L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

 

CAPITULO XXVII

Cómo un sabio Historiador interroga a Beremiz. El geómetra que no podía mirar al cielo. La Matemática de Grecia. Elogio de Eratóstnes.

Solucionado el primer caso con todas sus minucias, el segundo sabio inició el interrogatorio de Beremiz. Este ulema era historiador famoso que había dado lecciones durante veinte años en Córdoba y más tarde, por cuestiones políticas, se trasladó a El Cairo, donde pasó a residir bajo la protección del Califa. Era un hombre bajo, cuyo rostro bronceado aparecía enmarcado en una barba elíptica. Tenía los ojos mortecinos, sin brillo.

He aquí las preguntas que el sabio historiador dirigió a Beremiz:

—¡En nombre de Allah, Clemente y Misericordioso! ¡Se engañan quienes aprecian el valor de un matemático por la mayor o menor habilidad con que efectúa las operaciones o aplica las reglas banales del cálculo! A mi ver, el verdadero geómetra es el que conoce con absoluta seguridad el desarrollo y el progreso de la Matemática a través de los siglos. Estudiar la Historia de la Matemática es rendir homenaje a los ingenios maravillosos que enaltecieron y dignificaron a las antiguas civilizaciones que por su esfuerzo e ingenio pudieron desvelar algunos de los misterios mas profundos de la inmensa Naturaleza, consiguiendo, por la ciencia, elevar y mejorar la miserable condición humana. Logamos además, por medio de las páginas de la Historia, honrar a los gloriosos antepasados que trabajaron en la formación de la Matemática, y conservamos el nombre de las obras que dejaron. Quiero, pues, interrogar al Calculador sobre un hecho interesante de la Historia de la Matemática. “¿Cuál fue el geómetra célebre que se suicidó al no poder mirar al cielo?”

Beremiz meditó unos instantes y exclamó:

—Fue Eratóstenes, matemático de Cirenaica y educado al principio en Alejandría y más tarde en la Escuela de Atenas, donde aprendió las doctrinas de Platón.

Y completando la respuesta prosiguió:

—Eratóstenes fue elegido para dirigir la gran Biblioteca de la Universidad de Alejandría, cargo que ejerció hasta el fin de sus días. Además de poseer envidiables conocimientos científicos y literarios que lo distinguieron entre los mayores sabios de su tiempo, era Eratóstenes poeta, orador, filósofo y —aún más— un completo atleta. Basta decir que conquistó el título excepcional de vencedor del pentatlón, las cinco pruebas máximas de los Juegos Olímpicos. Grecia se hallaba entonces en el periodo áureo de su desarrollo científico y literario. Era la patria de los aedos, poetas que declamaban, con acompañamiento musical, en los banquetes y en las reuniones de los reyes y e los grandes jerarcas.

Conviene aclarar que entre los griegos de mayor cultura y valor el sabio Eratóstenes era considerado como un hombre extraordinario que tiraba la jabalina, escribía poemas, vencía a los grandes corredores y resolvía problemas astronómicos. Eratóstenes legó a la posteridad varias obras.

Al rey Ptolomeo III de Egipto le presentó una tabla de números primos hechos sobre una plancha metálica en la que los números múltiplos estaban marcados con un pequeño agujero. Se dio por eso el nombre de “Criba de Eratóstenes” al proceso de que se servía el sabio astrónomo para formar su tabla.

A consecuencia de una enfermedad en los ojos, adquirida a orillas del Nilo durante un viaje, Eratóstenes quedó ciego. El que cultivaba con pasión la Astronomía, se hallaba impedido de mirar al cielo y de admirar la belleza incomparable del firmamento en las noches estrelladas.

La luz azulada de Al—Schira jamás podría vencer aquella nube negra que le cubría los ojos. Abrumado por tan gran desgracia, y no pudiendo resistir el pesar que le causaba la ceguera, el sabio y atleta se suicidó dejándose morir de hambre, encerrado en su biblioteca.

El sabio historiador de ojos mortecinos, se volvió hacia el Califa y declaró, tras breve silencio:

—Me considero plenamente satisfecho con la brillante exposición histórica hecha por el sabio calculador persa. El único geómetra célebre que se suicidó fue realmente el griego Eratóstenes, poeta, astrónomo y atleta, amigo fraternal del famosísimo Arquímedes de Siracusa. ¡Iallah!

—¡Por la belleza de Selsebit!, exclamó el Califa entusiasmado. ¡Cuántas cosas acabo de aprender! ¡Cuántas cosas ignoramos! Ese griego notable que estudiaba los astros, escribía poemas y cultivado el atletismo, merece nuestra sincera admiración. De hoy en adelante, siempre, al mirar al cielo, en la noche estrellada, hacia la incomparable AlSchira, pensaré en el fin trágico de aquel sabio geómetra que escribió el poema de su muerte entre un tesoro de libros que ya no podía leer.

Y posando con extrema cortesía su mano en el hombro del príncipe, añadió con cautivadora naturalidad:

—¡Vamos a ver ahora si el tercer ulema conseguirá vencer a nuestro Calculador!

 

 

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