

Se mostró Beremiz profundamente emocionado al recibir la joya y la alfombra. A pesar de la distancia a que me hallaba pude notar que algo muy grave estaba ocurriendo en aquel momento. Al abrir la pequeña caja, sus ojos brillantes se humedecieron. Supe después que juntamente con el anillo la piadosa Telassim había colocado un papel en el que Beremiz leyó emocionado:

Animo. Confía en Dios. Rezo por ti.”

¿Y la alfombra azul claro?

¿Habría allí realmente algo de baraka, como insinuaba el viejecito alegre de la túnica azul?

Nada de sortilegios.

Aquella pequeña alfombra que a los ojos de los jeques y los ulemas era solo un pequeño presente, llevaba, escrito en caracteres cúficos —que sólo Beremiz sabría interpretar y leer— algunos versos que conmovieron el corazón de nuestro amigo. Aquellos versos, que yo más tarde pude traducir, habían sido bordados por Telassim como si fueran arabescos en los bordes de la pequeña alfombra:

Te amo, querido. Perdona mi amor.

Fui consolada como un pájaro que se extravió en el camino.

Cuando mi corazón fue tocado, perdió el velo y quedó a la intemperie. Cúbrelo con piedad, querido, y perdona mi amor.

Si no me puedes amar, querido, perdona mi dolor.

Y volveré a mi canto, y quedaré sentada en la oscuridad.

Y cubriré con las manos la desnudez de mi recato.

¿Estaría el jeque Iezid enterado de aquel doble mensaje de amor?

No había motivo para que tal idea me preocupara ahora demasiado. Solo más tarde, como he dicho yo, me confió Beremiz el secreto.

¡Solo Allah sabe la verdad!

Se hizo un profundo silencio en el suntuoso recinto.

Iba a iniciarse, en el rico salón del palacio del Califa, el torneo cultural más notable que hasta ahora había tenido lugar bajo los cielos del Islam.

¡Iallah!

 

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