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Capitulos

1-Rafaela   2-La Intriga   3-La Historia   4-El Encuentro   5-La Desgracia   6-La Trama   7-Corcega

8-El Regreso   9.El huerfano   10. Encomienda Postuma   11.El hijo del cura   12. Yacari  

13. Aguacero de Mayo

El Corso de Guayama

Capítulo IV

El Encuentro

 

Escrito por: Héctor A. García

©Todos los derechos reservados escrito en 1989

 

 

Guayama, en indígena Guamani (el sitio grande) es un místico pueblo muy singular que descansa sobre una meseta a unos doscientos pies sobre el nivel del mar y a escasos cuatro kilómetros del Mar Caribe.  Místico, por el apodo de brujo con que fue bautizado por los incontables negros hechiceros que abundaban cerca de los cañaverales, pero sobre todo por la enorme cantidad de misteriosos masones (llamados hijos de la viuda negra) principalmente franceses y corsos que abundaban en el pueblo. De heterogénea personalidad, principalmente europea en los comercios del casco del pueblo donde estos comerciantes tenían las más lujosas residencias.

Sin embargo, con una población rural que en su mayoría eran indigentemente criolla, negra, mulata, mestiza, ingenua, incauta, necesitada, sufrida y explotada. Pero allí estaban para variar los Españoles, Franceses, Italianos, Americanos, Ingleses, Portugueses y por su puesto una inmensa mayoría de Corsos, en fin.

Rafaela continuaba su camino a la Hacienda Bardaguez, pasando ahora cerca de la Hacienda Esperanza, donde el molino de los Vives expelia un sabroso aroma azucarado de la molienda de azucar, entonces...  detrás de ella y a considerable velocidad venia un coche tirado a caballo, el conductor no se percató de su presencia, el camino era estrecho y el hombre tendría que maniobrar para evitar un accidente, cuando...

 -¡Soooo, caballo, soooo!- halaba las bridas y las dirigía hacia la izquierda, cuando parecía inevitable el golpe con la joven que reacciono tardíamente por la sorpresa.  -¡Soooo, caballo, soooo!- y de repente el caballo se detuvo en seco.

Entonces el hombre, como si aquello que fuera inevitable nunca fuera a ocurrir, le pregunta a Rafaela.          -¿va lejos joven?- 

Ella visiblemente espantada y sacudiéndose el polvo del rostro y su vestido, sin salir aún del susto le contesta. -¡pues si usted no me mata primero con ese animal, cof, cof, cof, voy a la Hacienda Bardaguez!-

-Pues venga y móntese que me detuve precisamente para llevarla, le contestó cínicamente el hombre  ---Venga- le suplicaba cortésmente extendiéndole una mano para que subiera, mientras también sonreía por la cara de espanto  que puso ella. Ya una vez en el coche  seguía sacudiéndose el polvo y ella ni siquiera se percato que no tuvo oportunidad de decidir montarse en el coche, el polvorín tal vez la hizo subir rápidamente para salir del mismo.

Cof, cof, cof,- seguia tosiendo ella.  -Tenga, use este pañuelo- le dijo el hombre que ahora la miraba con cierta preocupación. Corrió el coche un poco mas adelante y se detuvo brevemente, para salir de la nube de polvo que habia levantado y la miraba pasarse el pañuelo por el rostro cuando de pronto..................

¿Por Dios qué es esto que tengo de frente, de dónde salió tan hermosa mujer y dónde estaba que nunca la habia visto? Asi pensaba impresionado con aquella joven de hermosa y larga cabellera negra, con un rostro fino tipo europeo pero con un matiz muy singular en su piel color acanelado claro. ¡Cuanta belleza, por Dios! pensaba sin salir de su asombro.

-¡Arre! - Entonces, aquel joven hombre puso rumbo hacia la Hacienda Bardeguez, a la cual casualmente él también se dirigia. Ya por el camino y repuesta Rafaela, por fin miro al hombre que estuvo a punto de atropellarla y se cruzaron sus miradas. No hubo palabras en ese momento, sólo transitaron pensamientos por la mente de ambos.

Jean Charles Romanacce Lecc'ia (Juan Carlos)

Habia llegado este joven hombre en sus 25 años, a Puerto Rico para 1898, procedente de la Isla de Córcega, poco antes de la llegada de los norteamericanos, se dirigía originalmente a Venezuela, a estudiar la vegetación tropical pues estudiaba y escribía sobre botánica en Córcega.  Pero en vista de que tenia un tio paterno llamado Sergio Romanacce en la isla, negociante exportador e importador, cambio sus planes y se quedo para entre ambos levantar dicho negocio.  Irónicamente el Huracán de San Ciriaco que entro y devastó buena parte de la industria agrícola para 1899, los impulsó en sus negocios y se convirtieron en grandes negociantes y vendedores, asi este hombre comenzó a prosperar.  Trabajó ocasionalmente haciendo traducciones, ya que era políglota.  Ya luego se dedicaria exclusivamente al negocio de la importación y exportación, era un hombre con cierta holgura económica como para no pasar grandes apuros, aún sin ser rico.

Tenía este una personalidad magnética y persuasiva, con unos ojos claros y llenos de vitalidad, su mirada era de esas penetrantes y sin pestañeos.  Llevaba siempre puesto un sombrero tipo Panamá y un bigote muy cuidado con sus extremos puntiagudos.  De voz agradable y varonil, muy culto pues dominaba seis idiomas, su dialecto corso, el francés, italiano, español, ingles y un dialecto africano. Se rodeaba entre los místicos y esotéricos masones del pueblo de Guayama, y aquellos que tenían contacto con él lo admiraban pues siempre lograba lo que se proponía. Además, decian que visitaba a los brujos africanos de la costa para ponerse en contacto con los espíritus de sus ancestros.  Era un hombre extrovertido y de extraordinaria inteligencia, su ambición era el mayor capital con el que contaba.

Y allí en aquel momento estaba frente a una hermosa mestiza criolla, mujer como ninguna de las que antes hubiera visto y embelesado no sabía que decir.

Ya en camino a la hacienda, transitaban un entre medio de árboles de mangó y bellos flamboyanes que los cubrían con su sombra y comenzaron a hablar.

 -Primero que nada le pido mis disculpas por el susto que le hice pasar - le dijo él.

-No se preocupe, pues estoy viva y no ha pasado nada - restándole importancia Rafaela, al atropellamiento del que estuvo a punto de ser víctima.

-Pues permítame presentarme, mi nombre es Juan Carlos Romanacce y soy corso tan corso como el Monte Cinto, y de ahora en adelante su humilde servidor.-

-¿Ah, si?, pues yo soy Rafaela García, y soy de aquí como el coquí.- y extendiéndole su mano la cual beso, y reían a carcajadas sabiéndose desde ese instante atraídos el uno por el otro.

A su lado por la rústica carretera en que viajaban, los acompañaba el paciente y trashumante ferrocarril cañero que llegaba desde la Central Aguirre en Salinas, mientras anunciaba su llegada con su silbato e incansable, chucu, chucu, chucu, chucu...  De la chimenea de la Central, salían torrentes de humo, anunciando así que era tiempo de zafra.

No era costumbre de una joven de aquella época ser tan espontánea y sencilla con un extraño, pero algo que ellos desconocían y no comprendían los envolvía, hechizaba y atraía, era como el encuentro de un alma fragmentada que se había encontrado nuevamente consigo misma.  Ellos de tan solo mirarse sonreían sin siquiera hablarse y sentían esa cosquilla tan natural que sienten dos seres cuando hay una afinidad.

Tan pronto llegaron, Juan Carlos de un brinco bajo del coche y le dice a ella -no me voy a demorar espereme unos minutos, regreso en breve -- olvidando que ella también tenía un compromiso y esperando de Rafaela una afirmativa.

-Sí, esta bien, pero recuerde que yo no vine a pasear, tengo que entregar estos documentos al señor  Vicente Pillot, capataz a cargo del corte de caña, el reverendísimo padre Infanzón le quiere ver con su mujer a la brevedad pues tengo entendido que van a bautizar a cuatro niños de su familia y tiene que tomarle unos datos de cada una de esas criaturas.- contestó Rafaela

-Ohhh… ya olvidaba, disculpe démelos acá que yo me hago cargo- poniendo Juan Carlos  su mano en la frente haciendo un gesto gracioso. Rafaela se los entregó y a los pocos minutos ya estaba Juan Carlos de vuelta. Monto nuevamente su coche y se dirigió al pueblo ahora con más calma para disfrutar al máximo de aquella exuberante belleza a su lado, de pronto grita –¡Dominicci, no olvides de  ponerte de acuerdo con Piovanetti, dile que voy a estar en casa de Juan Vivoni esperándole con Carlos Fantauzzi y los Carratini Pasalacqua!- le recordaba una cita que tenían los masones corsos esa noche, curiosamente a ellos se le conocían como los hijos de la viuda negra.

Ya habiendo partido de la Hacienda, Juan Carlos puso toda su atención en la bella criolla que le acompañaba y se gozaba su presencia. Rafaela por su parte lo suponía a él pensando algo así y se complacía mientras miraba a su derecha las verdes montañas del Guamaní y a su izquierda el verde azulado Mar Caribe.

Señor, yo no sé si los genios engañadores habitan en esta bendita Isla Antillana o si es un delirio celestial el que me llena el alma, pues todo lo que miro y veo a mi alrededor, me parece un paraíso. Así de embelesado se encontraba este hombre desde que se había tropezado con Rafaela minutos atrás. ¿A quien me recuerda esta mujer? se preguntaba sin darse cuenta aunque le recordaba algo de su madre.

En un exabrupto que no pudo contener y con voz susurrante le dijo te amo-

Rafaela asustada de pronto le pregunta  -¿Qué usted dijo?-

-No, no, nada excúseme, no fue nada, estoy loco, estoy pensando en otra cosa- turbado y titubeante le contesto, mientras avergonzado y recuperándose del embeleso, golpeó a su caballo con las bridas. –¡Arre, vamos arre!- dejando una nube de polvo tras si.  Aquel fue tan sólo el principio de posteriores encuentros entre ellos, pues a partir de ahí, seguirían viéndose frecuentemente.

La Desgracia>

 

 

 

Fundación Educativa Héctor A. García